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viernes, 23 de febrero de 2018
Una de japoneses. (En Hoy por Hoy León, 23 de febrero de 2018)
Un amigo me ha invitado a participar en una de esas
cadenas de FaceBook en las que nunca participo, ni él, ni, por lo visto,
ninguno de los que estamos participando. Se trataba, en principio, de elegir un
fotograma de una película en blanco y negro; un fotograma cada día durante
siete días. Tiene gracia que la cadena empezara el martes y que ayer jueves a
las nueve de la noche ya hubiera seis películas ensartadas en sus eslabones. Se
diría que se nos desbordó el entusiasmo. Yo mismo tuve que contenerme el martes
para no mandar mi fotograma hasta el miércoles, pero, a partir de un cierto
momento, la cadena ya ha funcionado imparable, saltándose ese requisito inicial
de siete pelis en siete días.
Te lo cuento porque, al ver la imagen del embajador
de Japón en su visita a León para participar en los actos de conmemoración del
centésimo quincuagésimo aniversario del establecimiento de relaciones
diplomáticas entre España y Japón, me he acordado de aquellas películas de
japoneses que tanto me impactaron de chico, no sé si el Puente sobre el río
Kwai, Objetivo Birmania o Destino Tokyo o quizá las tres y otras imágenes que
se me han ido mezclando con el tiempo; imágenes que proceden de películas
japonesas que me han atrapado también de mayor o puede que imágenes que yo
mismo haya podido construir devorando las páginas de Murakami, a quien tanto
admiro.
En esa vida en blanco y negro que es la memoria de
mi infancia las estampas se suceden en un carrusel tan dislocado que se convierte
en película, una película que se monta sin orden ni concierto, pero en la que,
curiosamente, hay un hueco que se escribe en japonés, quizá por las series
infantiles de dibujos animados que llegaban desde América con rasgos japoneses,
quizá por esos fotogramas en la tele de blanco y negro de los que te hablo.
Y ahora, cuando miro y veo a muchos jóvenes
atrapados en el universo “ánime”, me doy cuenta del modo en el que la cultura
es capaz de filtrarse en capilares ajenos. Es algo así como entender que la
idea de la interculturalidad no es una ficción literaria en los libros de
antropología. Comprender esa riqueza creo que es un reto para nuestro cascarón
puro de casta “leonesidad” o “españoleidad” o, si quieres que amplíe mucho las
fronteras, “occidentalidad”. Me parece que hay que romper esa cáscara y salir
de ella, que quizá un modo de salir del estancamiento económico en el que
estamos sea comprender la importancia de estar fuera de esa muralla protectora
que se derrumba por ósmosis, por esa capilaridad de base que es la cultura, por la fuerza de las
cosas. Ya. Ya sé que eso todos lo sabemos. Ya sé que es un lugar común y una
frase hecha y puede que hasta fácil, pero, ¿acaso no tenemos derecho a
repetirnos?
Hace unos días hablábamos de evolución a propósito
de los Heike, unos cangrejos del mar del Japón que han conseguido grabar en su
caparazón la cara de un samurái. Mientras contaba la historia del pequeño
Antoku y sus guerreros, me acordé de un leonés samurái, uno de esos muchos que
han roto el cascarón y se han ido, un ingeniero que trabaja y vive en Japón,
cuya gesta debería servir para hacer crecer lo que hay aquí. Me gustaría pensar
que, como en la cadena de la que te hablaba al principio, hay un impulso
imparable en la apertura.
viernes, 16 de febrero de 2018
Lo que la libertad esconde. (En Hoy por Hoy León, 16 de febrero de 2018)
Si tu rutina te llevaba por Doctor Fleming, vas a
entender muy bien algunas de las cosas que te quiero contar. Quizá estás ahora
en el atasco que se forma debajo de los pasos elevados de la Calle del
Príncipe, llegando a la glorieta que hay en Párroco Pablo Díez, o bordeando por
la Calle Astorga o callejeando hacia el Paseo de Salamanca. Puede que alguno de
estos días te hayas olvidado del corte de tráfico y te hayas encontrado de
manos a boca con las señales de prohibido el paso y hayas tenido que improvisar
una alternativa. Puede que seas de esas personas calculadoras y eficientes que
nunca se ven sorprendidas por estas circunstancias y tengas perfectamente
planificados tus trayectos. En cualquier caso, tus rutinas han sufrido una
variación. Durante los próximos meses tendrás que recalcular el trayecto para
llevar a los niños al cole, para ir a trabajar o para ir al supermercado, qué
se yo. Quizá sea una buena oportunidad para dejar el coche y redescubrir el
placer de caminar.
