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sábado, 28 de mayo de 2016

Regaliz. (En Hoy por Hoy León, 27 de mayo de 2016)

         El hecho es que, con la fábrica, se queman tantas cosas que me pierdo en su enumeración. La cuestión de los bomberos me resulta tangencial en el momento en el que se sitúa en el centro de la imagen el humo que se lleva envuelto el día a día de personas que se encontraron una vida nueva en el rescoldo de las llamas; una vida nueva que no querían, una vida abrasada en la grasa derretida por el fuego.

¿Por qué se quema una fábrica? ¿Qué se quema, cuando se quema una fábrica que está a punto de dar el salto a un nuevo mercado, un mercado tan extenso como el chino, tan dispuesto a consumir, tan atractivo? ¿Cuál es la chispa que enciende el desastre? Recuerdo, de pequeño, el incendio de una fábrica de tejidos en mi pueblo, una fábrica que después resurgió de sus cenizas y se hizo mucho más grande de lo que era antes de incendiarse. Recuerdo el pavor que me produjeron las llamas y tuve esa sensación de “no-somos-nadie” que acompaña las grandes catástrofes. También, como aquí, ocurrió que muchas de las personas que trabajaban para la empresa no estaban directamente empleadas en ella y creo que tuvieron que asumir el tiempo que estuvieron sin trabajar sin percibir ningún tipo de ayuda. Eran otros tiempos, desde luego, tiempos en los que a la administración no se le exigía del modo en el que se le exige ahora, aunque quizá, y ojalá me equivoque, el resultado sea el mismo a pesar de todo. ¿Por qué arde una ilusión? ¿Por qué se convierte en humo un modo de vida? Creo que lo que ocurre es que todo lo que es combustible termina por ser fuego, como pasa con un roce, una mirada, un verso. Hay versos que se incendian solos, miradas que encienden sueños, roces que queman la piel, pero eso solo nos pasaba a los quince años. Vale, sí, también a los diecisiete. Creo que es un poco lo que te pasa, que estás en ese fuego y la carne, el embutido entero, se incinera entre los gritos exigentes de quienes lo pierden todo.

Por eso te enciende que te roben las piedras de ese modo, que se las lleven en la impunidad de tu ausencia, que construyan su pared con lo que es tuyo, que te dejen sin muro en esa casa en Cacabillo. Ya sé que los has visto, que los denuncias en el FaceBook, que los abrasas, pero no tienes cómo apagar esa hoguera, porque los hombres que no están dónde deben son incapaces de extinguir nada. Es un libro que ha caído milagrosamente entre mis manos, es un poemario de Daniel Faria: Hombres que son como lugares mal situados. Y es lo que nos pasa, que somos como lugares que no están donde deben y nos roban las piedras y nos descomponen y nos desaparece la casa. Pero dice Faria que “muchas mujeres se convierten en paisajes”, porque ellas sí se mantienen piedra sobre piedra y no se desvanecen, ni arden, ni se queman, sino que se hunden en sí mismas y “se transforman en huertos”.


Creo que ya lo sabes, creo que lo entiendes bien, que el regaliz es la aspirina del corazón. Y en la saliva que lo envuelve está el secreto para mantener a salvo de cualquier fuego las piedras de la fábrica. El corazón de tu impulso se hace roca, cuando separas lo que puede arder de lo que no se mezcla nunca con el aire y permanece a salvo entre jamones que se secan a la espera del momento en que enseñarán su veta blanca entre la carne rosada. Y desaparecerán en la mesa de algún restaurante de Saigón.

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