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viernes, 28 de octubre de 2016
Crema de torreznos. (En Hoy por Hoy León, 28 de octubre de 2016)
“¿Qué es la crema de
naranja?”, le preguntó a la camarera que le acababa de recitar de corrido la
lista de los postres. Ella le sonrió amablemente y le dijo: “lo mismo que la
crema de limón, pero con naranja”. Al cliente no le pareció mal. Al contrario. Encajó
la broma con estilo deportivo, como quien encaja un siete a uno y sale del
campo tan contento, con la sensación de haber ganado, así es que eligió la
crema de naranja y siguió conversando con su colega. Se veía que eran compañeros
de trabajo y estaban analizando los pros y contras de una operación
comercial. No estaban vestidos con el típico uniforme de guerra de los
ejecutivos, sino que tenían un aspecto normal, de personas normales, como somos
normales todos los que somos normales.
Ya me ves venir, ¿verdad? Es
que esto de ser normal me parece un poco delicado. Sí, porque estábamos
hablando el viernes pasado de una atrocidad, hablábamos de lo que nos habían
contado y fíjate que yo te decía que no me parecía que fuera bueno que la
víctima hiciera aquellas declaraciones. Te decía que me ponía en su piel y
sentía su dolor. Y sigo pensando que la atrocidad existe, que la crema de
naranja es lo mismo que la crema de limón, pero con naranja, que el hecho de
que la policía haya descubierto que fue ella misma quien simuló la agresión
obviamente sitúa la cuestión en otro escenario, pero sigue siendo más de lo
mismo, sufrimiento innecesario, absurda violencia. No tengo ni idea de qué es
lo que puede haber pasado en todo esto, no comprendo por qué alguien puede
llegar a simular algo así. Imagina el grado de distanciamiento de la realidad
que alguien debe tener para llegar a hacer eso. Es crema, es lo mismo, es
violencia, es dolor. Es crema de autolesiones en lugar de crema de agresión,
tal vez crema de odio, crema de simulación, crema de engaño. Y ese despliegue
morboso de la idea del pegamento en el que caímos todos, alentados por aquella
forma de airear los detalles más escabrosos de la ahora descubierta como falsa
agresión, nos deja a todos con un palmo de narices. Aunque no del todo, porque
todo aquello que dijimos sigue valiendo bajo el supuesto de que estuviésemos
comiendo supuesta crema de naranja, porque somos gente normal y es a la gente
normal a la que le pasan estas cosas.
Y te digo más. Aquellos dos
colegas de trabajo que encajaron sin pestañear la guasa de la camarera, se
tomaron su crema de naranja como si fuese crema de limón, saboreando cada
cucharada del mismo modo en el que habrían saboreado una crema del néctar más
delicioso, pero podían estar simulando, podrían estar aparentando ser gente
normal y no serlo, porque detrás de cada detalle mínimo de la vida se esconde
una historia entera, quizá una historia de auténtico terror. Quizá en el fondo
de todo esto que comentamos del pegamento solo exista eso, inseguridad, miedo,
pánico o tal vez venganza fría. ¿Quién lo puede saber en este estado de cosas?
A mí lo que me sobrecoge es
pensar que eso le pasa a la gente normal, que un día la mirada se sube a los
raíles del desvarío y uno se cree que sigue siendo una persona normal mientras
se come una crema de limón que no es tal, una crema que pudiera ser, ponte por
caso, igual que la crema de limón, pero de torreznos. Y es que las gafas de ver
el mundo como gente normal son, en ocasiones, engañosas.
domingo, 23 de octubre de 2016
Pegamento. (En Hoy por Hoy León, 21 de octubre de 2016)
Hoy te traigo un número de
juegos malabares con tres palabras: fundido, difundido y confundido. Ya sé que
el tema debería de ser el modo de conseguir entradas para el partido del
miércoles, pero para eso ya tienes una guía en la web de Radio León que te
explica todos los vericuetos. Eso sí que son juegos malabares. Ya verás cómo el
miércoles es una fiesta el Reino de León y todo el mundo disfruta de la noche
como de una de esas grandes noches de gala en las que parece que el mismo aire
que respiras va vestido de largo y lleva lentejuelas. Poco importa que seas o
no del Madrid. Si puedes y te gusta el fútbol vas a ir o lo vas a intentar y
vas a emocionarte con esa sensación tan especial de los días de magia.
Te sentirás confundido en la
masa, fundido con los demás, difundido a todo el planeta formando parte de ese
rostro sin máscara que es el público. Esa manera de estar, de dejar de ser uno
para ser la masa, produce una psicología diferente del comportamiento humano.
Lo hemos visto con los hooligans polacos en su versión más cafre, pero sabes a
qué me refiero, porque ese sentimiento colectivo, ese fundirse, confundirse,
difundirse en la masa, provoca en ocasiones un bienestar que genera adicción.
