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sábado, 30 de diciembre de 2017
Abracadabra. (En Hoy por Hoy León, 29 de diciembre de 2017)
A dos días del final del año tiene uno la tentación
de hacer recuento de los días que han pasado. Parece que esas fechas que se
dibujan como metas en el calendario, el treinta y uno de diciembre, el día del
cumpleaños, el día de cierto aniversario, son momentos oportunos para la
recapitulación, para eso que en el catecismo que nos aprendíamos de niños se
llamaba –y se sigue llamando, claro- “examen de conciencia”. Tendemos a la
exageración en todo. Ya lo ves en los resúmenes de noticias que nos llegan por
todas partes, incluso en ese que te brinda FaceBook en el que el protagonista
eres tú. Siento que esa exageración de la que hablo acaba siendo una agresión
sensiblera que se reproduce en cada recapitulación. Quizá es que tengo el
corazón en piedra y no me siento con capacidad para estas lágrimas de fin de
año. Creo que en ese examen continuo de conciencia estamos completamente
perdidos y es mejor mantenerse en la idea mágica de que las cosas que van
pasando son fruto de nuestro quehacer y, por tanto, son nuestra responsabilidad
y no resultado de un azar misterioso que coloca los acontecimientos uno tras
otro en un carrusel emotivo de momentos brillantes para recordar.
Pero, en la magia, la clave
está en que lo que es no parece lo que es, o dicho más a lo clásico: “Nada por
aquí, nada por allá, mais voila”. Donde parece que no hay nada aparece algo,
donde parece que hay algo, resulta que no hay nada. Esa magia en la conciencia
de los días es quizá la salvación, la forma de esquivar la condena moral de tus
quehaceres. Nada por aquí, nada por allá, lo que pasó, pasó y no hay nada que
lo pueda remediar. Y un ramo de flores o un conejo surgen de la chistera para
dejarte boquiabierto y no pensar más.
Ya sabes que en estos días de Navidad uno de los
trucos de magia preferidos de la vida es hacer que se te aparezcan personas que
hace mucho tiempo que no ves. A mí se me apareció una de esas personas que
tienes en altares antiguos y que ya piensas que nunca más volverás a encontrar.
Solo pude hablar con ella diez minutos. Las personas como ella tienen el tiempo
justo para casi todo, porque se deben a muchos. Pero en esos diez minutos
aprovechó para decirme que, a pesar de su brillante carrera en el Derecho, ha
estudiado filosofía y está enganchada a lecturas de ética. ¿Qué mayor magia que
la de la moral?
Por eso hoy te traigo y te llevo por el tema del
recuento. Por eso me apetece hacerte frenar un poco en la inercia de estos días
y serenarte para que pienses en la importancia de cada acto. No porque después
te tengas que examinar. No porque luego vayas a sentir la punzada de la culpa.
No porque dependa de esa acción tu felicidad o la de los otros. Solo porque ser
consciente de que cada acto es importante es lo que hace de tu vida algo
verdaderamente mágico, algo especial. Si no importa lo que hacemos, ¿qué
importa?
Me pregunto si será por eso que el festival de magia
se llama Festival Internacional León Vive
la Magia, incluyendo las palabras “magia” y “vive” de forma tan cercana. Me
gusta más hablar de magia que de ilusionismo, porque es verdad que los trucos
de magia que nos muestran los magos en los escenarios son meras ilusiones, pero
esa ilusión es tan real y poderosa como lo es cada acto de nuestra vida. No
pierdas la ilusión de la magia, no confundas una ilusión con otra. Vive la
magia. La magia de cada instante es lo mejor que tenemos.
viernes, 22 de diciembre de 2017
Manual de urbanidad. (En Hoy por Hoy León, 22 de diciembre de 2017)
Está escrito en mi manual de urbanidad que no se
debe importunar con preguntas impertinentes. Importunar e impertinencia son dos
palabras exquisitas en el manual de las buenas maneras, ese que tienes que
desempolvar para estar a bien en todo en este fin de semana de buenos deseos,
estos días locos del buen rollo obligatorio.
Me parece que el elemento clave de la Navidad es
esta obligada necesidad de buenos sentimientos, más allá del consumismo o de la
típica historia de las cenas familiares con toda su miscelánea de armonías y
disonancias. Por eso es necesario desempolvar el manual de urbanidad como
metáfora de ese deseo de que todo luzca en su sitio, todo se encaje con
elegancia y los villancicos suenen en el frío de más allá de los cristales como
un elemento más del confort interior. Ahora que ya es invierno no tenemos
ninguna necesidad de seguir esperándolo y, sin embargo estamos aquí diciendo
que viene el invierno, que está llegando, que se anuncia en ese Juego de Tronos
de la política nacional, que lo peor está por venir, que esa idea de que la
economía renace será pertinente para muchos, pero es impertinente para los más.
Esa cosa neoplatónica de que todo fluye de arriba para abajo, esa emanación
supuesta que llega a todo desde lo más a lo menos, de forma que la bonanza
económica va alcanzando desde los más poderosos a los que menos pueden, es una
metáfora incierta. Quizá es por eso que han colocado en la Plaza de San Marcelo
esa fuente de luz en blancos y azules que recuerda un poco la idea de Plotino,
o al menos la idea que yo me hacía de eso de la emanación cuando estudiaba su
filosofía.
A mí particularmente la fuente no me gusta, pero me
imagino que sobre gustos no hay nada escrito, no es como la urbanidad. Lo que
pasa es que, como he dicho que no quiero hacer preguntas inoportunas, no voy a
preguntarme cuánto puede costar un adorno como ese. Alguien me sopló una
posible cifra en el transcurso de una cena, pero no quiero ser mezquino en la
víspera del fin de semana de Navidad. Sigamos con el buen rollo de estos días y
sumémonos al tren del gastar porque en estos días hay que gastar. Y sí,
tendremos que confiar en que esa fuente de la Plaza de San Marcelo, tan cerca
de los símbolos de este nuevo León que ruge su recién conquistada vitola de
capital gastronómica, sea una estampa de la abundancia, de la bienaventuranza,
de la prosperidad que ojalá este año tan prometedor termine por traernos a
todos.
Entre tanto me leeré otras líneas del manual de
urbanidad. Me fijaré en esa que resalta la regla de las tres “eses”, porque es
verdad que hay cosas que uno debe de hacer a solas, en sábado y al sol, que la
discreción es una virtud que las redes sociales están poniendo fuera de juego y
en las fotos que publicarás en el Instagram debes tener claro que no puede
aparecer el rictus de desagrado de tu hermano el pequeño, ni la mirada
despectiva de la tía de Alicante, ni el “michelín”
desabotonado de la barriga de ese sobrino de Bilbao que sabe todo sobre todas
las cosas.
No seamos inoportunos ni impertinentes. Tengamos la
fiesta en paz.
viernes, 15 de diciembre de 2017
Una lágrima del mejor hombre del mundo. (En Hoy por Hoy León, 15 de diciembre de 2017)
El mejor hombre del mundo tenía en el ojo izquierdo
una lágrima. A veces ocurre que una lágrima se queda sin derramar, agarrada a
las pestañas del párpado o simplemente navegando por la esclerótica del ojo sin
terminar de saltar al vacío. Creo que sabes de lo que te hablo, aunque no estoy
seguro de que todo el mundo haya experimentado esa sensación.
Al mejor hombre del mundo no le queda bien llorar, y
eso que sabe hacerlo y lo ha demostrado en muchas ocasiones; pero no te
confundas: no le queda bien llorar no porque sea un hombre, sino porque su
mirada está hecha para la risa. El mejor hombre del mundo, sin ser un hombre
superior, ha aprendido a reír obedeciendo ciegamente el mandato de un loco
alemán y sabe que el mundo es mejor desde que la risa espanta el miedo, la
culpa, el dolor y toda esa mochila de pesadas piedras que arrastran quienes
todavía no han aprendido a santificar el valor de la alegría. No obstante, ese
día, tenía una lágrima asomada al ojo izquierdo, una lágrima brillante y firme,
perfecta en su definición, dispuesta a rodar por la mejilla en cualquier
momento en el instante mismo en el que fuera preciso.
