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sábado, 28 de abril de 2018
Ponerse a cien. (En Hoy por Hoy León, 27 de abril de 2018)
La
imagen es una impresión más que un dibujo definido, es la vaga memoria de la
felicidad después de un par de cervezas tostadas en el taburete de los
recuerdos. La estampa es de cuando todavía los carros se movían con la fuerza
de las bestias, de cuando todavía los caminos no estaban hechos a los
todoterrenos, de cuando el tiempo se medía por cosechas.
“Señor
Manuel, ¿cómo es que viene usted tan contento?”, preguntó el maestro de
Sigüeya. “¡Y cómo no voy a venir contento, si las llevé en cachos y las traigo
enteras!”, contestó el señor Manuel que traía la música del carro lleno de
patatas recién recogidas coloreando la escena como la banda sonora de una gran
superproducción. El tiempo se detenía en las tareas. Ahora es momento de echar
patatas. Hay que echar las patatas en cachos para que luego la tierra las
devuelva enteras. La tierra y el agua. Y el trabajo.
El
maestro trae de su memoria aquel dibujo, pensando que era otra vida. No vamos a
decir mejor. Era otra. La vida de cuando uno es joven. Nos pasa eso muchas
veces, que echamos la vista atrás recordándonos en un mundo que queremos
comparar con este, aun sabiendo que el
mundo es este y no se puede comparar con ningún otro, a no ser en utopías,
fantasías o ensueños. “Lo que fue”, “lo que hubiera sido”, “lo que hubiera
podido ser”, “lo que me gustaría que fuera” frente a un implacable “lo que es”.
Por el camino las patatas, con su bicho, con su sulfato, con sus malas hierbas;
las mismas patatas de siempre o patatas reconstruidas con ingeniería genética.
Por el camino la vida chirriando en los ejes del carro, que chirrían siempre,
por mucho que los engrase el que no es tan “abandonao” como aquel.
Hablando
del carro del señor Manuel, el que lo contaba, que había sido maestro de
Sigüeya, se encendía hablando de aquellas fiestas, de aquel modo de ser, de
aquellas mujeres de bandera que hacían de la vida un sueño. Para otros. Siempre
para otros. Que él aquellos años vivía como ahora, en su eterno y romántico
amor. Solo que aquellas mujeres tan derechas, tan hechas a todo, le ponían a
uno a cien, aunque nunca pensara en nada más que en admirarlas. Y esa
expresión, “ponerse a cien”, hablando del carro del señor Manuel lleno de
patatas o de las mujeres de La Cabrera en aquellos años tan lejanos, aquellos
años tan Carnicer en los que Las Hurdes se llaman Cabrera o poco después, me
empuja a preguntarte por las cosas que te ponen a cien a ti. Ayer escuchaba a una
mujer ponerse a cien criticando la sentencia del caso de La Manada, un hombre
se ponía a cien desde su coche y le impedía salir de un aparcamiento en batería
a una mujer porque le había obligado a frenar, el vecino se ponía a cien el
miércoles gritando los goles del Madrid como si no hubiera en el mundo nada más
que el fútbol. ¿Qué cosas son las que te ponen a cien? ¿Lo has pensado? Seguro
que lo sabes: un olor, un gesto, el sonido de las ruedas de un carro.
Te digo yo otra cosa que te pone a cien: te pone a cien la DGT para arreglar el problema de la autovía de Benavente. Te pone a cien en el tobogán de la derecha porque si no vas a cien, te matas; pero te pone también a cien por la izquierda para que la cosa vaya por su carril. Y a mí me pone a cien que esa tenga que ser la solución del despropósito. Bueno, eso y que me escuches cada semana, seas quien seas y hagas lo que hagas.
Te digo yo otra cosa que te pone a cien: te pone a cien la DGT para arreglar el problema de la autovía de Benavente. Te pone a cien en el tobogán de la derecha porque si no vas a cien, te matas; pero te pone también a cien por la izquierda para que la cosa vaya por su carril. Y a mí me pone a cien que esa tenga que ser la solución del despropósito. Bueno, eso y que me escuches cada semana, seas quien seas y hagas lo que hagas.
viernes, 20 de abril de 2018
Solo con tilde. (En Hoy por Hoy León, 20 de abril de 2018)
No vayas a pensar que se me olvidan mis tareas, que
dejo que este sol por fin me venza y que te abandono a un comentario de viernes
construido con cuatro lugares comunes y un refrito. Sé que lo parece, que la
impresión que te va a dar cuando escuches la última palabra es la de que hoy no
me lo he pensado mucho, pero no es así, es solo que hay días, quizá semanas, o
puede que medidas imposibles de tiempo, en los que no me encuentro en mí y me
disperso, me deshojo, me hilvano en lo otro y desaparezco.