Ya lo hemos hablado más veces. Las grandes concentraciones de personas alteran la
percepción de la realidad. Goebbels lo sabía muy bien. A veces esa impunidad de
masa se extiende después al comportamiento ordinario y nos comportamos en
pequeños grupos como jamás nos comportaríamos a nivel individual. Es lo que te
contaba de los polacos el martes.
Y, en muy pocas ocasiones,
pero muchas más de las que deberíamos permitir, algunos se dejan cegar por lo
que les van contando a su alrededor y se transforman ellos en un subproducto de
la masa y entonces se convierten en salvajes capaces de las peores atrocidades.
Y dan rienda suelta a su frustración, a su dolor o a su sencilla incapacidad
para aceptar la realidad y cometen las peores tropelías, apoyándose en una
supuesta situación de superioridad. Esa falsa percepción de la realidad no les
exculpa, porque se asienta sobre la creencia de que el otro, la otra en este
desgraciado asunto, es un objeto de su propiedad. Ya sé que hay grados en todo
esto del maltrato, que es muy difícil saber decir en dónde empieza el maltrato,
porque damos por buenas muchas maneras de relacionarnos que suponen agresiones
encubiertas. No es una puñalada, pero, cuando decimos “mira qué pinta llevas,
pareces yo que sé qué”, ya estamos traspasando la frontera de lo admisible.
Quiero decir que es una barbaridad lo que ha pasado esta semana. No obstante,
no sé si necesitábamos conocer todos los detalles. Tampoco tengo claro que fuera
bueno que la víctima hiciera declaraciones. Me pongo en la piel de esa mujer
tan despreciablemente vejada y agredida. Es importante la visibilidad, cierto,
pero, ¡qué dolor! ¿No te parece?
Hay que difundirlo. Lo sé.
Pero me siento confundido. Fundido con ella, para volver a los malabares del
principio. No hay disolvente suficiente para separar el modo en que mi dolor se
pega al de ella. Pero no sé si hacía falta que estuviese en el foco de todos
los medios. Con lo que nos había contado su abogada era suficiente. La masa
necesita un buen rodillo para estirarse y amasarse y hay que darle duro para
que luego se convierta en pan, eso está claro. ¡Ojalá que el miércoles disfrutes
del partido!
viernes, 14 de octubre de 2016
Gran Lujo. (En Hoy por Hoy León, 14 de octubre de 2016)
El
hecho de que el Parador de San Marcos ya no ostente la categoría de Gran Lujo
me lleva, ya te lo puedes imaginar, a pararme a pensar en qué es eso que pueda
llamarse lujo y, una vez descubierto en qué consiste, intentar saber cómo se
alcanza a lo grande, más que nada para poder saber qué es lo que se ha perdido,
porque otra cosa es decidir si eso del lujo es algo importante, algo que merezca
la pena perseguir.
En
principio veo que “lujo” es algo que puede uno permitirse o no, es decir, que
no está al alcance de cualquiera y que para aquellos que lo tienen a su alcance
es optativo, en el sentido de que tiene un punto de “me da o no me da” por la
cosa del lujo. Cuentan de Amancio Ortega que hubo una época en la que se le
podía ver en la playa de Silgar como un bañista más, que le gustaba estar allí
sin más lujo que el de estar en una playa de la Ría de Pontevedra, aprovechando
esa idea falsa de que en bañador todos somos iguales. Ignoro si la anécdota es
verídica y me imagino que en el modo en el que debe vivir ese hombre
actualmente le será bastante incómodo ponerse en bañador al lado de todo el
mundo. Quizá sea ahora un lujo para él pasar desapercibido entre la gente y
poder tomar el sol en la playa tumbado en la toalla como un paisano más. ¿Acaso
no es un lujo tomarse un vermú en el Húmedo sin que nadie te señale? Quiero
decir que son cosas de las que algunos ya no pueden disfrutar. Imagínate a Brad
Pitt en la barra de un bar tomándose una morcilla con un permanente, “que no
hombre, que no soy yo, que es que me parezco mucho a mí mismo”.
Un
gran lujo es poder hablarte y que me entiendas. A veces dejamos de lado lujos asiáticos
que no puede ofrecernos ningún Parador. ¿Con qué puede pagarse el lujo de que
alguien te diga que siempre que quieras te ofrece un oído que te escucha?
Asociamos el lujo con lo inalcanzable, con lo que es caro. Ropas, muebles,
casas, coches, viajes de lujo. Y empleamos en sentido figurado la expresión
“estar de lujo”, “tener un amigo de lujo”. No sé si te acuerdas de aquellas
artistas americanas que se nos colaban en el salón de casa para anunciarnos un
jabón que era la materialización del lujo. Lux, se llamaba, el jabón de las
estrellas. Todavía Lux se anuncia de ese modo. Hace anuncios con las estrellas
de Bollywood y acaba de lanzar en Japón la campaña de un champú con Scarlett
Johansson y Hatsune Miku, abundando en esa idea deleznable de la mujer como
objeto. Mujer de lujo, jabón de lujo.
