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sábado, 31 de octubre de 2015
Obra Menor. (En Hoy por Hoy León, 30 de octubre de 2015)
A cualquiera le pasa que
empieza un proyecto con la idea de hacer una obra menor y la cosa se le va de
las manos y empiezan a surgir posibilidades y un poquito de aquí y un poquito
de allá y el proyecto termina siendo una cosa diferente. A unos les sale una
terraza en el chalé, a otros un bar en la Plaza Mayor y hay a quien le sale un
restaurante de una franquicia famosa en todo el mundo. Yo no digo que sea este
el caso. No tengo ni idea y, si me apuras, tampoco quiero enterarme mucho, aunque
creo que es lo que siempre se ha dicho de la mujer del César, que no solo debe
ser honrada, sino que además debe parecerlo. No te digo ya nada del César. Por
eso me parece que todo el asunto del KFC y su edil promotor es un asunto que ya
debería estar resuelto. Todo debería estar sobre la mesa y posiblemente el
concejal debería haberle puesto las cosas fáciles al alcalde, no sé si
dimitiendo o explicando claramente toda la situación, para que efectivamente
todo el mundo comprenda con claridad que no hay ninguna irregularidad, si es
que es el caso. “No puedo ya más”, debería de haber dicho. “Ya más, no”.
Lo que pasa es que estamos
tan acostumbrados a hacer las cosas como nos parece, que creemos que todo vale.
Sabemos que los cimientos de la sociedad se construyen sobre la base de leyes
sólidas, pero el día a día de cada uno se construye como uno buenamente va
pudiendo y tiramos para adelante con todo lo nuestro con la idea de que no hacemos
nada malo, con la sensación de impunidad que nos otorga el hecho de que otras
muchas veces hemos hecho las cosas mal y nunca ha pasado nada. Me gusta mucho
ese concepto de obra menor. Apuesto a que en las leyes urbanísticas está
perfectamente definido lo que es eso, pero si jugamos a
retorcer las palabras, la obra menor da mucho juego. Por ejemplo, para
Messi marcar veinte goles en una temporada debe ser una obra menor, como es una
obra menor contar las palomas que hay en un palomar para alguien que sabe
hacerlo. En cambio a mí eso de las palomas siempre me pareció cosa de magia y
al delantero centro del Getafe igual los veinte goles se le hacen muchos. Me
imagino que para el constructor del Taj Mahal, la catedral de Astorga es una
minucia. Solo que a mí me gusta más la catedral de Astorga, creo.
Y hay obras menores que son
regalos del universo. Dime si no te parece un regalo del universo ese beso
furtivo arrancado al tiempo, esa margarita terca creciendo a codazos en medio
de todos los crisantemos, esa cara sonriente para sellar una conversación escrita
en el teléfono. Dime si no es una obra maestra el dibujo de un niño que pinta
en una calabaza todo lo que le dicta el miedo. Pequeñas obras maestras diarias
disfrazadas con proyectos de obra menor. Luego te sale un
porche, el Taj Mahal o un bar en la Plaza Mayor. Son cosas que pasan. Lo bonito
está en descubrir un pequeño tesoro oculto, una obra menor para guardar entre
tules. Fíjate en todo lo que se oculta debajo de la mirada de un adolescente
repleto de piercings, abandonado a su suerte en mitad de esta canallesca
sociedad de culto a la marca y piensa en una batalla de alitas de pollo, una
guerra de muslos y hamburguesas, un festival de kétchup volando de local en
local, locales construidos con licencias de obra que se tramitan tarde o que
incumplen alguna norma, porque, lo sabemos por Billy Wilder, con faldas y a lo
loco nadie es perfecto.
viernes, 23 de octubre de 2015
Muy difícil. (En Hoy por Hoy León, 23 de octubre de 2015)
“A mí es que es muy difícil
que algo no me guste”. La frase es de un amigo, mientras caminábamos por el
bosque que baja del mirador de Panderrueda hasta Oseja de Sajambre. Lo dijo, yo
lo sé, porque comentábamos lo hermoso que estaba el bosque, sacudiéndose el
verde de todos estos meses y luciendo los ocres, los rojizos, los marrones
teñidos por los carotenos. Habíamos dicho que el bosque nos arropaba en la
bajada y hablábamos de la calma, del silencio, de la deliciosa mañana de paseo
y comparábamos la suave marcha de ese día con otras caminatas más exigentes,
con otros paisajes más abiertos, con subidas a cotas más altas. Y no sabíamos
decidir qué momento era más satisfactorio, porque la belleza de ese bosque nos
atrapaba como lo habían hecho en otros días las peñas desnudas de otras
montañas. Y ahí lo dijo. Valdría decir que le gusta la naturaleza y que, en ese
sentido, igual de bien se siente en la arboleda que en la cumbre desnuda, pero
no dijo eso, sino que dijo que es muy difícil que algo no le guste y, cuando
alguien dice eso, se puede tomar por la vía del que no tiene criterio, del que
acepta como buena cualquier situación, del que devora cualquier bocado, el más
zafio y el más exquisito, con el mismo apetito voraz que no permite degustar
nada. En cambio, yo sé que no es así, que hay en la vida momentos en los que
encaja perfecto ese “es muy difícil que a mí algo no me guste”, porque son
momentos en los que sabes que todo es a favor, que ya has superado tantas
pruebas que vas a vivir cada historia como una posibilidad de gozo. Por eso
dijo Carlos que a él es muy difícil que algo no le guste, porque su sabiduría
le permite transmutar cada vivencia en un regalo, y eso que le ha tocado ir
viviendo, como a todos, un buen puñado de tragos malos.