Entiendo que esa lágrima tan bien dispuesta en su
desborde, podría ser equivalente a la que se llorara por la muerte del Gran
Sidoro el de Casa Isidoro, el que tantas ideas de mágico realismo montañés ha
derramado en los artículos de Fulgencio Fernández, si es que se permiten las
lágrimas en el grupo de filósofos de lo rural sin obra publicada, que espero
que sí. Una lágrima parmenídea en su perfección como si se llorase a la vez de
pena, de alegría, de rabia, de pura risa, porque todas las emociones se resumen
en una sola que es la belleza.
Ocurre que la noticia más impactante de la semana
puede no ser de titular a cinco columnas, como es el caso. Fíjate que ese mismo
día que se supo lo del premio a Fulgencio por su libro Leonesas y pioneras, se supieron otras cosas que nos pusieron en
vilo, otras historias que nublaron en los titulares de las noticias de cada uno
lo sabido por todos. A toda página viene escrito lo que de verdad importa, más
allá de lo que a nosotros nos pasa. Es como que esa lágrima en el borde del
párpado del mejor hombre del mundo no es noticia sino para él, como la muerte
de Sidoro lo es para unos pocos, como el premio a los mejores libros leoneses
del año se queda donde se queda. Para otros solo cuenta el partido del ADEMAR
contra el Valladolid con esa victoria escasa tras una primera parte de vértigo
que prometía una paliza o para otros el llenazo del Salón de Actos del
Ayuntamiento en el asunto del “León, Manjar de Reyes”,
que se entiende que atraerá tanto a tantos.
Me paro a
pensar en esa inmensa fractura entre el titular del día y la lágrima contenida
del mejor hombre del mundo. ¿Por qué llora? ¿Qué acontecimiento terrible
provocará en él semejante escalofrío? ¿A qué reporteros podremos preguntar por
su tristeza? ¿A quién importará lo que suceda en un solo corazón por mucho que
sea el corazón que late en el pecho del mejor hombre del mundo? Algún día
terminará esa lacra y ningún hombre se creerá en el derecho de obligar a una
mujer por encima de un “no”, algún día el mejor hombre del mundo dejará que
desaparezca esa lágrima eternamente lista para ser llorada.
viernes, 1 de diciembre de 2017
Pequeño cementerio de mascotas. (En Hoy por Hoy León, 1 de diciembre de 2017)
Desde hace siete años tiene una ocupación todos los
días. No puede faltar ninguno. Cada día, antes de que se ponga el sol, tiene
que sacar a su mascota y no ha fallado desde entonces ni uno solo. “Y es un
bicho que no te tiene ningún cariño”, me decía. “Es un bicho muy territorial
que sabe que tiene comida fácil. En realidad no es que vuelva cada tarde, es
que nunca se ha ido”. Son los sacrificios ocultos de la cetrería, eso que no se
ve en las exhibiciones. Cuando el cetrero le levanta la capucha al halcón, hay
un bufido de desprecio. Un gesto contra el domador domado, ese que tiene que
estirar el brazo con el guante, ese que tiene que llevar a su halcón al palomar
para que pueda satisfacer la pulsión ciega de la caza, el instinto de muerte.
Yo añoro a mis dos perros. Los dos han muerto, quizá
por mi inconsciencia, porque cuando muere quien depende tanto de ti puede que
haya algo en lo que no has estado del todo atento. Digo puede, solo puede,
porque ojalá que fuésemos capaces de controlar todos los factores, aunque esa
angustia de sabernos controladores perfectos también acabaría con nosotros. Es
verdad que en la historia del halcón hay un doble fondo de animal libre y
prisionero que no comparte la vida de humano de la mayoría de las mascotas
perro, para quienes queda muy atrás la categoría mascota y adquieren, cuando
menos, la de compañero, amigo, y hay hasta quienes llegan a concederles la
condición de hijo, de bebé, de hermano. Un halcón no es nada de eso. En un
halcón uno admira la belleza del vuelo, la velocidad del rayo, la determinación
de la caza. Son cosas que imagino, porque nunca se me habría ocurrido tener un
halcón como mascota, pero, cuando escuchaba esta historia de amor esclavo,
-¡siete años sin dejar de volar todos los días a su halcón!- pensé en el viejo
chiste del perro que saca a su amo a pasear, esa inversión de términos en la
que el cetrero es la mascota del halcón, ese desplazamiento del centro del
universo que no nos terminamos de creer a pesar de lo que demostró Copérnico.
Me siento mascota de mi trabajo, de mis pequeñas
adicciones. Mascota de la incierta soledad del miedo permanente a la desdicha,
mascota de mis propias engreídas pretensiones. Estás en la rueda del hámster
todas las mañanas revolviendo el café mientras escuchas en la radio las
noticias. Estás en el laberinto de la rata caminando hacia el trabajo o al
mercado o a llevar a los niños al colegio. Estás en la celda del zoo a la hora
de la comida, en el foso de los osos polares a la de la siesta, en la falsa
libertad del estanque de los peces dorados cuando llega la tarde y te
desperezas de tus rutinas. Duermes en el terrario de las arañas. Eres halcón
brillante en alguno de tus sueños y regresas al brazo del cetrero y a la
caperuza con el ruido del despertador. ¡Todos los días del año volando al
halcón para que no se muera!
Pero si se muere, te cuento un secreto: hay un
pequeño cementerio de mascotas en un pueblo de aquí al lado. Los niños
descansan su miedo cuando entierran a su mascota muerta y me han soplado que
alguna madre ha sabido improvisar un pequeño cementerio en Canaleja, un lugar
en el que descansan las mascotas y tienen flores y adornos y reciben lluvias y
nieve y sol y viento.
viernes, 24 de noviembre de 2017
Bata de guata en el Black Friday. (En Hoy por Hoy León, 24 de noviembre de 2017)
La cita es mañana a las doce en la Plaza de
Guzmán. Desde allí, andando hasta Santo Domingo y luego a San Marcelo, donde
tendrán lugar distintas actividades para recordar a las víctimas de violencia
de género asesinadas en el último año. Ni se te ocurra negar la necesidad de
este día, de estos actos, de estas campañas, porque la chispa de la violencia
se enciende en un soplido y siempre se descubre a los hombres violentos debajo
de buenas personas, sin que ese fantasma de la muerte tenga más vehículo que el
impulso de un instante. Luego el arrebato del miedo o de la culpa y casi
siempre el suicidio o una huida menos inmediata. Punto y final. Sí. Me
encantaría, como dice la campaña del Ayuntamiento de León, poner un punto y que
ese fuera el final de la violencia de género. Pero este punto no cierra el
reguero de sangre, porque la violencia no es solo un asunto de las noticias.
Quizá no te acuerdas, pero alguna de esas palabras
salpicadas desde el otro lado del tabique, esos gritos insultantes que venían
de otra casa, se hicieron eco en la guata de tu bata. Tú los oíste, pero se
engancharon en los rulos y en la redecilla y se disolvieron en el ruido del
secador. No eran tuyos. Eran de otra. Seguiste dibujando en el espejo el
contorno de tus cejas y los gritos del vecino pasaban en un “ay” por la delgada
piel de tus muslos recién liberados del vello incómodo que te afea a los ojos
de tu príncipe. Los gritos no eran tuyos y ni los notaste.
Rodaban por tu espalda destrozada de llevar esos tacones que te hacen tan guapa
a su mirada. Eran insultos extraños a tu oído.