Lo
que sucede es que una pastilla de jabón puede ser efectivamente un lujo. Cuando
veo las imágenes desoladoras de los destrozos del huracán en Haití, pienso que
es un lujo vivir en Florida aunque ese mismo huracán haya arrasado tu casa,
porque no son las mismas condiciones. Y pienso que es un lujo vivir en León
cuando me doy cuenta de lo que significa perder tu casa en un huracán, por
mucho que sea un lujo el sol de la Florida en estas tardes plomizas de otoño.
El lujo es una cuestión de medida y de necesidad. Para ti puede ser un lujo lo
que para mí es algo cotidiano y al revés. Pensamos que el lujo tiene que ver
con lo superfluo, con lo que no es necesario y eso que yo sé que es un lujo tan
grande hablar contigo y que me escuches, que empiezo a ver en ello la plenitud
y la abundancia que se promete bajo su definición.
viernes, 7 de octubre de 2016
¡Ay, madre! (En Hoy por Hoy León, 7 de octubre de 2016)
Tengo
entendido que hay un Spiderman negro que lucha contra el Spiderman bueno, que
creo que es de color rojo y azul para no molestar a nadie. ¿Te imaginas a
Spiderman revisando las placas para saber de verdad cómo se llaman las calles?
Lo escuchaba en la radio y me parecía divertida la situación, porque era como
que o bien los alcaldes no sabían el nombre de las calles de su pueblo o el
abogado que ha interpuesto la demanda por los nombres franquistas lo hubiera
hecho con un callejero trasnochado. La realidad, una vez más, no es la misma
dependiendo de quien la mire. Spiderman negro frente a Spiderman en color. Y
siempre me sale la misma pregunta, ¿de qué lado estoy yo? ¿Puedo estar seguro
de que Black Spider, o como se llame, no tiene nada que ver conmigo? Uno nunca sabe
por dónde se cuela la oscuridad. Creemos que estamos a salvo, que el poder de
la verdad alumbra todo lo que vemos, pero no es así. La verdad se manipula, se
masajea, se adereza, se envuelve, se distorsiona, se cree. Si hubiese una
verdad ajena al mundo, sería una verdad que se sabría y estaría al alcance de
la razón, no en el fango de los sentimientos. Claro que también dicen que la
verdad es sentimiento y no razón, que la razón es un invento de la moral contra
la vida. La conveniencia de la moral frente al impulso irrefrenable de la vida.
Es difícil saber si uno se apunta al negro o al color.
Pero
en el tema de las calles no hay discusión. Los nombres de los lugares
evolucionan y, aunque al fijar por escrito los nombres de los sitios se frena
esa deriva de la lengua, sí que entendemos que hay que cambiar el nombre a esas
calles que ya no representan el sentir de la gente. La razón y el sentimiento
se dan la mano y obligan a cambiar los letreros. Yo he vivido mi infancia en la
calle del arroyuelo, que no se llama así. No la busques en el callejero, que es
de un pueblo de La Mancha, pero me gusta ese nombre más que el que tiene,
porque hace referencia al agua y la mayoría de los topónimos, como defiende el
Padre Martino, que es una autoridad en esto, tienen su origen en alguna voz
antigua de la palabra “agua”. Porque el agua es la vida. Por cierto que puede que
alguien que ha dedicado tanto esfuerzo a estudiar de dónde vienen los nombres
de los sitios deba tener un sitio para su nombre.
El
día de San Froilán subía río arriba desde el Tanatorio de Eras. Venía pensando
en Pepe Muñiz. Pensaba que hay un momento en el que comprendemos que la vida la
tenemos que vivir siempre solos, que las personas que nos acompañan no están en
nuestra vida, sino en la suya y que, sencillamente, llega un momento en el que
la terminan, como nosotros vamos a terminar la nuestra. Lo malo es que las
vidas se entrecruzan y cuando se va alguien que ocupa tanto en la tuya, queda
un vacío que no lo llena nada. Venía pensando en eso, pensando en las mujeres
del siglo pasado, las mujeres que han abierto el mundo, y me encontré en la
calle de Clara Campoamor. Me quedé absorto en el busto que hay en el jardín y
la mañana era calmada y bella. La luz de la verdad iluminaba las hojas que en
nada estarán en el suelo y la memoria de la lucha de las mujeres por el derecho
al voto se hizo visible en la placa con el nombre de la calle. Pensé en la
madre de Pepe, en el valor de tantas como ella de haber vivido un siglo nuevo,
un siglo que abre el camino que tenemos que aprender a andar. Pensé que es
importante elegir bien los nombres de las calles y eso que a mí me haría gracia
vivir en la calle Hulk, por evitar a Spiderman, supongo.
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