Fíjate que, en realidad, la variación que han
sufrido tus trayectos, aún en el caso de mayor atasco, no ha sido de más de
quince minutos. Cinco, diez minutos, quince como mucho. Y sentados en los
coches, esperando el turno para salir del pequeño atasco, adviertes los gestos
crispados, la irritación, el mal humor de los conductores que aguardan el turno
para llegar a la rotonda y escapar.
Hace poco estuve viendo en un periódico una
estadística sobre las ciudades más atascadas del mundo y el tiempo que se
pierde en los atascos. Decía el gráfico que, en 2017, en Los Ángeles se
perdieron 102 horas y, por ejemplo, en Moscú 91. No sé bien cómo se han hecho
estas mediciones y qué es exactamente lo que quieren decir, pero me doy cuenta
de que esos cuatro días de vida al año dedicados al atasco no tienen nada que
ver con nuestros diez minutos. Y, a pesar de todo, nos exasperamos. ¿Qué es lo
que nos tiene tan enfadados?
Puede que estemos tan irritables porque no actuamos
con libertad, porque nos hemos estrangulado en un papel social tan rígido, en unas
obligaciones sociales, económicas y morales tan tensas, que no somos capaces de
dejar el menor resquicio para que aparezca la espontaneidad. Y eso nos sitúa
siempre en la línea roja del enfado. Te cuento una historia para que veas cómo
funciona cuando lo hacemos al contrario. Este lunes de carnaval coincidí en una
fiesta con un amigo que tiene importantes responsabilidades políticas. No es de
aquí, así es que no trates de descubrir de quien se trata, porque no lo vas a
adivinar. Al comenzar la noche, como no nos gustan los disfraces ni a él, ni a
mí, ni a otros con los que estábamos en la fiesta, estuvimos charlando, tomando
alguna cerveza y hablando de tradiciones y cosas así, viejos chascarrillos,
bromas de factor común. Pero alguien en el grupo soltó la bomba: “¿Y si nos
disfrazamos? ¿Y si, sabiendo que nadie espera que lo hagamos, nos vestimos y
salimos a ver qué pasa?”
Te puedes imaginar lo que gozó. No hay palabras para
describir lo que destapó el hecho de poder hablar con libertad debajo de su
máscara con la gente de la calle. “Y es que nadie me conoce”, decía. “Puedo
hablar con cualquiera y no me conoce”. Y se salió de sus rutinas. Se salió de
su corsé. Y fue feliz unas horas. Es lo que la libertad esconde.
viernes, 9 de febrero de 2018
Pocos como tú. (En Hoy por Hoy León, 9 de febrero de 2018)
La verdad es que no tengo claro que sea solo una
cuestión de comas. Creo que el significado va más allá de la forma y, al final,
lo que queremos decir es lo que decimos realmente y es lo que se entiende, con
independencia de cómo lo digamos, aunque te concederé siempre que la forma, que
las formas, son de extremada importancia. Lo que pasa es que la semántica es la
semántica y a mí me sigue pareciendo que lo que cuenta es lo que quieres decir,
lo que se entiende de lo que quieres decir.
La frase es esta: “pocos como tú consiguen todo lo
que se proponen”. Fíjate que es una frase que esconde un pequeño enigma, porque
podemos poner las comas como queramos, que siempre podremos buscar significados
diferentes. Podemos traducirla de este modo: “pocos consiguen lo que se
proponen, cosa que tú, felizmente, has hecho”; o con una pequeña variante de
esta misma traducción podríamos decir: “pocos consiguen lo que se proponen,
cosa que tú, desgraciadamente, has hecho”. Pero fíjate que también podríamos
traducirla así: “pocos, que sean como tú eres, consiguen lo que se proponen”; o
variaciones diversas sobre esta idea: “pocos tan vagos como tú consiguen todo
lo que se proponen” o “pocos tan buenos como tú consiguen todo lo que se
proponen”. Pocos, muy pocos son como eres tú y pocos, muy pocos, son capaces de
hacer lo que tú haces. ¡Qué cosas! Una misma frase puede ser un halago o un
insulto. Y da lo mismo la entonación o el modo en el que coloques las comas. Lo
que cuenta es la intención del que habla y el modo en el que siente el que
escucha. La creación de la realidad es por el lenguaje. Y el lenguaje es el
modo en el que juegan los hablantes.
Y aunque es
un juego muy fácil, te propongo jugar con un titular que leí ayer en la edición
digital de un periódico: Febrero, mes del
chorizo, en la Capitalidad Gastronómica de León. Para ser más exactos, febrero
va a ser, o mejor, está siendo, el mes del chorizo leonés. Y aquí también
tenemos polisemia. Lo que pasa es que la palabra “chorizo” significa cosas muy
diversas, como por ejemplo “ratero”, “ladronzuelo”, pero también sirve para
referirse al balancín, la barra que usan los equilibristas. Es como que te
agarras al chorizo y eso te permite mantenerte caminando en el alambre. Fíjate
qué lluvia de significados. Pero sabemos que, en este contexto, cuando hablamos
de chorizos, no hablamos de otra cosa que del chorizo que se come.