Y, cuando llegó la hora, dejaste la bata de guata
colgando de la percha del cuarto de baño. Ya te habías quitado los rulos y te
habías cepillado el pelo, te habías decorado los ojos con sombras y rayas, te
habías subido los pómulos con un brochazo encarnado, habías dibujado tus labios
en un beso de carmín. Lo habías hecho todo por él, porque lo amas. Por eso
buscaste la ropa interior que te hace sentir más bella, aunque no es la más
cómoda y te metiste en un vestido ajustado que señala tus curvas para que él te
mire y se sienta orgulloso de tenerte. Seguirás sabiendo que los insultos suenan
en la casa de al lado. Y te subirás a esos tacones odiosos y esperarás a que él
venga a buscarte para salir al mundo.
Nada de todo esto tiene que ver con la fecha que se
conmemora mañana, porque todo eso lo haces desde tu libertad. Lo haces porque
quieres, porque te gusta verte guapa. Igual que hacen ellos para sentirse
hermosos y deseados. Nadie te obliga a nada. Porque no te dejas llevar por el
fantasma de la violencia, ese que ha colocado a las niñas en la parte rosa del
universo y a los niños en el azul del ordeno y mando.
¡Qué difícil es ver el momento en el que traspasas
el amor y dejas de querer para tener! ¡Qué fácil es ser dueños el uno del otro,
unos más dueños que otros, unos más vulnerables que otros! Me dirás que estoy
exagerando. Está bien. Vayamos a una mercería aprovechando que es el Black
Friday y busquemos entre los saldos una nueva bata de guata, una que no tenga
dobles costuras ni extrañas vueltas, una que sea sencilla y ligera, pero
calentita, para que tu libertad pueda ser verdadera. ¡Y regalemos otra a tu
vecino para que se dé cuenta de lo amorosa que puede ser una bata adecuada!
viernes, 17 de noviembre de 2017
El faedo y los gritos. (En Hoy por Hoy León, 17 de noviembre de 2017)
Mi primera intención ha sido titular este artículo
“hacer el jabalí”. Se me había ocurrido a cuenta de un paseo que he dado hace
poco por el Faedo de Ciñera y resulta que ese “hacer el jabalí” ha cobrado vida
con el vídeo que ya habrás visto en el que un grupo de senderistas hace caer a
uno de estos animales por un precipicio de la Ruta del Cares.
Ya ves. Yo que iba a hacer una broma sobre los
gritos que unos jóvenes paseantes proferían en la calma del bosque de hayas de
Ciñera y resulta que me encuentro hoy con la noticia de estos otros caminantes bautizados
senderistas que empujan a un jabalí hasta que se despeña. Si te fijas en el
vídeo, del grupo de personas que matan al animal, los hay que lo hacen con
miedo, con cierta reserva, con distancia. También hay quien actúa con la
seguridad del que hace lo que debe, los que sencillamente miran y dos que
deciden grabar el momento con sus cámaras: uno que se ve y el que no sale en
las imágenes, pero que nos sirve el punto de vista desde el que contemplamos la
escena. A pesar del respeto que produce un jabalí que te aparece en el camino,
me cuesta entender lo necesario de la acción. Quizá sencillamente se les fue la
mano, quizá se dejaron llevar por el impulso del miedo, quizá se vieron en el
borde del precipicio y decidieron en un acto heroico que se trataba de ellos o
del animal. Explicación habrá. Es solo que, visto desde fuera, quien parece
estar haciendo el jabalí no es precisamente el jabalí. Y lo que es más
asombroso es que alguien difunda el vídeo de la hazaña. Parece que no nos damos
cuenta de las consecuencias que tiene pulsar el botón “enviar” o “publicar”.
Creo que esa inconsciencia con la que usamos las redes sociales es, antes que
nada, el fruto de nuestra ignorancia, pero también de nuestra falsa inocencia,
de nuestra extraña manera de abordar la vida: seguimos siendo infantiles
perdiendo la pureza de la infancia.
¿Qué les pasaba a esos jóvenes que gritaban en Ciñera
perturbando la magia del Faedo? ¿Por qué se divertían molestando al resto con
sus alaridos? Entiendo su entusiasmo, porque el bosque estaba precioso y hacía
un día de luz espléndida y el sol se ponía levantando brillos en las escasas
hojas que todavía andaban por las ramas de las hayas y ya sabes cómo es el
Faedo, que a lo mejor no es el más espectacular de todos los que tenemos, pero
tiene la fuerza de la mina en sus entrañas, la belleza de la piedra descarnada
en sus extremos, la magia del abrazo en el arroyo, en el alfombrado de otoño,
en las retorcidas ramas de los cuentos. Sonaron los gritos en esa atmósfera de
cuento que flotaba como las motas de polvo en el sol del invierno en aquella
galería de los juguetes, esa terraza en la que tenías las Nancys o los indios
del fuerte. Rasgaron sus voces la cristalera de la infancia. No importó, porque
los colores del otoño se mantuvieron firmes en la retina de los que no habían
salido a sacar fotos que nadie verá luego. ¡Qué torpes
somos! ¿Quién nos enseña a salirnos de la infancia sin decirnos que no es menos
infantil quien más grita o quien más empuja?
A medida que uno crece pierde lo que sabía de niño.
A medida que uno crece va olvidando lo que sabe. El lunes es el Día Internacional
de la Infancia; busca un minuto para tu recuerdo.
viernes, 10 de noviembre de 2017
Monstruos de bolsillo. (En Hoy por Hoy León, 10 de noviembre de 2017)
La información que aparecía ayer en un periódico de
la capital, según la cual un juzgado de León investiga una posible conexión de la ampliación del contrato del agua de San Andrés
del Rabanedo con la operación Pokemon,
me trasladó a los tiempos en los que mis hijos veían aquella serie infantil.
“¡Hazte con todos!”, era el grito de guerra. Había unas bolas que se vendían en
los quioscos con las que se podían atrapar los Pokemons, nada que ver con la sofisticación del Pokemon go que se instaló en los móviles de millones de personas hace un
par de veranos. De las rudimentarias trampas físicas con las que los niños
intentaban atrapar sus pequeños monstruos de juguete a la sofisticación de la
caza virtual, pero sin perder la filosofía del atrapar. Esa es la idea: “¡Hazte
con todos!”.
Así es que la noticia de la investigación del número
cinco en relación a los contratos de suministro de agua del Ayuntamiento de San
Andrés me sugiere por lo menos tres vías de reflexión: la del agua misma, la
del mandato de hacerse con todo y la de los Pokemons,
esos monstruos de bolsillo.
Que el agua es oro lo hemos aprendido desde muy
niños los que hemos nacido en las tierras del sur. Hace algunos años, cuando en
Galicia todavía llovía de verdad, me parecía inaudito ver correr el agua por el
monte sin que nada la recogiera. Me asombraba tanto derroche. Ahora ya todos
vamos sabiendo que el agua es un bien preciado y comprendemos por qué circula
tanto dinero a su alrededor. Quizá es eso lo que impulsó en su día a algunos
directivos de aquella desaparecida empresa de aguas que movió cielo y tierra
para conseguir contratos en aquel momento de euforia en el que la proclama de
la vida económica era ese “hazte con todo”. Es un afán que me parece tan humano
como reprochable y entiendo el impulso de acumular, de recoger, de acaudalar y
ya ves que me salen verbos que se llevan muy bien con el agua, aunque en
realidad de lo que estamos hablando es sencillamente de dinero. La gallina de
los huevos de oro ha sido la cosa pública con esa capacidad gomosa para el
endeudamiento, gomosa digo por plástica, elástica y pegajosa. Ayer casi me
mareo cuando escuchaba las cifras de endeudamiento del Ayuntamiento de Madrid,
que hablamos de miles de millones de euros como si no tuviera que pagarlos
nunca nadie. Es como el agua, que diría Camarón, como el agua clara que baja
del monte, esa que me dejaba estupefacto detrás de una curva en aquella divina
tierra gallega.
