Hace algunos años, arropados por el cuero de los asientos de un
suntuoso Audi, un por entonces joven empresario leonés me preguntó qué
significaba para mí ser rico. “Rico, pero rico de verdad”, me dijo. Hablaba
solo de dinero, claro está, y le contesté en su lenguaje, pero diciéndole más
lo que él quería oír que lo que yo podía pensar. También es verdad que por
entonces trabajaba en el área de la gestión empresarial y tenía en mi cabeza un
horizonte demasiado poblado de cifras, proyecciones, análisis de cuentas y
optimización de recursos y tampoco había tenido todavía algunas de las
experiencias que en estos últimos tiempos han ido ajustando mi forma de
entender el mundo.
Eran los años del furor del crecimiento y los gestores financieros
hacían su agosto manejando el pastel de los fondos de inversión y demás
productos para la multiplicación de los panes y los peces. Algunos de aquellos
presuntuosos delfines de la banca, que nos metieron por la vía muerta de la
especulación en este jardín lleno de zarzas en el que andamos hoy, se retiraron
de forma prematura a sus palacios de invierno y se parten de risa al contemplar
las zozobras del personal. Otros andan igual de enganchados en el zarzal que la
mayoría y muchos, muchísimos, se han apuntado a eso de la insolvencia. Esa
insolvencia que protege los bienes de tantos, como aquel empresario del que les
hablaba al principio, ese que me preguntó cuánto dinero había que tener en
Suiza para poder decir que uno es rico, ese que hoy es formalmente insolvente y
que, no se vayan a confundir, es uno de tantos, un empresario anónimo cuya
debacle no ha salido en los papeles, que pasó de manejar cuentas con millones
de euros a ser uno más en esa lista de insolventes. Por eso me encanta la
figura de la insolvencia punible, porque, como en cierta ocasión me dijo una
empresaria dedicada a la promoción de viviendas, “esto de la Ley Concursal es
una maravilla” y me lo dijo mientras me contaba que su empresa había entrado en
concurso de acreedores, pero que ella estaba fenomenal, porque acababa de
llegar de Miami donde había visto no se cuántas maravillas y quizá, digo yo,
alguna nueva oportunidad de negocio.
No, que no se me enfaden en las confederaciones empresariales, que
ya sé que en nuestro país ser emprendedor no es fácil, que llevar adelante una
empresa en las circunstancias actuales tiene un mérito enorme, pero es que
hemos visto mucho de lo otro: hemos visto mucha insolvencia punible. Cajas
repletas de billetes en oficinas de empresas en quiebra. Difícil equilibrio el
del derecho al beneficio proporcionado del emprendedor y el derecho del
trabajador a participar de esos beneficios, aunque sea simplemente en términos
de seguridad.
Es triste, a mí me lo parece, ver a importantes empresarios
leoneses bajo sospecha. Es triste leer en los titulares de un periódico las
duras noticias sobre la difícil situación del dueño del otro periódico y al
revés. Es triste, créanme, pensar que no sabemos ni la mitad de lo que
deberíamos saber, por mucho que se hagan públicas las declaraciones de los
Consejeros, por mucho que en la prensa se aireen los trapos sucios del vecino
de enfrente. Tengo, tengo, tengo, decía
aquella canción infantil. Y ya va siendo hora de que comprendamos que tú no
tienes nada, si lo que tienes es solo dinero o algo semejante.
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