Buscar este blog
sábado, 30 de diciembre de 2017
Abracadabra. (En Hoy por Hoy León, 29 de diciembre de 2017)
A dos días del final del año tiene uno la tentación
de hacer recuento de los días que han pasado. Parece que esas fechas que se
dibujan como metas en el calendario, el treinta y uno de diciembre, el día del
cumpleaños, el día de cierto aniversario, son momentos oportunos para la
recapitulación, para eso que en el catecismo que nos aprendíamos de niños se
llamaba –y se sigue llamando, claro- “examen de conciencia”. Tendemos a la
exageración en todo. Ya lo ves en los resúmenes de noticias que nos llegan por
todas partes, incluso en ese que te brinda FaceBook en el que el protagonista
eres tú. Siento que esa exageración de la que hablo acaba siendo una agresión
sensiblera que se reproduce en cada recapitulación. Quizá es que tengo el
corazón en piedra y no me siento con capacidad para estas lágrimas de fin de
año. Creo que en ese examen continuo de conciencia estamos completamente
perdidos y es mejor mantenerse en la idea mágica de que las cosas que van
pasando son fruto de nuestro quehacer y, por tanto, son nuestra responsabilidad
y no resultado de un azar misterioso que coloca los acontecimientos uno tras
otro en un carrusel emotivo de momentos brillantes para recordar.
Pero, en la magia, la clave
está en que lo que es no parece lo que es, o dicho más a lo clásico: “Nada por
aquí, nada por allá, mais voila”. Donde parece que no hay nada aparece algo,
donde parece que hay algo, resulta que no hay nada. Esa magia en la conciencia
de los días es quizá la salvación, la forma de esquivar la condena moral de tus
quehaceres. Nada por aquí, nada por allá, lo que pasó, pasó y no hay nada que
lo pueda remediar. Y un ramo de flores o un conejo surgen de la chistera para
dejarte boquiabierto y no pensar más.
Ya sabes que en estos días de Navidad uno de los
trucos de magia preferidos de la vida es hacer que se te aparezcan personas que
hace mucho tiempo que no ves. A mí se me apareció una de esas personas que
tienes en altares antiguos y que ya piensas que nunca más volverás a encontrar.
Solo pude hablar con ella diez minutos. Las personas como ella tienen el tiempo
justo para casi todo, porque se deben a muchos. Pero en esos diez minutos
aprovechó para decirme que, a pesar de su brillante carrera en el Derecho, ha
estudiado filosofía y está enganchada a lecturas de ética. ¿Qué mayor magia que
la de la moral?
Por eso hoy te traigo y te llevo por el tema del
recuento. Por eso me apetece hacerte frenar un poco en la inercia de estos días
y serenarte para que pienses en la importancia de cada acto. No porque después
te tengas que examinar. No porque luego vayas a sentir la punzada de la culpa.
No porque dependa de esa acción tu felicidad o la de los otros. Solo porque ser
consciente de que cada acto es importante es lo que hace de tu vida algo
verdaderamente mágico, algo especial. Si no importa lo que hacemos, ¿qué
importa?
Me pregunto si será por eso que el festival de magia
se llama Festival Internacional León Vive
la Magia, incluyendo las palabras “magia” y “vive” de forma tan cercana. Me
gusta más hablar de magia que de ilusionismo, porque es verdad que los trucos
de magia que nos muestran los magos en los escenarios son meras ilusiones, pero
esa ilusión es tan real y poderosa como lo es cada acto de nuestra vida. No
pierdas la ilusión de la magia, no confundas una ilusión con otra. Vive la
magia. La magia de cada instante es lo mejor que tenemos.
viernes, 22 de diciembre de 2017
Manual de urbanidad. (En Hoy por Hoy León, 22 de diciembre de 2017)
Está escrito en mi manual de urbanidad que no se
debe importunar con preguntas impertinentes. Importunar e impertinencia son dos
palabras exquisitas en el manual de las buenas maneras, ese que tienes que
desempolvar para estar a bien en todo en este fin de semana de buenos deseos,
estos días locos del buen rollo obligatorio.
Me parece que el elemento clave de la Navidad es
esta obligada necesidad de buenos sentimientos, más allá del consumismo o de la
típica historia de las cenas familiares con toda su miscelánea de armonías y
disonancias. Por eso es necesario desempolvar el manual de urbanidad como
metáfora de ese deseo de que todo luzca en su sitio, todo se encaje con
elegancia y los villancicos suenen en el frío de más allá de los cristales como
un elemento más del confort interior. Ahora que ya es invierno no tenemos
ninguna necesidad de seguir esperándolo y, sin embargo estamos aquí diciendo
que viene el invierno, que está llegando, que se anuncia en ese Juego de Tronos
de la política nacional, que lo peor está por venir, que esa idea de que la
economía renace será pertinente para muchos, pero es impertinente para los más.