El canchal, eso que dicen
los franceses que se llama “caos de rocas”, en este caso sembrado de rocas
enormes a la derecha del camino, el espectáculo de la montaña derretida, te
deja pensando en tu pequeñez casi en el mismo modo en que te sientes pequeño
cuando alcanzas una cima y admiras el dibujo de la cordillera o tienes el valle
inundado de nubes al alcance de tus pies. Pasear entre aquellas rocas enormes
arrancadas a la montaña, rocas que han ido acogiendo en su propia conformación
un conglomerado de otras piedras, te hace sentir pequeño, es cierto, pero esa
pequeñez te permite comprender que es muy difícil que algo no te guste. Y no se
trata de decir si es más bonito esto o aquello, si prefiero el vino del Bierzo
o el Prieto Picudo, si el queso de Valdeón o el de los Oteros, aunque pasando
por el Desfiladero de los Beyos, horas después, alguien decía que, como
siempre, la zona más bonita de los Picos de Europa es la que está en León y no
la que está en Asturias o en Cantabria. Luego, cuando cruzamos la raya de Oseja
y dejamos atrás León hubo que decir que en Asturias los Picos de Europa siguen
siendo una joya, porque todos nos habíamos contagiado de esa idea, la de que es
muy difícil que algo no me guste, cuando tengo claro que estoy buscando la belleza.
Ahora que tenemos el AVE
sobrevolando nuestro futuro, ahora que todo el mundo reclama tanto la marca
León como un destino tan a la mano, ahora que parece que ya no va a haber dos
oficinas de turismo y que se unificarán acciones, propongo ese eslogan, porque ya
no sé si es que nos parece bien todo y lo mismo nos da ocho que ochenta o es
que somos capaces de hacer de cualquier cosa algo valioso.
viernes, 16 de octubre de 2015
Lo visible y lo invisible. (En Hoy por Hoy León, 17 de octubre de 2015)
La primera vez que me sentí
verdaderamente atraído por la filosofía fue con la lectura de un fragmento de
“Lo visible y lo invisible”, un libro en el que Merleau-Ponty desarrolla esa
teoría tan divertida del entrecruzamiento entre el cuerpo del hombre y el mundo.
Puede que no fuera nada original, pero, cuando tenía diecisiete años, leer
aquel fragmento me colocó frente al mundo de un modo nuevo. Lo invisible no es
lo contradictorio de lo visible: lo visible tiene un armazón de invisible, y lo
in-visible es la contrapartida secreta de lo visible. Fíjate qué cosa tan
hermosa. Resulta que todo lo que no veo en ti es lo que te constituye o, si
quieres que te lo diga de otro modo, hay en ti un secreto, un ser inasible, un
armazón de materias y energías inalcanzable a mi percepción, que es lo que te
construye. De hecho, tu invisibilidad plena, la imposibilidad de saberte, la
certeza de tu desaparición en el instante mismo en el que termine mi
comentario, te hacen más presente, más real.
Lo dijo Rosita este fin de semana: “es muy fácil ver una montaña, eso
cualquiera lo ve; lo difícil es ver las cosas pequeñas”. Y a mí me apetece
retorcer un poco más el pensamiento y decirte que sí, que es verdad que
cualquiera puede ver una montaña, y que tiene mérito ver las cosas más
pequeñas, pero lo que verdaderamente me maravilla es contemplar lo invisible y
descubrir que es lo único que merece la pena. No lo digo como lo diría el
Principito. No estoy hablando de lo esencial, que es verdad que es invisible a
los ojos, lo digo en un sentido más fuerte, digo que lo invisible es el armazón
sobre el que se construye lo real. Lo que no está, lo que no se ve, lo que no
se toca es lo único importante, porque es ese misterio cuántico el que nos
construye.