Y hoy se ocupan de ello los juzgados. Aquellos
polvos se mezclan con el agua y nos traen estos lodos, porque no es posible
atraparlo todo y además ocurre que las pisadas en el barro, si es que las hay,
dejan marcada una huella que permanece en el tiempo cuando se seca. Cada uno se
las tiene que ver con sus monstruos. Cada uno siempre termina mirándose cara a
cara en el espejo de su monstruosidad, porque todos somos pequeños monstruos en
algún aspecto, incluso en el de la corrupción. Todos hemos sido pequeños
corruptos en la medida de nuestras posibilidades y a muchos nos ha cegado el
afán de atrapar todo lo más posible en algún momento de la vida. Es un error.
Sabes que es un error. Sabes que es mejor no tener monstruos en el bolsillo,
aunque eso suponga tenerlo completamente vacío.
viernes, 3 de noviembre de 2017
Hundido en la carcoma muerta. (En Hoy por Hoy León, 3 de noviembre de 2017)
A veces la única forma de conservarse es hundirse en
lo inerte. Uno tiene la idea de que se mantiene a flote porque trabaja y está
activo, porque va y viene y produce y hace una, dos, tres, mil cosas. Esa vaga
idea de que hacer mucho nos mantiene tensos y nos regala vida no es del todo
correcta. Lo estás viendo. Ahora se comprende mejor por qué digo a veces que la
mejor forma de construir es no hacer nada, el mejor quehacer es la quietud.
Hay un principio del Tao que dice: “nada hago y nada
queda por hacer”. Es cierto que ese “nada hago” no es literal, sino una
metáfora de la serenidad y la calma. Hay dos formas de acción: una en la que la
acción es un medio para un fin y otra en la que esa idea instrumental
desaparece porque no hay finalidad alguna que se deba perseguir. Así resulta
que no hacer y hacer, por ejemplo este artículo, no es importante para algo que
no sea este momento en el que tú y yo hablamos. No persigo nada con ello, salvo
el hecho mismo de estar hablándote. Así es como yo entiendo el “no hacer” y eso
me conduce a la tranquilidad de que las cosas están donde deben, porque siempre
es así, porque no puede ser de otra manera, porque lo que ocurre es lo único
real. Me pregunto si será de esto de lo que hablan todos esos comentaristas del
tema catalán cuando aluden al Principio de Realidad o si se estarán refiriendo
a la idea freudiana pura y dura. No lo sé y poco importa. Me consuelo pensando
que este pequeño no hacer que es contarte estas cosas, modifica en algo tu
desasosiego y te conduce al bienestar, aunque solo sea este ratito en el que me
escuchas sin prestar demasiada atención a mis palabras, oyendo la música de lo
que digo en el fondo lejano del ruido del día.
Y el ruido del día trae, entre tantas cosas, la
mortaja de la salud pública, la apuesta por aligerar las listas de espera
derivando enfermos a hospitales privados que, no lo olvidemos, se plantean como
negocios y no como servicios. Dice la noticia que la Junta pagará ochocientos cincuenta
y seis mil euros a hospitales privados leoneses para que realicen ochocientas
setenta operaciones quirúrgicas de cirugía general, aparato digestivo y
traumatología. Soy muy malo con los números, pero me parecen muy baratas esas
operaciones y eso me hace pensar en el principio: a ver si va a resultar que la
mejor manera de tener salud pública es no tenerla. Ya sabes aquello de “para
poca salud, ninguna”. Un amigo mío, que ha tenido a su madre sufriendo una de
estas derivaciones durante un mes, ha terminado con el cartel de “familiar
agresivo”, porque estaba cansado del ir y venir de pruebas, radiografías y
cambios de medicación. Al final su madre está en casa más o menos como estaba
antes de empezar con la odisea. Ya sé que esto es un hecho puntual y lo normal
es que la sanidad funcione de maravilla, por eso acudimos siempre a ella.
La alternativa es esconderse en uno mismo, permanecer
hundido en la carcoma muerta, porque es más antigua que tú y no te incordia. Hay
quien dice que la controla con un plástico porque la carcoma nace donde muere.
No se pasa de un mueble a otro y así, encerrada en ese plástico oscuro que la
cubre, mantiene su ciclo de vida y muerte sin hospitales públicos ni privados.
Un bicho que no hace nada y nada deja sin hacer.
viernes, 27 de octubre de 2017
Out of the Box. (Escrito para ser emitido en Hoy por Hoy León el 27 de octubre de 2017. La emisión se canceló debido a los acontecimientos de Cataluña)
Todavía se cimbrea el aire humilde del genio en la
atmósfera plácida de este León nuestro que está en los cielos de la cultura.
Uno reconoce a un genio cuando lo ve, aunque no lo haya leído nunca, aunque no
lo haya oído nunca interpretar su música, aunque nunca haya visto un cuadro suyo o una fotografía. Y el miércoles por la
noche, bajo los focos que encendían el MUSAC, había un genio recogiendo un
premio. Cualquiera que hubiera estado allí lo habría sabido ver.
Yo ya venía avisado —tenía esa ventaja—, porque
tengo la suerte de aprender de mis alumnos y fue gracias a un antiguo alumno como
supe de la existencia de Mircea Cartarescu, un autor “en principio
desconocido”, o al menos desconocido para mí. Me lo enseñó mi querido Borja,
quien se asoma desde París a esta pequeña ventana leonesa de la radio, y me
habló con tanta pasión de sus escritos que me animé a acudir a la entrega del
último premio Leteo. No el último por ahora, sino lo que parece ser
definitivamente el último. No voy a llorar porque se pierda esta ocasión de
tener en León una vez al año a uno de los grandes genios de la literatura
mundial contemporánea, porque ya advirtió Saravia que no se trata de eso, así
es que me animo a compartir contigo un momento de magia como el que se nos
sirvió el miércoles a la luz de los ladrillos del Museo.
La magia estuvo en la voz de Cartarescu, que rasgó
el silencio con su milagro y descorchó escalofríos en toda columna vertebral.
Te traigo algunas de sus ideas para que las repienses, porque a mí todavía me
hacen pensar. Dijo algo así como esto: “el mundo tiene el diámetro de mi
cerebro y mi esperanza es poder reflejar todo lo que está a mi alrededor del
mismo modo en que lo hace una gota de rocío”. Luego habló del Wittgenstein del
Tractatus y recordó aquellos pensamientos que a mí tanto me turban, aquellos
pensamientos que me conducen a la jaula de hierro del lenguaje. El mundo es mi
mundo, porque el mundo es el lenguaje y los límites de mi mundo, son los
límites de mi lenguaje. Yo no puedo ir más allá de mis palabras. No puedo
escapar de esto que digo, porque hay un espacio para lo inexpresable, eso de lo
que el filósofo austríaco dijo que no se podía hablar, y ese espacio es el de
la poesía, el de la belleza, el de la gracia. Y cuando lo tocas, lo sabes, pero
no lo puedes decir, porque es inexpresable. En cambio, para un niño resulta
natural.
Entonces ocurrió el milagro y Cartarescu dijo lo que
nunca pensé que oiría. Dijo que escribir, para él, es un intento de poner
dinamita en la frente, de hacer volar en pedazos esa pared, ese límite, para
poder expresar lo inexpresable. Poder expresar lo inexpresable, salir de la
inexorable jaula de hierro del lenguaje, esa que nos deja perplejos, atrapados
por las palabras rituales, las palabras mágicas, las benditas palabras nuestras
de cada día que nos sacan al mundo de las flores y el rocío, ese espacio fuera
de los límites en el que vuela solo ya lo inexpresable, como ese caballo que
corre hacia la meta cuando el jockey sabe permitir que corra con toda su
potencia sin serle un peso, sin serle un freno, sin hacerle daño.