Esa cosa neoplatónica de que todo fluye de arriba para abajo, esa emanación
supuesta que llega a todo desde lo más a lo menos, de forma que la bonanza
económica va alcanzando desde los más poderosos a los que menos pueden, es una
metáfora incierta. Quizá es por eso que han colocado en la Plaza de San Marcelo
esa fuente de luz en blancos y azules que recuerda un poco la idea de Plotino,
o al menos la idea que yo me hacía de eso de la emanación cuando estudiaba su
filosofía.
A mí particularmente la fuente no me gusta, pero me
imagino que sobre gustos no hay nada escrito, no es como la urbanidad. Lo que
pasa es que, como he dicho que no quiero hacer preguntas inoportunas, no voy a
preguntarme cuánto puede costar un adorno como ese. Alguien me sopló una
posible cifra en el transcurso de una cena, pero no quiero ser mezquino en la
víspera del fin de semana de Navidad. Sigamos con el buen rollo de estos días y
sumémonos al tren del gastar porque en estos días hay que gastar. Y sí,
tendremos que confiar en que esa fuente de la Plaza de San Marcelo, tan cerca
de los símbolos de este nuevo León que ruge su recién conquistada vitola de
capital gastronómica, sea una estampa de la abundancia, de la bienaventuranza,
de la prosperidad que ojalá este año tan prometedor termine por traernos a
todos.
Entre tanto me leeré otras líneas del manual de
urbanidad. Me fijaré en esa que resalta la regla de las tres “eses”, porque es
verdad que hay cosas que uno debe de hacer a solas, en sábado y al sol, que la
discreción es una virtud que las redes sociales están poniendo fuera de juego y
en las fotos que publicarás en el Instagram debes tener claro que no puede
aparecer el rictus de desagrado de tu hermano el pequeño, ni la mirada
despectiva de la tía de Alicante, ni el “michelín”
desabotonado de la barriga de ese sobrino de Bilbao que sabe todo sobre todas
las cosas.
No seamos inoportunos ni impertinentes. Tengamos la
fiesta en paz.
viernes, 15 de diciembre de 2017
Una lágrima del mejor hombre del mundo. (En Hoy por Hoy León, 15 de diciembre de 2017)
El mejor hombre del mundo tenía en el ojo izquierdo
una lágrima. A veces ocurre que una lágrima se queda sin derramar, agarrada a
las pestañas del párpado o simplemente navegando por la esclerótica del ojo sin
terminar de saltar al vacío. Creo que sabes de lo que te hablo, aunque no estoy
seguro de que todo el mundo haya experimentado esa sensación.
Al mejor hombre del mundo no le queda bien llorar, y
eso que sabe hacerlo y lo ha demostrado en muchas ocasiones; pero no te
confundas: no le queda bien llorar no porque sea un hombre, sino porque su
mirada está hecha para la risa. El mejor hombre del mundo, sin ser un hombre
superior, ha aprendido a reír obedeciendo ciegamente el mandato de un loco
alemán y sabe que el mundo es mejor desde que la risa espanta el miedo, la
culpa, el dolor y toda esa mochila de pesadas piedras que arrastran quienes
todavía no han aprendido a santificar el valor de la alegría. No obstante, ese
día, tenía una lágrima asomada al ojo izquierdo, una lágrima brillante y firme,
perfecta en su definición, dispuesta a rodar por la mejilla en cualquier
momento en el instante mismo en el que fuera preciso.
Entiendo que esa lágrima tan bien dispuesta en su
desborde, podría ser equivalente a la que se llorara por la muerte del Gran
Sidoro el de Casa Isidoro, el que tantas ideas de mágico realismo montañés ha
derramado en los artículos de Fulgencio Fernández, si es que se permiten las
lágrimas en el grupo de filósofos de lo rural sin obra publicada, que espero
que sí. Una lágrima parmenídea en su perfección como si se llorase a la vez de
pena, de alegría, de rabia, de pura risa, porque todas las emociones se resumen
en una sola que es la belleza.
Ocurre que la noticia más impactante de la semana
puede no ser de titular a cinco columnas, como es el caso. Fíjate que ese mismo
día que se supo lo del premio a Fulgencio por su libro Leonesas y pioneras, se supieron otras cosas que nos pusieron en
vilo, otras historias que nublaron en los titulares de las noticias de cada uno
lo sabido por todos. A toda página viene escrito lo que de verdad importa, más
allá de lo que a nosotros nos pasa. Es como que esa lágrima en el borde del
párpado del mejor hombre del mundo no es noticia sino para él, como la muerte
de Sidoro lo es para unos pocos, como el premio a los mejores libros leoneses
del año se queda donde se queda. Para otros solo cuenta el partido del ADEMAR
contra el Valladolid con esa victoria escasa tras una primera parte de vértigo
que prometía una paliza o para otros el llenazo del Salón de Actos del
Ayuntamiento en el asunto del “León, Manjar de Reyes”,
que se entiende que atraerá tanto a tantos.