Lo invisible es lo que
cuenta. Lo pensé estos días a cuenta de la noticia de las pintadas en la
Catedral. Lo pensé de esta manera: hay un joven que ha realizado pintadas
ofensivas en los muros exteriores de la Catedral; lo que se ve es bien
sencillo, es una montaña que cualquiera puede contemplar; letras azules
escritas con rotulador; consonantes; “p”, “t”, “v”, “g”, "n", “s”; vocales; “u”,
“a”, “i”, “e”; repetidas y combinadas mostrando una ofensa inaceptable; lo que
no se ve es más difícil de entender: más allá de si se trata o no de la
conducta de un enfermo mental, de si ya está reparado el daño, cuesta alcanzar
lo invisible del acto. Y me acordé de Merleau-Ponty, me acordé de que todo lo
que se muestra oculta un lado que no se muestra. Y vengo pensando toda esta
semana en este asunto, viendo en lo que se ve lo que está oculto y me llega el
eco de los botones que los senadores leoneses han apretado en el Senado votando
lo que no hubiera votado Herrera si fuese senador y me asomo a los cimientos
del nuevo restaurante de comida rápida que se construye con trabajos previos a
la concesión de la licencia de obras. Veo lo que veo.
También pienso en una niña
encerrada en el alambre de espino que la rodea. Una niña torturada por la vida que
oculta su drama anestesiándose en el humo de la marihuana para hacer invisible
lo que todos ven. Y, a veces, creo que es mejor no darse cuenta, mirar como
quien no ve ninguna montaña y vivir como si nada, porque hay mañanas que en el
café, sin llegar a los posos, somos capaces de adivinar lo que nos espera del
otro lado de las cosas, eso que dice Merleau-Ponty que nunca podemos ver. Pero
me puede el amor por lo invisible y tengo fe en que se pueden mover montañas.
sábado, 10 de octubre de 2015
Hojas podridas en el suelo. (En Hoy por Hoy León, 9 de octubre de 2015)
Uno vive en la confianza de
que todo permanece, aun sabiendo que todo cambia. O al revés, uno vive en la
creencia de que todo cambia, cuando en realidad todo permanece. Cualquiera de
los dos pensamientos sirve. A pesar de los cambios aparentes o superficiales,
la esencia de las cosas queda. Nos salen arrugas, se nos cae el pelo, se nos
dibujan bolsas debajo de los ojos, pero somos los mismos. Nos vemos en el
espejo y, aunque no sabemos quién es ese extraño que nos mira desde el otro
lado, sabemos quiénes somos, quiénes seguimos siendo a pesar del paso de los
años. El árbol del jardín es el mismo, aunque haya crecido tanto y ahora que
todavía conserva sus hojas, es el mismo que el que será dentro de unos días
cuando sus ramas estén desnudas. Uno y el mismo siempre a pesar del cambio. Solo
que también nos damos cuenta de que cada cosa que hay en el mundo se deteriora
o se crea a cada instante, se degrada o se perfecciona. Todo, absolutamente
todo, natural o artificial, está sujeto al paso del tiempo a la modificación
permanente, al cambio eterno que construye la permanencia en el flujo de la
realidad. Siempre distinto, en su cambiar, y siempre el mismo, ya sabes, como
las aguas del río.
Entonces, ¿con qué nos
quedamos? ¿Un caos siempre cambiante con apariencia de unidad o un orden
perfecto escondido bajo una apariencia de permanente movimiento? En el fondo,
¿qué más dará una cosa que la otra? ¿A quién le importa todo ese rollo
metafísico? Me enredo en cuestiones que no tienen ningún interés. Me lo decían
hace poco, que ya lo hice el viernes pasado, que me había enrollado sin salir
hacia ninguna conclusión clara. Es verdad. Me pierdo en mis propios
pensamientos y luego no sé salir de ellos, pero debes perdonarme, es pura perplejidad.
Es la perplejidad en la que me encuentro leyendo alguna de las noticias de la
semana pasada. Una del sábado, creo, o de este lunes a cuenta de lo que ha
ocurrido con las novatadas en la ULE. Fijo que esta perplejidad mía no es
exclusiva de lo leonés, seguro que algo así ha ocurrido en otras universidades.