Luego dijo que su madre tenía el talento de soñar. Y
me quedé pensando si mis hijos sabrían reconocer en mí algún talento.
viernes, 20 de octubre de 2017
El remolino del sueño. (En Hoy por Hoy León, 20 de octubre de 2017)
Observo
tu mirada clavada en mi nuca. Me ocurre desde siempre, desde la primera vez que
me senté a hablarte en esta mesa, desde aquel día lejano en el que me temblaban
los papeles en la mano y te traté de usted. Ahora te tuteo y he dejado el
colectivo “ustedes”, porque siento tu presencia tan cercana que advierto la
responsabilidad de lo que digo en cada sílaba. Por eso tengo ciento cincuenta y
cinco razones para callarme. Y una más, esta extraordinaria, de la que ya te
hablé hace quince días, porque el viernes pasado nos escondimos detrás de las
pastas y de los quesos y de los vinos y las cecinas, los manjares que todavía
no eran de Reyes, pero que ahora lo son. Te eché de menos.
Tu mirada en mi nuca señala cada instante. Me
siento turbado por tu alegría. Lo dice el joven Escipión en palabras escritas
por Camus: “Mi desgracia es que lo comprendo todo”. Lo comprendo todo. Me doy
cuenta de tu presencia, del modo en el que recoges mis palabras y de mi
responsabilidad. Por eso te digo que hoy me alegro con la ciudad toda de que León, manjar de Reyes haya tenido éxito.
Quiero masticar cada letra de este artículo para colaborar con el aroma de la
victoria y creer, con todos, en que dos mil dieciocho va a ser un año de
excelente cosecha para nuestra economía, para la economía de todos, porque
todos bebemos de la misma fuente y todo nos afecta. Brindemos por lo que
vendrá.
Noto
tu mirada, pero lo comprendo todo y veo también la nuca de los otros. No estoy
hablando de Cuenca, la perdedora, aunque podría. Ni siquiera hablo de mi
silencio. Te hablo de un viaje en el tiempo hacia mi memoria, un viaje por los
sabores de otros días: esos sabores que León tendrá que recuperar para armar la
fiesta del dieciocho. Un viaje por la piel de los monasterios que terminó en
Gradefes, precisamente escuchando de boca de Reyes la necesidad de cocinar con
medida todo lo que digo y allí se me quedó la mirada clavada en la cabeza de
algunas mujeres que llevaban escrito en el pelo el remolino del sueño. Ya sabes
de qué hablo, de esa marca que se queda en el pelo cuando dejas caer la cabeza
sobre la almohada y la prisa te saca a la calle sin que hayas podido desanudar
tu siesta. Habíamos ido por Mansilla y después nos volvimos por Puente
Villarente. Un viaje por sabores que las piedras de la historia tienen que
cocinar para que León, manjar de Reyes
enseñe más pierna que la del lechazo.
No
sé cómo saldrán los números, pero me imagino que bien. Estoy seguro de que
saldrán bien, aunque es verdad que no se me ha ocurrido mirar en Huelva y eso
que me traigo la luz de su costa siempre que puedo, como quien busca a alguien
que le pueda traer la luna. Pero he mirado en el centro del remolino del sueño
de tantas nucas que comprendo que el anhelo de la razón solo puede ser lo
imposible. “Si hubiera conseguido la luna, nada habría sido igual”. Lo dice
Calígula, no sé si antes o después de pintarse las uñas de los pies. “Y eso que
sé, y tú también lo sabes, que bastaría con que lo imposible existiese”. Pero
nadie nos ha traído la luna, de manera que seguiremos haciendo que lo posible
brille con la misma luz que lo imposible. He mirado en tantos remolinos que me
pasa eso, lo comprendo todo y además de lo que sufro, sufro también por lo que
sufres. Lo comprendo todo.
viernes, 6 de octubre de 2017
El "soci". (En Hoy por Hoy León, 6 de octubre de 2017)
Conozco
muchos leoneses a quienes les gusta más el Barcelona que el Madrid o el Betis o
el Bilbao. Una simple afición, eso que se llama “aficionados” o como mucho
“seguidores”, porque siguen a ese equipo de fútbol y no a otro. Pero también
conozco a algunos cuya afición va más allá de un mero seguimiento y se
organizan en peñas y participan de la vida del club asistiendo a partidos
incluso fuera de nuestras fronteras -perdón por utilizar la palabra “fronteras”
en este contexto-. Aman a su equipo y odian al contrario.
Ayer
en la prensa se publicó un comunicado de la peña leonesa del Fútbol Club
Barcelona en el que anuncia la suspensión de todos sus actos en señal de
protesta por la actuación de la directiva del Barça. Mientras tanto la vida
sigue y la Cultural irá a Reus, si no ocurre nada nuevo en estos días y los
jugadores catalanes seguirán en la Selección Española y posarán delante de las
cámaras mientras suena el himno. Sería curioso que el lunes se proclamase en el
Parlament la independencia de Cataluña mientras los jugadores catalanes
defienden los colores de España en Israel. ¡Qué cosas tiene la vida,
precisamente en Israel!
Me
doy cuenta de que nunca he necesitado de tanto preámbulo para decir lo que
quiero. Me doy cuenta de que mido las palabras con la sensación de que decir o
no decir puede avivar fuegos. Pequeños fuegos, ya sé, pero no me apetece
encender más discusiones y por eso mido las palabras, porque veo que cualquier
palabra dicha de más o de menos encubre un daño, una agresión. Es lo que sucede
en las situaciones de conflicto emocional. Lo han dicho muy bien en la peña
leonesa del Barcelona. Se trata de un problema de corazón y no de cabeza. Y los
problemas del corazón tienen muy mal arreglo por mucho que se hable y se hable.
Todo
este preámbulo es porque tengo en los dedos el tema de Cataluña, pero me arde a
través del corazón y no soy capaz de sacarlo hacia el papel. Sé que para este
pequeño rincón de los viernes debería buscar temas diferentes de los que te
acosan en los titulares a todas horas, pero soy incapaz de resistirme porque sufro
el dolor de lo insensato. ¿Sabes que esta semana se ha cancelado un vuelo a
Cuba vía Barcelona solo porque salía de Madrid? No logro entender esto de las
fronteras en la tierra. ¡Cómo para entenderlas en el aire! ¡Imagínate si además
son fronteras que no existen! Y el caso es que sé que esta insensatez galopa
hacia la locura. Pero mi dolor no nace de ahí. Si te soy sincero, veo la
sinrazón y la insania en todas las esquinas, pero no es eso lo que me hace
llorar. Lloro porque este miércoles quise hablar con mi amigo Quique, un leonés
en Barcelona que me contara cómo ve lo que está pasando, y me mandó un mensaje
de respuesta su hermana. Un mensaje terrorífico, helador. La enfermedad con la
que ha luchado tanto tiempo acabó con él este martes. Ya no podremos compartir
penurias. Me quedaré sin su visión del conflicto. A cambio guardo en cada
lágrima su último abrazo y pienso que por encima de los problemas del corazón
están los asuntos del alma. Un socio se encuentra en cualquier parte, solo hace
falta un interés común: ¡Qué se lo digan a Ramos y a Piqué!
Un
amigo del alma es otra cosa y, cuando se va, se te abre una herida que no se
cierra con nada.
viernes, 29 de septiembre de 2017
Cachas y tatuados. (En Hoy por Hoy León, 29 de septiembre de 2017)
Hay
un pasaje del Banquete de Platón que
explica el modo en el que el alma se eleva hasta la contemplación de la belleza
en sí a través de la experiencia sensible de las cosas bellas. Desde lo más
carnal, hasta lo más descarnado. Desde lo impuro, hasta lo inmaculado. Cuando
habla de las cosas bellas, se refiere en primer lugar a los cuerpos bellos,
como primer eslabón de la cadena que conduce a la belleza misma, porque esos
cuerpos bellos, a pesar de su impura encarnación, su despreciable materialidad,
participan de esa belleza ideal inalcanzable para los sentidos, esa belleza que
está más allá de la sensibilidad.