Hoy déjame que te hable de dos Pilares y un
valiente, sin nada que ver con la semana o con el día, sin más actualidad que
la de pensarlo ahora. Me gusta la palabra “pilar” por su solidez rotunda y la
palabra “valiente” por su emoción; por dejar suspensa una idea de movimiento,
de algo que permanece porque está siendo, como “candente”, “hirviente”,
“doliente”; por expresar lo que está en la acción de hacer “valor”. Dos
pilares, te decía. Un pilar que es la experiencia de la muerte, el hueco que
queda en la mano inerte, vacía al separarse la caricia, pero que recoge el
cariño de una vida hecha de dones, los dones de quien acepta lo sencillo para
encenderse. El otro que es la desbordada incontinencia de la risa para
contrapesar la angustia, para descoser el silencio. Dos pilares en dos Pilares,
una alta y delgada; otra más bajita y de pelo más corto. Una que me habló de
ese hueco que queda en la mano para recogerlo todo y la otra que me dijo riendo
que se niega a escribir solo sin tilde y que, para evitarlo, escribe solamente. Y me quedé con esos pensamientos bobos, esa cosa
mía de jugar con las palabras hasta retorcerlas y pensaba en cómo hemos hecho
que “solamente” se transforme en “solo”, sin necesidad de tilde para la
desambiguación, porque realmente lo que me pasa es solo que solo nazco y solo
ocurre que solo vivo y solo moriré, solo. Solo con tilde ya se ha muerto en el
cristal de la ortografía y queda solo.
Pues eso, que ya solo me queda hablarte del
valiente. Un valiente que salía solo al borde de la acera por la calle Viriato
en dirección a la Avenida de San Ignacio. Veía desde mi coche su espalda fuerte
encerrada en una camiseta blanca, que reflejaba el negro de unos guantes
impropios del calor del día, pero necesarios. Detuve un poco la marcha para
dejarle pasar. Se había bajado de la acera y sorteaba el tráfico, moviéndose
entre los coches hasta llegar al semáforo. Allí, al llegar a la avenida, el
valiente giró a la izquierda. Yo había anticipado que se subiría a la acera por
el paso de peatones, pero me dejó boquiabierto cuando vi que se sumaba al
tráfico, buscando, eso sí, el cobijo de los coches aparcados en batería junto a
los bares que hay frente al Hospital de San Juan de Dios y un poco antes. Empujaba
las ruedas de la silla y, en cada movimiento, se advertía la tensión de la
espalda, la firmeza de su determinación, la rutina de verse obligado a hacer
esto cada día. Cuando pasé a su lado me pareció que sonreía, que movía la silla
sin ningún esfuerzo, que asumía el mundo bajo sus ruedas, que sabía cada
centímetro de riesgo en ese recorrido hacia la libertad.
Es solo
que ya no conviene escribir solo con tilde, que una mano inerte puede albergar
el mundo y que las sillas de ruedas no deberían verse obligadas a ir por la
calzada. Ya ves, mucho más que cuatro lugares comunes y un refrito.
viernes, 13 de abril de 2018
El valor del fallo. (En Hoy por Hoy León, 13 de abril de 2018)
¿Una catedral? Pues una catedral. ¿Qué no es la de
León? ¿Y qué importancia tiene eso? Vale, es la de Burgos, ¿y cuál es el
problema?
Podría justificarse así la metedura de pata de
Correos, como si de un máster fantasma se tratara. De hecho creo que se
abunda en el error cuando, al justificar el “gambazo”, el Presidente de
Correos dice que bueno, que en realidad todos somos españoles y castellanoleoneses
y lo dice sin “ye”, que ya sabes que la “i griega” se llama así desde hace un tiempo.
Esa idea extraña de lo castellanoleonés todavía sigue existiendo. No hay forma
de que se entienda que sin León no hubiera España; que antes que Castilla
leyes, Concilios, Fueros y Reyes dieron prestigio a León. Pero no hay que
preocuparse, que, como también dijo el Presidente de Correos, al menos no se
confundieron con la catedral de Cuenca y la confusión fue con la de Burgos.
Digo yo que será porque está más cerca, porque el daño que yo veo es que, en un
sello que se dedica a León, aparece una catedral que es de otro sitio. Pero no
pasa nada. Se hace otro sello y ya está. ¡Será por dinero!
Y lo curioso es que el fallo garrafal, inadvertido
por tantos filtros como habrá tenido que pasar el diseño del sello hasta que un
periodista lo advirtió en la presentación, ha disparado la venta. La filatelia
tiene estas cosas, de manera que lo que pueda haber de imperfecto es lo que da
valor. La rareza, el defecto, el descuido, hacen de lo que está hecho en serie
algo diferente y ahí se convierte en tesoro.
Pero eso es una anomalía en la sociedad del éxito.