Lo dicho, febrero es el mes del chorizo, del que se
come. Y aquí en León hay mucho. Y como dice el presidente de la marca colectiva
Chorizo de León, está todo ahumado, porque si no lo está, lo está el pimentón:
este chorizo nuestro el humo lo lleva por dentro. Me da por pensar en esa
acepción de la palabra “chorizo” como balancín de equilibrista. ¿Será que todos
andamos en el alambre con la tranquilidad de poner los pies en lugar seguro
equilibrando los vaivenes de la realidad agarrados al chorizo de nuestro
lenguaje? Miedo da pensar que, en el XIX, eran chorizos también los componentes
de uno de los bandos en los que se dividían los aficionados al teatro en
Madrid. Los chorizos estaban enfrentados a los polacos. Va a ser verdad que
todo es teatro, juegos de lenguaje.
viernes, 2 de febrero de 2018
Bancos, mármoles y telas. (En Hoy por Hoy León, 2 de febrero de 2018)
La primera vez que va uno a un Juzgado nota el temblor del suelo unos centímetros por encima de la suela de su zapato. Da igual con qué edad te ocurra y da igual lo imponente que sea el edificio, porque lo que impone no es la majestad de la construcción, sino el pulso de saberse en el riesgo indefinido de la culpa, aun cuando esa culpa sea imposible y estés en la seguridad plena de que lo que te lleva ante el Juez no tiene nada que ver contigo.
Pero el temblor se esconde en el frunce de la preocupación, al menos esa primera vez. Al menos las primeras veces. Supongo que luego ya la cosa se vuelve cotidiana y la costumbre te permite andar por los pasillos con la calma de lo sabido. Este miércoles, había pasillos temblorosos bajo mis pisadas, porque necesitaría más costumbre para hacerme a ese mármol y temblaba un poco también la madera del banco en el que terminé por sentarme tras una muy larga espera. Eso todos lo saben. El tiempo en los bancos de la espera de los Juzgados se dilata como el reloj del gemelo de la paradoja, ese que ve cómo su hermano se escapa a la velocidad de la luz en un reloj que también atrasa. El tiempo se ablanda en la espera dura del momento de la declaración. Éramos tres los que esperábamos. Los tres teníamos muchos quehaceres. Los tres comprendíamos que el tiempo se debía detener por la importancia de lo que en la Sala de Vistas se juzgaba. Nuestros trabajos no importaban. Lo que importaba era saber que, con nuestro testimonio o sin él, la cosa juzgada terminaría por encontrar una solución inmediata. Lo importante era que se resolviera esa situación malhadada. Estábamos, como allí se dijo esa mañana, a la espera de la justicia.
Fue una mañana de mármoles, incontables vetas en las losas de mármol del pasillo, recontadas una y cien veces en la espera. Una mañana de bancos, unos tan cercanos a los otros, víctimas junto a presuntos victimarios, familias enteras, peritos, abogados, aprendices de letrado. Una mañana de telas negras enredadas en los brazos, colocadas a los hombros. Una mañana de rostros desencajados, tensos, nerviosos.
Uno de los abogados se quitó su toga negra con las manos ensangrentadas en tinta y se limpió como pudo, para dejar brillar su traje azul eléctrico, un traje de El Ganso, tras un buen trabajo que no dejó del todo satisfecho a su cliente, pese a conseguir lo principal: que no hubiera orden de alejamiento. Era imposible no escuchar. Era imposible no enterarse de la multa de 4 euros diarios durante 5 meses que le había impuesto la Juez a un acusado. Imposible no escuchar la condena de los dos años, que importó menos que la cuenta de los euros. ¿Y eso cuánto es? Seiscientos, le dijo después de hacer la suma con su móvil la muchacha de tacones casi circenses que aprendía junto a un joven abogado. Imposible ver el transcurrir del día sin colocar otra vez el folio pegado a la pared con una chincheta que acababa de desclavar un bebé aburrido desde los brazos de su madre distraída. Imposible no pensar en quienes vengan a un banco como este quizá en una condición que no sea de testigo, quizá en condición de investigado por haber tomado decisiones sin saber que las está tomando, o sabiendo, o quien sabe, o por haber estado pisando otra madera, bajo centímetros espesos de mullida alfombra en reuniones del Consejo de Administración de aquella Caja.
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