Pero
eso son cosas de filósofos. Es más, eso son cosas de filósofos antiguos.
Supongo que algo así deben pensar los muchachos de los conos, las muchachas
vestidas de tangas. Ya sabes, esos que salen en el vídeo viral de las novatadas
en la Universidad de León. Son muchachos y muchachas hechos para el deporte,
esculturas vivientes que se formarán en la escuela de INEF y que se convertirán
en profesionales de la preparación física. Las cosas de hoy. Cuerpos duros,
firmes, trabajados. En la mayoría de los casos, no estoy seguro si también los
del vídeo, cuerpos decorados por tintas simbólicas; cuerpos dibujados en el
gimnasio repletos de estampas de fantasía, de nostalgia, de reverencia. A veces
decoración, sencilla y pulcra decoración. ¿Quién no quiere un esclavo cachas y
tatuado por unas semanas?
Esto
de las novatadas es viejo como la propia universidad —habla con el Buscón Don
Pablos y pregunta—. Solo que también es viejo como el mundo el sacrificio de
inocentes y no por eso nos parece que sea aceptable. Quiero decir que esa
juerga de cuerpos desnudos en el escenario no debería alarmarnos por su
impudicia, creo yo. La clave de la alarma debería estar en la subasta, en el
hecho de que los nuevos estudiantes puedan ser esclavos de otros por alguna
extraña razón que a cualquier razón escapa, aunque sea una broma, aunque sea
por voluntad propia, aunque sea por unos días. En la base de la idea de las
novatadas está quizá —aunque mi profesor de antropología lo negara— la
tradición de los ritos de paso, esa costumbre primitiva de realizar ceremonias
o actividades que simbolizan el paso de la niñez a la edad adulta. Es verdad
que, en nuestra sociedad moderna, estas novatadas no tienen lugar cuando los
individuos adquieren la madurez sexual, algo que ocurre en los ritos de paso de
las sociedades primitivas. Por otro lado, es dudoso decidir si se constituyen o
no las llamadas “aldeas de edad”. Quizá la universidad se convierte en una
aldea separada de la sociedad, con sus propias reglas y sus propias
estructuras. Parece que mandamos a nuestros jóvenes a cazar al lobo al bosque y
no los volvemos a recoger hasta que traen el máster en el zurrón. Otra cosa es
lo que después este mundo mileurista haga con lo que han cazado.
Sean
o no un rito de paso, hay que terminar con las novatadas. Nadie puede
justificar semejante costumbre bárbara solo por la tradición, aunque los nuevos
alumnos digan que se divierten, aunque lo hagan de forma voluntaria, aunque se
lo pasen en grande haciendo el ganso por el campus o enseñando tableta y tatuaje.
No sentirse vejado no anula la vejación. Si hay que
montar una fiesta, que lo hagan, pero que eliminen esa idea de esclavo y señor.
sábado, 23 de septiembre de 2017
Mantener siempre la ficción. (En Hoy por Hoy León, 22 de septiembre de 2017)
Lo
que importa es mantener siempre la ficción. Lo decía un profesor a propósito de
una clase que le costaba mucho controlar. Decía, “he descubierto que el modo de
salir adelante es mantener siempre la ficción, porque yo sé que esto que hago
no es dar una clase; mis alumnos saben que esto que hacen no es participar de
una clase; pero mantenemos entre todos la ficción de que es una clase y si por
el camino alguien aprende algo, eso que llevamos ganado”. Yo no creo en este
modo tan funcionalista de ver las cosas. Me parece que el objetivo no puede ser
que la cosa funcione o que por lo menos parezca que funciona. Creo que en la
vida no se trata de conseguir que la cosa marche. En la vida se trata de vivir.
No
obstante, a pesar de mi reticencia, tengo que darle la razón al profesor. Esta
vida que llevamos no es más que un modo de mantener la ficción, sobre todo la
ficción principal, es decir, esa que nos hace creernos inmortales. Mantenemos
la ficción insensata de que mañana cuando nos despertemos seguiremos pisando el
mismo suelo que pisamos cada día. Mantenemos la ficción cruel de que no ha
muerto nadie en el terremoto de México, porque no ha muerto nadie conocido
directamente por nosotros. Mantenemos la ficción indecente de que no nos afecta
el dolor de los demás. Y lo hacemos porque sabemos que es el único modo de
sobrevivir. Esto que parece una clase no es una clase, pero mantenemos la
ficción de que lo es y si alguno se harta de la ficción y se marcha, no se va
por su propia voluntad: se va porque el profesor lo expulsa.
Cuentan
de un viejo profesor leonés de artes marciales que hace algún tiempo tuvo la
oportunidad de recibir en su gimnasio a un gran maestro oriental. En aquel
encuentro, este viejo profesor del que te hablo, haciendo valer su grado alto
de preparación, le pidió al maestro que hiciera una demostración. El maestro
solo dio una patada, aparentemente sin gran esfuerzo. El profesor leonés
mantuvo la ficción de que no había pasado nada. Cuando se retiró para cambiarse
y descubrió el enorme moratón que le cubría todo el pecho, se dijo a sí mismo:
“pero no grité”. Esa es la clave a la hora de mantener la ficción, agrupar todo
el dolor que uno es capaz de soportar en un solo moratón y hacerlo apretando
los dientes, sin la necesidad de gritar. No sé si sirve de algo. No sé si eso
de mantener la ficción mientras la cosa funciona es operativo y nos lleva a la
felicidad. Creo que es más un modo de eludir la realidad. Fíjate que no hago
ningún juicio, solo pienso que nos movemos en este marasmo de ficciones que
entorpece la verdad, si es que eso de la verdad existe.
Es
como Larry David en la película de Woody Allen: hay que lavarse las manos
cantando dos veces cumpleaños feliz para asegurarse de que la cosa funciona. La
superstición es la ficción más humana desde que el mundo es mundo. Vuelvo a
decirte que no hago juicios. No voy a meter en este saco las creencias o las
pasiones de cada uno, aunque se podría. Vamos a hablar claramente de lo oculto,
vamos a hacer un simposio que lo desvele. Más allá de la ficción de cada uno,
ese desvelamiento, esa aletheia, ese descorrer el velo de lo oculto y sacarlo a
la luz es el único modo de alcanzar la verdad. Habrá que ver qué ficciones
aguantan y cuáles se desmoronan, pero será simple curiosidad.
viernes, 15 de septiembre de 2017
Caer el palo del percebe. (En Hoy por Hoy León, 15 de septiembre de 2017)
Es
tan difícil olvidarse de la belleza de la vida de uno como recordar cada
instante de malas experiencias, cada error, cada paso mal dado. O quizá tan
fácil. Me cuesta decidir. Sé que olvido con facilidad: cada curso que comienza,
por ejemplo, olvido las caras y los nombres de los chicos que se fueron para
dejar sitio a los nuevos que aparecen en mis libretas de notas vacías a la
espera de la constatación de cómo se han ido alcanzando esos estándares de
aprendizaje de los que nos hablan las leyes. Me olvido con facilidad y sobre
todo me olvido con mucha facilidad del mal, en especial del mal que se me hace,
pero también —lamento tener que confesarlo— el mal que ocasiono.
Ayer
por la mañana me encontré con un amigo de tiempos mejores. Tiempos en los que
la economía era de otra manera; las minas producían carbón que no se quedaba
mirando llegar camiones extranjeros a las centrales térmicas; los campos daban
frutos porque no había esas heladas primaverales, esas sequías desnortadas de tiempos
de cambio climático; las empresas vendían sus productos y todo el mundo
compraba casas con dinero que los bancos prestaban con o sin esperanza de
recuperación, casas para vivir una vida buena, una vida de confort y alegría.