Ya has oído hablar a Trump de sus misiles chulos, nuevos e inteligentes. He
traducido “nice” por “chulo” en una especie de lapsus; que me perdonen quienes
piensan que es mejor decir “bonito”. En la sociedad del éxito, no hay sitio
para el error y no hay hueco para los problemas de la virtud que son feos,
viejos y quizá un poco al margen de la inteligencia, que Sócrates no nos
escuche. ¿Qué más dará una catedral que otra? ¡Si no se va a fijar nadie! Hasta
que alguien se fija y ese sello chulo y nuevo se convierte en un misil para la
inteligencia y, como no tiene remedio, ahí va una serie ilimitada de ejemplares
con la catedral de Burgos ilustrando el fondo de la “E” de la matrícula León.
¿Y todavía me preguntas que cuál es el problema? Casi hubiera preferido que
fuese la de Cuenca, aunque ya sé que no pasa nada y lo que ocurre es que pienso
que en el fondo da igual, como ocurre con tantas cosas.
Quería
hoy, recordando un viejo artículo de Rafael Argullol titulado Quien pierde gana, recuperar el valor
del fracaso. En él se habla del “difícil arte de perder” y me recuerda algo que
hacíamos de chicos con las bicis. No estamos dispuestos hoy a reconocer que se
puede ganar cuando se pierde, que se puede crecer con el fallo. Yo esta semana
he cometido varios errores que han traído problemas a otras personas. No es,
como en el tema del sello, un meter la pata por inadvertencia, ni, como en el
del artículo de Argullol, una heroica del fracaso; es sencillamente comprender
que uno se equivoca y tiene que pedir perdón. Si eso añade o no valor a lo que
uno hace es otra historia. No hace falta ningún máster para comprender que
sostenella y no enmendalla es más de cobardes que de
valientes.
viernes, 6 de abril de 2018
Yerba recién segada. (En Hoy por Hoy León, 6 de abril de 2018)
La única prueba de que ha llegado la primavera,
además del olor a yerba recién segada en el Parque de Quevedo, es que ya hay
otra vez camas cruzadas en el Hospital. Este andancio tan leonés no es otra
cosa que una enfermedad epidémica leve que nos visita todos los años. Lo raro
es que, sabiendo de antemano cuándo se producen estos incrementos en la
incidencia del mal, no se hayan tomado medidas para abordar la avalancha. Al
menos eso era lo que denunciaban ayer los sindicatos.
La verdad es que esta primavera propia de los reinos
del norte de Juego de Tronos está dejando un implacable rastro de toses. Se
siente uno en Winterfell con estos días de viento frío y lluvia, días de
despertar de la savia dormida en el invierno, pero sin esa caricia agradable
del calor de las tierras del sur. Menos mal que ayer tuvimos un agujero de sol,
un poco de luz entre borrasca y borrasca. Lo comentábamos con colegas que nos
visitan estos días, colegas que vienen del verdadero norte, polacos, lituanos,
también franceses e ingleses y sobre todo con los que vienen del centro,
italianos del norte, croatas y del sur, los sorprendidos griegos, que no
esperaban una primavera de Invernalia a las puertas de León. Estuvimos paseando
por la ciudad aprovechando la tregua de sol de ayer y quedaba en ella el
resabio de los días de la Semana Santa, esa especie de resaca del lleno total.
Pese a todo, muchos grupos de visitantes seguían a sus guías todavía en estos
días de la semana después, como anunciando que por fin ya no es todo cosa de
Jueves y Viernes Santo, que hay algo que empieza a consolidar el destino León
como una opción sólida de turismo. Nos queda mucho por crecer, eso es cierto,
pero tenía la sensación, no sé si la fantasía, de que algo está cambiando. Ya
era hora.
Me pasó una cosa que quiero contarte. Cuando
estábamos viendo la catedral, en ese punto en el que se cruzan la nave central
con el crucero, ahí en donde yo creo que está el corazón de la belleza de la
luz y el equilibrio, un rayo de luz se colaba no sé por dónde, escapando al
tamizado de color de las vidrieras. Era un rayo de luz pura, que durante unos
segundos se detuvo en el pilar que separa el crucero del coro, ya sabes, ese
que está ahora acordonado, pero que tiene un banco en redondo tan gastado por
el tiempo que sentarse en él era transportarse a otras alturas. Y la luz
proyectada desde el exterior sobre la piedra formaba un pequeño círculo que al
bañar los nervios que recorren el pilar se acomodó a los pliegues doblándose en
forma de corazón. El efecto duró menos de un minuto. En lo que tardé en
intentar hacer la foto con el móvil se deshizo y solo pude captar una figura ya
desdibujada, sin la perfección del primer momento, pero todavía era un corazón.
Un corazón en la piedra, vivo ayer entre las doce y veintitrés y las doce y
veinticinco, una eternidad, un suspiro. Me da por pensar que lo eterno está
para albergar la belleza sublime de lo efímero.
Por eso
el andancio no es real, por eso el olor de la yerba recién cortada en el Parque
de Quevedo es el genial anuncio de la llegada de la primavera, la evidencia de
que uno se puede curar de cualquier mal con solo agarrase a esa sensación de
belleza y bienestar que es un dibujo en una piedra o un paseo, aunque sea frío,
por un parque.
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