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viernes, 16 de diciembre de 2016

Rafa, cariño, ¡apestas! (En Hoy por Hoy León, 16 de diciembre de 2016)

Ya sabes que hay veces que decimos que se nos funde un fusible y tomamos decisiones alocadas o desmedidas o desalmadas. Como que se nos queda hueca una parte del cerebro o del corazón, depende del registro en el que se instale la caja de los fusibles, y actuamos sin que todos los circuitos estén a pleno rendimiento. Esa frase tan popular cuando los contadores estaban en las casas y tenían una pieza de porcelana con un alambre, ha ido perdiendo su referencia, pero no significado. Todavía decimos cuando estamos muy cansados que llegamos con los “plomos fundidos”, describiendo aquel momento de palmatoria y desesperación en el que había que arreglar los fusibles para recuperar la corriente eléctrica. Y se nos “funden los plomos” cuando algo nos llega de manera tan profunda que nos desborda, cuando la intensidad de la corriente que nos recorre es excesiva. A veces pasa. A veces se nos funden los plomos.

Me gusta pensar que ese “fusible” nuestro podría traducirse en “sensible”, que ese hilo de cobre que protege las instalaciones eléctricas es un cordón de sentimientos cuando se trata de proteger nuestro corazón o una cinta de sinapsis neuronales que conducen a algún rincón especialmente recóndito, cuando lo que se protege es el cerebro. Y ocurre que, a veces, esa delicada fibra se abrasa por la intensidad de lo que sucede. Vengo pensándolo desde hace tiempo, desde que un compañero me contó cómo falleció su esposa mientras iban al hospital. Me contó que, mientras iban en el taxi, notó en su propia mano la mano de ella dejando de palpitar.

También lo he sentido este fin de semana con el fallecimiento del esposo de una compañera. Un fallecimiento repentino. Una brutalidad de la naturaleza arrebatando la vida a un hombre todavía tan joven. En el tanatorio, un profesor con nombre de profeta aseguraba que estas situaciones nos colocan, que, en contra de lo que muchos dicen, algo así no nos descoloca, sino que nos sitúa en el momento exacto en el que estamos, en el lugar único que ocupamos; El tiempo y el espacio que nos corresponden. Aquí y ahora, realidad total, sea tenebrosa o ese soñado mundo de ponis. “Lo que quiero es no hacer nada y luego descansar”, dijo alguien a quien quiero mucho y que ahora no puede moverse. “Hemos venido a sufrir y a trabajar; Estoy enfermo; Vamos a perder nuestra amistad; El amor es imposible; Estoy muerto de asco; Estoy fundido”. ¡Cuántas veces empleamos decretos semejantes sin darnos cuenta de que decir esas cosas de nosotros termina por construir nuestra propia realidad!


Y llega un día en el que se te funden los fusibles. Se te estropea el “sensible” y te conviertes no en un insensible, sino en uno de esos “sin sensibles”, gente que está ya tan requemada que no tiene ni un hilito de sensibilidad. Era lunes. Hacía una tarde espléndida de sol. La iglesia de Carbajal se había quedado pequeña para acompañar a las tres mujeres que lloraban sin cesar. El coro cantaba que, al final, es de amor de lo único que habrá examen. Y yo sentía que la intensidad del momento sobrepasaba el amperaje de mi “sensible” y notaba el olor de lo que se me requemaba por dentro. “Rafa, cariño, ¡apestas!”, me dije.

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