Este amigo mío —déjame que le llame Emilio por referencia a Rousseau y su idea
del buen salvaje— mantiene la elegancia de aquellos tiempos, la sonrisa y el
saber estar. Es un hombre de gran corazón y me serviría como ejemplo de que
cualquier hombre en estado de ausencia de civilización es salvajemente bueno,
no porque sea incivilizado, sino porque lo que pueda tener de perverso es
imputable a la presión salvaje de esta sociedad para triunfar. Me gustó
recordar con él esa otra vida. Me gustó sentir que, a pesar del tiempo
transcurrido, seguimos pudiendo decir que somos amigos. Y me gustó saber que se
nos han olvidado los malos ratos.
Y
resulta que unas horas antes me saludó en la Delegación de Hacienda una antigua
alumna, cuyo nombre he olvidado, que empujaba un carrito de bebé y llevaba un
niño de la mano. Si él es el Emilio, ella tiene que ser la Madre Coraje que nos
dibujó Brecht en su tragedia y la llamaremos Anna por esa razón. Esta Anna,
cuya belleza recordaba, amparaba toda su angustia en su necesidad. ¿Cómo has
llegado a esta guerra? —le preguntaría— ¿Qué vas a hacer cuando esta guerra terrible
te arrebate a tus hijos? Pero ella sonreía a todo el mundo y empujaba el carro
y tiraba de todo y salía fresca y airosa hacia la Gran Vía de San Marcos. La
guerra destruye a los débiles, pero esos revientan también en la paz, parecía
querer decir, como una más de las cientos de miles de Anna Fierling.
Son tiempos sombríos.
Verdaderamente son tiempos sombríos. La cosa es que seguimos comiendo y
bebiendo como si no lo fueran, como si todos nuestros problemas se resolvieran
siendo el centro de la gastronomía nacional, como si ese inmigrante que busca
cobijo en cualquiera de nuestros agujeros sociales no estuviera hecho del acero
del barco en el que escapó del miedo: duro como la piedra que ha tenido que
saltar. Olvidará todo para seguir sonriendo. Como tú y como yo que, si nos
dejan, caeremos al palo del percebe a la menor oportunidad, o al de la
morcilla, que en cuanto a manjares, todo es cuestión de capital.
viernes, 8 de septiembre de 2017
Las primeras amebas. (En Hoy por Hoy León, 8 de septiembre de 2017)
No
sé si lo sabes, pero compartimos más mecanismos genéticos con las amebas que
los que nos diferencian. Solo eso explica que haya quienes piensan que quemar
un monte puede tener algún beneficio. De todo lo que ha pasado este verano solo
quiero hablarte del fuego. Lo demás no cuenta. Ni la playa, ni el Camino de
Santiago, ni los baños en la poza, ni los paseos con el perro, ni la lectura en
la hamaca del porche, ni los chorizos parrilleros en la barbacoa del jardín.
Podríamos hablar de la sequía, es cierto, pero creo que todo se derrite ante el
fragor terrorífico del fuego.
Y
el fuego está en nuestras miradas, lo sé. El fuego es una metáfora de nuestro
ser, porque chispean moléculas de toda condición en roces ardientes más allá de
nuestra piel y alrededores, hasta en lo más íntimo de cada víscera, hasta en lo
más sereno de nuestros sueños más plácidos hay fuego siempre eterno, que se
enciende según medida y se extingue según medida —aquella cosa rara que le dio
por decir al hipocondríaco de Éfeso—. Fuego y proporción. Somos lucha
permanente, guerra de opuestos.
Pero
con saber eso, con saber de la tensión de nuestro ser más real, con saber del
fuego en el origen del orden, no basta para disculpar la barbarie del pirómano.
Quizá tengamos clavadas en nuestra memoria genética las llamas de la hoguera de
aquellas cuevas trogloditas. Quizá sepamos que cocinar nos dio una ventaja
evolutiva ante los que nunca encendieron su cocina. Quizá la luz de las
antorchas alumbró gestas que nos han hecho poderosos. Pero no. No podemos dejar
que el beneficio de algunos, o la locura, o el descuido, arrasen la vida. Y no
pienso en la Cabrera, que desde luego, sino también en Doñana o en el desolador
dibujo de los montes portugueses.
Prender
fuego es alimentar el miedo. Las primeras amebas solo tenían una ocupación:
reproducirse. Tengo un amigo que lo traduce diciendo que, como puede verse,
desde las primeras amebas lo único importante es el amor. Te dice eso y después
te pregunta cuándo es la última vez que te has enamorado —otros te preguntan si
estudias o trabajas, pero a él le gusta esto de las amebas y el amor—. La inercia
de la naturaleza es la de mantenerse viva; pero nosotros, que somos naturaleza
desnaturalizada, venimos a empujar para que no pueda hacerlo. Somos una especie
de ameba prodigiosa que no colabora en su duplicación. Parece que para ti que
plantas fuego, no hay más paz que mi cadáver. Un día habrá en el que el monte
esté limpio, la ciudadanía concienciada y las cuadrillas anti-incendios cobren
por no apagar los fuegos. Ojalá que no sea porque ya no queda nada que quemar.
Me
parece que fue el lunes. En la tarde apacible de la chopera, junto al río, unas
mujeres repartían naipes en un banco sobre un tapete improvisado con una
especie de colcha. Metros más allá, algunos hombres jugaban al boliche y, en
otras mesas más apartadas, unos jóvenes se dejaban las neuronas en una partida
de ajedrez. El fuego estaba en la calma de los chopos, pero no ardían. En las
terrazas las conversaciones quemaban oxígeno a litros sin ninguna combustión.
La vida se escapaba por el césped. ¿Cuánto hace que te has enamorado por última
vez? —me preguntó mi amigo.
Amebas en duplicación.
viernes, 30 de junio de 2017
Pongámoslo en un sitio cómodo: por ejemplo, en Gandía. (En Hoy por Hoy León, 30 de junio de 2017)
Y
como este viernes es el último de la temporada, vamos a ponerlo en un sitio
cómodo: por ejemplo, en Gandía. No es que me guste Gandía más que Salou o
Torremolinos. Tampoco es que elija la playa por encima de otro destino. Es solo
que me quedé con la frase al pasar al lado de una conversación y escuché cómo
alguien le decía a otra persona: “No te preocupes. Lo mandamos a Gandía y ya
está”. Así es que vengo a decirte que este ratito del viernes lo empaquetamos
por un tiempo y lo ponemos en un sitio cómodo. Me parece bien Gandía, pero si
tiene que ser Jaca o Arenas de San Pedro, tampoco me parece mal. Como si
quieres que se quede durmiendo al fresquito del Museo de la Colegiata de San
Isidoro bajo la sombra del Cáliz de Doña Urraca o en las marmitas de gigante
del desfiladero de Los Calderones en Piedrasecha. Un sitio cómodo es lo que
necesita este ratito del viernes para descansar hasta nuevo aviso.
Pero
no lo mandes a cualquier lugar como quien se lo quiere quitar de encima a
cualquier precio. No lo aparques en cualquier sitio, porque los ratitos de
viernes, aunque sean modestos como este ―pequeños ratitos de la hora del
aperitivo que se acurrucan entre la agenda del fin de semana y las historias de
Pepe un poco antes de las noticias de la una― tienen su corazoncito y les
molesta pensar que los quitas de ti de cualquier modo, como quien se saca lo
que le sobra de la nariz y lo deja en un pañuelo en la basura o tirado entre
las rayas que separan las baldosas. Fíjate que es estupendo ir a Gandía, pero
mira que es odioso pensar que te están mandando allí para que no estés en otra
parte. Por eso este ratito del viernes que se despide hasta más ver quiere
encontrar un estante alegre y agradable; un cajón escondido en tu recuerdo
hasta el que pueda llegar un rayo de luz de luna; un hueco en el asiento de tu
coche viajando por una autovía desierta en el que sentir que el sol calienta
cuando sale.
