Vivimos vidas repetidas. No
estoy hablando de la condena existencial de Sísifo tirando de su piedra monte
arriba para que se le vuelva a caer una y otra vez justo cuando llega a la
cima. La idea no es esa. Tampoco se trata del mito del eterno retorno, de la
vuelta permanente de lo mismo, esa noria que nos hace repetir y repetir una y
otra vez la misma historia. Ni siquiera hablo de la idea más romántica de una
reencarnación al estilo de lo que cuenta Shirley MacLaine o una especie de
transmigración de las almas al modo de las alegorías platónicas o de los mitos órficos.
Cuando digo que vivimos vidas repetidas no me tientan conceptos metafísicos o
religiosos, sino que me refiero a una realidad inmediata en el sentido de que,
de algún modo, vivimos todos la misma vida.
Sé que es un pensamiento
incompleto. Más que incompleto, inconsistente, porque salta a la vista que su
vida y la mía no son en absoluto la misma, que la vida de un niño que nace y
muere en las favelas de Bahía o en un poblado de Sudán no es la misma vida que
la de las hijas del Presidente Obama. Me dirán que cada vida es única, que cada
uno es protagonista, dueño y señor de su propia vida. Y debe ser cierto,
pero,…
Se me metió en la cabeza esta semana que vivimos vidas repetidas y es una
idea que no soy capaz de abandonar. Ocurrió durante una cena en la que se habló
de la milagrosa transformación de una válvula cerebral en un tallarín escondido
en el rincón apropiado del abdomen de quien lo contaba, de la portentosa
habilidad de un santo tullido por la ciática para hacer sonar una gaita y tocar
el violín con un dedo, de la doble humanidad de un hombre del renacimiento a
quien ningún miliciano le supo decir por qué había matado a otros en el vértigo
de una de esas guerras locas que ya tenemos olvidadas. Se habló, como les digo,
de vidas poco ordinarias. Y a mí se me quedó en la memoria la obsesiva idea de
que vivimos vidas repetidas, que todos habitamos detrás del mismo felpudo, ese
que se inventó Ikea y que nos da la bienvenida a la República Independiente de
nuestra casa. Quiero decir que es una verdad extraña, pero tengo la sensación
de que, por muy diferentes que parezcamos, nuestra forma de respirar nos
delata: somos una y la misma cosa. Vivimos la misma vida repetida, la misma vida
enlatada, ensamblada pieza a pieza, coleccionada. Somos la misma marioneta.
Cuando la otra tarde estuve caminando
por El Rosal, el centro comercial de Ponferrada, observando mi reflejo en los
escaparates de las mismas tiendas que hay aquí en León o en cualquier ciudad de
España, me convencí de que las vidas que vivimos son a cada momento más
descarnadas, más miserablemente intercambiables. Vidas insulsas, alumbradas por
la misma lámpara, desconectadas en habitaciones repetidas de hospitales atestados
de moribundos vestidos con el mismo pijama.
Se me nota que es otoño y
que llega San Martín y que es hora de matanza. Hubiera querido hablar de alguna
de las noticias que están en boca de la gente, quizá del lío de Valderas, de la
sentencia del Supremo sobre los presupuestos de 2008, del recorte que se
avecina en Caja España, pero les pido disculpas, que esta mañana de noviembre
me ha podido más el sinsabor de ver mi vida escupida en la bandeja de la
fotocopiadora.
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