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viernes, 21 de octubre de 2011

Arder. (En Hoy por Hoy León, 21 de octubre de 2011)

         Uno no sabe lo que es el fuego hasta que se ve a los pies de un incendio. Cuando en el verano nos llegan  las noticias de la devastación por las llamas de los montes gallegos o catalanes, a los que escuchamos la radio desde la confortable seguridad de la hamaca de la distancia nos suena a tragedia lejana y vemos en los telediarios las imágenes terroríficas de las llamaradas, las intrépidas maniobras de los aviones o el implacable despliegue de los helicópteros como un espectáculo, un espectáculo dantesco, sí, pero un espectáculo ajeno. Se me ocurre que, en general, y debe tratarse de algún mecanismo biológico de supervivencia, observamos las tragedias ajenas con la suficiente distancia como para no empatizar. Siempre vemos lo que le pasa a los otros desde la curiosidad. Por eso disminuimos la velocidad cuando pasamos al lado de un accidente en la carretera y giramos la cabeza un poco para tratar de ver algo por la ventanilla. Por eso, alrededor de una ambulancia que se detiene en la calle para atender a alguien, siempre se forma un corro de observadores. La tragedia de los otros parece que refuerza nuestra buena estrella, hasta que somos nosotros el punto de atención.
        
         El miércoles se veía con claridad desde León la columna de humo de un incendio que teñía las nubes de primera hora de la tarde del extraño color de la ceniza, adelantando la hora del atardecer. Luego el cielo se despejó rápidamente y los helicópteros extinguieron el incendio en un santiamén, pero tuvimos más cerca la tragedia y a mí me vinieron a la cabeza recuerdos de algún verano en Galicia, cortando acacias a toda velocidad para poder hacer un improvisado cortafuegos frente a la casa que había que proteger de la llegada del incendio, esperando las llamas, escuchando el ruido de fondo de su fragor, su implacable avance. Enfrentando el fuego con las escasas armas de que disponíamos, cuando finalmente se presentó. Hasta que llegaron las brigadas de extinción y lo apagaron. Y después, durante días, todavía había que enfriar el suelo, una tierra yerma que seguía ardiendo por dentro.

         He visto desaparecer bosques enteros entre las llamas y después cargar camiones de madera con sus restos; he visto montes calcinados que después se cubrieron de forraje muy bien aprovechado por los ganaderos de la zona; he visto arder fuegos que empezaban una y otra vez en focos diferentes. Oigo ayer en las noticias que el responsable de incendios de la Xunta de Galicia se había ido a Madrid a ver el fútbol en el peor momento de la batalla, oigo también a los sindicatos que critican aquí la política de recortes de la Junta en la campaña de incendios de esta temporada y la precaria situación en que se encuentra el operativo contra incendios. Me suena todo a demasiado conocido, salvo que hay que poner nombre y apellidos a la tragedia: Aitor Lastra, de veintisiete años, que perdió la vida luchando contra el incendio de Molinaferrera. Visto y oído. Junto a la muerte de Aitor, los contumaces hechos y las huecas palabras. Y también la irreparable degradación del monte, eso que nos arrebatan a todos quienes prenden la mecha cuando el fuego es intencionado, porque ahora quedará la tierra quemada a merced del agua del otoño, si es que por fin llega. Un agua que lo lavará todo y arrastrará consigo el suelo, dejándonos solos con las piedras. 

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