Y
si además hay festivales de sonidos o de luces o de mares o de bosques o de
ríos o de noches en blanco o de museos o de charlas o de arenas o de paseos
junto al cielo de las caricias, será mejor. Pero eso es ya pedir mucho. Déjalo
en buscarle un lugar cómodo. Un paraíso en el que recuperar el tono perdido
tras los excesos o un infierno en el que excederse definitivamente para olvidar
el buen tono. Todo estará bien siempre que no sea apartarlo a un lado para que
no te estorbe.
Un
ratito de viernes adormecido por el calor del vermú helado se mete en cualquier
parte. Cabe en la mochila más pequeña que puedas organizar para el más largo
viaje.
Y
si las cosas vienen mal dadas, piensa que la mejor forma de afrontarlas es
comprender que ese hueco en el que te cabe nuestro ratito del viernes es tan
grande como quieras permitir que tu pena se ensanche y se diluya o se estreche
y se compacte. Esa es elección tuya.
Este
es el comentario número cuarenta de la temporada: Alí Babá y los cuarenta
ratitos de viernes que se colaron en las ondas como ladrones.
viernes, 23 de junio de 2017
Todo lo que se puede apretar un pasodoble. (En Hoy por Hoy León, 23 de junio de 2017)
Yo te tenía que hablar
del tobogán, por la cosa del vértigo y el agua. Te tenía que hablar de la
hoguera, por decirte de lo que vuela en chispas por el cielo, derritiendo
deseos escritos en ceniza. Tenía que hablarte de la feria, de la ciudad
improvisada más allá del polígono de la Lastra a escasos metros de ese punto en
que se abrazan el Torío y el Bernesga, a un buen paseo de la explanada en la
que las atracciones lucen su aire de ensueño sin que nadie habite junto a ellas:
mundo en colores sin ropa tendida. Tenía que hablarte de bailes y conciertos,
de desfiles, de exposiciones, de todo eso que se esconde en los programas de la
fiesta. Tenía que decirte hoy que llevan días sonando las orquestas. Tenía que
hacer esas cosas.
Tenía que morder el pan por la encetadura. Tenía que
recordar que nací el mismo día en que nació la psicópata de Móstoles que
alimenta la enfermedad en el pulmón de ese jefe que no quiere serlo. Tenía que
rematar mis cremalleras en todas mis pequeñas grietas. Tenía que recordar que
el suelo está para ser pisado y los sueños para olvidarse. Tenía que volver a
decir que el compromiso y el sacrificio son lo que nos da la vida. Tenía que
hacer ese tipo de cosas que se espera que haga uno en el penúltimo comentario
el día en el que empiezan las fiestas. Tenía que ponértelo fácil. Tenía que
decir cosas sencillas. Tenía que alegrarme de que ya ha llegado el verano.
Tenía que saltar al grito de cobarde. Tenía que rodearme de triste pasión de
fiesta. Tenía que empezar a pensar en recoger mis cosas y marcharme.
“¿Sabes cuánta grasa tiene eso?”. Una pregunta como un
disparo en el bocata de un adolescente a la hora del recreo. “¿Sabes cuánta
grasa tiene eso que te estás comiendo?”. Y sin embargo no voy a hacer nada. Sin
embargo voy a decirte que tengo la caja llena de cosas que me gustaría
“desver”, como los hay que tienen el cuerpo marcado de señales construidas con
el verbo desoír. Y sin embargo, cuando la hoguera esta noche levante el velo de
San Juan, seguiré preguntándome: “¿Ahora qué?”. Podría preguntármelo con acento
de Arkansas; podría rumiarlo como esas vacas que se han comido las remolachas
de Fresno de la Vega; podría maullarlo como un gato que se queda en el iris con
el reflejo de la luna. Podría decirte que la magia se ha esfumado en el humo de
la noche. Podría decirte que ese sueño que tienes es un sueño que cuesta muchas
letras, es un sueño alto de gama.
Y en realidad solo voy a contarte que me gusta la verbena,
que siento el juego de la música del acordeón haciendo cosquillas en mis
deportivas y que todo esto que te digo cabe en un sencillo pasodoble, si lo
apretamos mucho, si lo bailamos lento, si lo sacamos de la fábrica de fuego que
hay en el tendido de la plaza de toros, porque ese es un pasodoble que se
aprieta al miedo.
Yo
prefiero el otro, el que se escapa en el polvo de la pista de baile desde el
suelo hasta lo más alto de un tobogán gigantesco.
Un pasodoble que aprieta el viento. Esa es la pintura de la
fiesta.
viernes, 16 de junio de 2017
Eclosión de garrapatas. (En Hoy por Hoy León, 16 de junio de 2017)
Lo habrás oído en la radio. Tenemos en León una plaga de
pulgones y mosquitos debido a los cambios bruscos de temperatura. Nieto Nafría
lo ha explicado con claridad; hasta nos propone un experimento de bayeta
amarilla para que veamos cómo los pulgones se sienten atraídos por ese color.
La descripción que hace del pulgón es poética, sobre todo cuando dice que
extiende sus alas en tejado. Esa observación minuciosa de lo pequeño es la
actitud que frena el tiempo. Hablo de mí, de mi tiempo. Te lo cuento a
propósito de algo que he hecho muy mal estos días en los que me he dejado
llevar por el empuje de la ola de calor y he resbalado en la espuma hasta verme
arrastrado en las piedrecitas de arena de la orilla de la realidad. ¡Hay que
ver cómo te dejan la barriga!
Ya les he pedido perdón a ellos, así es que no es importante
la materia, pero sí cuenta el cuento. Y el cuento es que en esa eclosión de
bichos que nos rodea por el fuego de este junio sin tormentas, hay uno que es
especialmente picajoso. Mi abuelo se las quitaba a los perros ahogándolas en
aceite, decía, y tirando después con unas tenazas o con un alicate: una
barbaridad que hace temblar cualquier albéitar, supongo, porque hoy acudimos a
tratamientos antiparasitarios preventivos y atacamos con eficaces insecticidas.
Lo malo es que las garrapatas no solo se agarran a la piel de los perros. Hay
garrapatas que gustan de lo humano o se confunden. ¿Quién sabe? Y en medio de
esa eclosión de bichos que nos rodea, las garrapatas han hecho de las suyas. En
pocos días he tenido noticia de al menos dos ataques voraces que han terminado
en urgencias. Revísate bien hasta los pliegues. Que una garrapata se le
engancha a cualquiera.
Pero vuelvo al suco, que me esnorto, como dice el gran Ful.
El cuento es que uno siempre está pidiendo favores a los amigos y los amigos
siempre te atienden y sientes que un poco eres una garrapata cuando llega un
día que te llaman y te dicen: “Oye, moreno, que has tenido en tus manos algo
que me interesaba y se lo has dado a otro sin decirme ni Pamplona”. Bueno, no
con esas palabras: a lo mejor hasta te lo dicen en silencio; a lo mejor hasta
te soportan chupando sangre sin darle importancia hasta que tú comprendas lo
que has hecho. Lo bueno que tiene es que, como son amigos, no te ahogan en
aceite, ni tiran de alicate, ni te embalsaman en insecticida. Solo te dan un
cachete para que aprendas y te des cuenta de que las garrapatas tienen una vida
muy corta, pero es que hay mucha garrapata suelta y, si vas deprisa, ni te
enteras de que se te engancha o lo que es peor, no te das cuenta de que te has
convertido en una de ellas.
Un abogado que está inmerso en uno de esos movimientos de la
banca que terminan en terremoto me decía hace una semana que vamos a llegar a
la extinción por absorción, no sé si se refería a la especie humana, a la banca
en general o a su banco en particular. Es la imagen de la garrapata gigante que
absorbe por encima de su capacidad y termina como no me apetece contarte a esta
hora tan apetecible del aperitivo.
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