Me paro a
pensar en esa inmensa fractura entre el titular del día y la lágrima contenida
del mejor hombre del mundo. ¿Por qué llora? ¿Qué acontecimiento terrible
provocará en él semejante escalofrío? ¿A qué reporteros podremos preguntar por
su tristeza? ¿A quién importará lo que suceda en un solo corazón por mucho que
sea el corazón que late en el pecho del mejor hombre del mundo? Algún día
terminará esa lacra y ningún hombre se creerá en el derecho de obligar a una
mujer por encima de un “no”, algún día el mejor hombre del mundo dejará que
desaparezca esa lágrima eternamente lista para ser llorada.
viernes, 1 de diciembre de 2017
Pequeño cementerio de mascotas. (En Hoy por Hoy León, 1 de diciembre de 2017)
Desde hace siete años tiene una ocupación todos los
días. No puede faltar ninguno. Cada día, antes de que se ponga el sol, tiene
que sacar a su mascota y no ha fallado desde entonces ni uno solo. “Y es un
bicho que no te tiene ningún cariño”, me decía. “Es un bicho muy territorial
que sabe que tiene comida fácil. En realidad no es que vuelva cada tarde, es
que nunca se ha ido”. Son los sacrificios ocultos de la cetrería, eso que no se
ve en las exhibiciones. Cuando el cetrero le levanta la capucha al halcón, hay
un bufido de desprecio. Un gesto contra el domador domado, ese que tiene que
estirar el brazo con el guante, ese que tiene que llevar a su halcón al palomar
para que pueda satisfacer la pulsión ciega de la caza, el instinto de muerte.
Yo añoro a mis dos perros. Los dos han muerto, quizá
por mi inconsciencia, porque cuando muere quien depende tanto de ti puede que
haya algo en lo que no has estado del todo atento. Digo puede, solo puede,
porque ojalá que fuésemos capaces de controlar todos los factores, aunque esa
angustia de sabernos controladores perfectos también acabaría con nosotros. Es
verdad que en la historia del halcón hay un doble fondo de animal libre y
prisionero que no comparte la vida de humano de la mayoría de las mascotas
perro, para quienes queda muy atrás la categoría mascota y adquieren, cuando
menos, la de compañero, amigo, y hay hasta quienes llegan a concederles la
condición de hijo, de bebé, de hermano. Un halcón no es nada de eso. En un
halcón uno admira la belleza del vuelo, la velocidad del rayo, la determinación
de la caza. Son cosas que imagino, porque nunca se me habría ocurrido tener un
halcón como mascota, pero, cuando escuchaba esta historia de amor esclavo,
-¡siete años sin dejar de volar todos los días a su halcón!- pensé en el viejo
chiste del perro que saca a su amo a pasear, esa inversión de términos en la
que el cetrero es la mascota del halcón, ese desplazamiento del centro del
universo que no nos terminamos de creer a pesar de lo que demostró Copérnico.
Me siento mascota de mi trabajo, de mis pequeñas
adicciones. Mascota de la incierta soledad del miedo permanente a la desdicha,
mascota de mis propias engreídas pretensiones. Estás en la rueda del hámster
todas las mañanas revolviendo el café mientras escuchas en la radio las
noticias. Estás en el laberinto de la rata caminando hacia el trabajo o al
mercado o a llevar a los niños al colegio. Estás en la celda del zoo a la hora
de la comida, en el foso de los osos polares a la de la siesta, en la falsa
libertad del estanque de los peces dorados cuando llega la tarde y te
desperezas de tus rutinas. Duermes en el terrario de las arañas. Eres halcón
brillante en alguno de tus sueños y regresas al brazo del cetrero y a la
caperuza con el ruido del despertador. ¡Todos los días del año volando al
halcón para que no se muera!
Pero si se muere, te cuento un secreto: hay un
pequeño cementerio de mascotas en un pueblo de aquí al lado. Los niños
descansan su miedo cuando entierran a su mascota muerta y me han soplado que
alguna madre ha sabido improvisar un pequeño cementerio en Canaleja, un lugar
en el que descansan las mascotas y tienen flores y adornos y reciben lluvias y
nieve y sol y viento.
Suscribirse a:
Entradas (Atom)