En el día de la integración, me ha parecido leer, a los jóvenes estudiantes que
llegaban por primera vez a la Universidad se les ató con cinta americana, se
les lanzaron huevos y harina y se les hizo tragar alcohol con un embudo. No sé
si tú sientes la misma náusea que yo, la misma perplejidad. Si luego los chicos
que entraron en el Hospital en coma etílico lo hacían por esto o por otra
causa, casi que me da igual. Solo pienso en la situación, en lo que alguien con
un mínimo de inteligencia pueda encontrar de divertido en la escena de un
muchacho atado tragando alcohol por un embudo. No me da la perplejidad para
soltar ni una carcajada. Me da igual si se trata de las mismas bromas de
siempre con otro aspecto o si se trata de nuevas bromas con la misma pinta de
salvajada de siempre. Y no me importa si quienes se sometieron a tal vejación
lo hicieron forzada o voluntariamente. No quiero juzgar en absoluto la conducta
de nadie. Solo me apetece expresar mi perplejidad. Mi deseo de que esto no suceda,
aunque haya muchos chicos a quienes les apetezca ser humillados de este modo.
No creas que me he quedado a
gusto. Ya sé que estoy exagerando. Debo podar las ramas antes de que se les caigan
las hojas. Pienso en los árboles. En su desmán. En el modo adecuado de
controlar su afanoso crecimiento. En esforzarme y podar los árboles ahora,
antes de que se les caigan las hojas y se queden podridas en el suelo.
viernes, 2 de octubre de 2015
Uso terapéutico. (En Hoy por Hoy León, 2 de octubre de 2015)
Lo habrás oído mil veces.
Esta semana, sin ir más lejos, lo has oído en referencia al juicio por tráfico
de drogas que se ha seguido como pieza separada de la causa principal, contra
las acusadas de ser responsables de la muerte de Isabel Carrasco. Dicen, en su
defensa, que la marihuana que se encontró en su casa durante los registros
policiales era para uso terapéutico. Lo has oído en ese contexto, pretendiendo
convertir en algo legal lo que no lo es. Pero hoy yo quiero hablarte del uso
terapéutico en un contexto más amplio. Me gustaría pensar que mi reflexión de
hoy pudiera tener un uso terapéutico que sirviera para ayudarte quizá en una
hipotética limpieza de neuronas perezosas, una imposible cauterización de
células cordiales inservibles, una improbable devastación de fibras sensibles anuladas.
¿De qué podemos hacer un uso
terapéutico? Fíjate que los rusos y los franceses andan con el bisturí de las
bombas haciendo terapia en Siria y dicen que es algo ineludible para la paz.
Será verdad, ¿cómo se lo voy a discutir a quienes tienen tanta información y
deciden sobre la vida de las personas, aunque vivan a miles de kilómetros de
los despachos en los que nunca se ha mirado hacia una guerra con más de cinco
años y cientos de miles de muertes a la espalda? Yo no soy quien para discutir
ese uso terapéutico de la violencia. Solo puedo decir que no me ofrece
confianza una terapia tan decidida después de tantos años de tibieza. Algo que
no sabemos sale en el escáner del enfermo para que de repente haya una decisión
tan drástica en lo que se refiere al tratamiento del problema. ¿Será cosa de la
luna roja del otro día?
Podíamos haber hecho un uso
terapéutico de la luna, ya que la teníamos tan cerca. Se me ocurre que
hubiéramos curado muchas indiferencias con una dosis adecuada de su luz, porque
la luz de esa luna de sangre, esa luna tan próxima, actúa de manera eficaz en
la sensibilidad de los que no saben ver las cosas bellas. No sé si lo has
probado. Es como decir que, detrás de la oscuridad de todos los días, hay un
agujero en el cielo por el que se cuela la belleza. Tienes que aprender a
verlo, ya lo sé. Pero a todo hay que ir haciéndose. Hasta respirar por primera
vez nos cuesta y es algo sin lo que no podemos vivir.
Me gustaría fomentar un uso
terapéutico de la sonrisa, del “buenos días”, del “por favor” y del “gracias”.
Controlando las dosis, no te vayas a pensar, que de sobra sabemos que todas las
medicinas tienen un nivel de tolerancia y cada vez es menor el efecto que
producen, si se toman en cantidades inapropiadas. Ya sabes que de las medicinas
no se debe abusar y hay que tomarlas bajo prescripción facultativa y no vale
decir que es algo que te recomendó una amiga, porque a veces las amigas nos
recomiendan medicinas amargas que no sirven para nada. Me gustaría encontrar un
uso terapéutico de la amistad. Una droga tan poderosa como esa debería estar
prohibida sin prospecto de uso, sin posología, sin relación de
contraindicaciones. Hacemos tantas veces un uso tan utilitarista de la amistad
que creemos que los males del espíritu se curan solos, se deshinchan como el
ibuprofeno combate la inflamación de los tejidos con solo tirar del blíster en
el que tenemos escondidos a los amigos. Y no es así. Siempre hay un modo
inadecuado de medicarse.
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