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viernes, 3 de febrero de 2012

Una generación de tecla fácil. (En Hoy por Hoy León, 3 de febrero de 2012)

Imagino que recuerdan la polvareda mediática que se suscitó hace algunos días a propósito de una página web en la que aparecían fotos de universitarias leonesas que se habían publicado sin su permiso. Las fotografías en cuestión habrían sido capturadas de modo fraudulento desde las páginas de una conocida red social y se exhibían en una web en la que, según explica Alberto Martín, el Presidente de la Junta de Estudiantes de la ULE, se establecía un ranking de las más guapas. Cabría dedicar un comentario a la vertiente machista del asunto. Conociendo a Alberto y su compromiso con la defensa de las ideas de respeto a la diferencia y lucha contra la discriminación, estoy seguro de que eso ya está en buenas manos, como también sé que defenderá con todos los medios a su alcance a las personas que se hayan visto afectadas.

         Por eso prefiero llevar el comentario por la otra vertiente, utilizando lo que los impulsores de la web en cuestión han utilizado como argumento de defensa. Según ellos, el objetivo de la página era mostrar los fallos de seguridad de la red social Tuenti. Si esto es así, se ve que se les ha ido la mano con el tema, porque no había ninguna necesidad de utilizar las fotos robadas como elementos de un inaceptable escaparate de bellezas. Se ve que estos chicos de hoy, tan acostumbrados a relacionarse por la pantalla y la tecla, son de dedo fácil y les va más deprisa el teclado que el cerebro.

Esta velocidad en el tecleo, tan fascinante cuando les ves utilizar los pulgares sobre el teclado del móvil, inunda de información de un modo acrítico Tuenti, Facebook o cualquiera de estas redes sociales que nos permiten compartir cibernéticamente nuestra intimidad. Un porcentaje altísimo de lo que se publica en ellas es fruto de un impulso del momento y no está mal que nos dejemos llevar por los impulsos, lo malo es que esos impulsos quedan registrados. 

Cuando dos personas discuten en la plaza, en la calle, en el trabajo, en la cocina de casa, pero discuten abiertamente, dejando que el viento se lleve las palabras que se escupen a la cara, por muy malvadas que sean, lo que se dicen termina esfumándose en esos recodos de la memoria, tan bien preparados para diluir todo aquello que nos parece imposible digerir. Podrá ser que no se resuelva nunca el conflicto, que todo termine volando por los aires, pero las palabras exactas serán olvidadas. Ocurre que,  ahora, los jóvenes se quedan con la discusión en la pantalla, desplegada ante sí con todo lujo de detalles, para repasarla una y mil veces, para descubrir nuevos matices irónicos en alguna frase, significados ocultos en algún doble sentido malintencionado. Con toda la discusión escrita ante sus ojos, les resulta imposible mirar para otro lado. No es posible hacer como que no ha pasado nada. Los insultos se pueden repetir una y otra vez. Las imprecaciones, las amenazas. Todo escrito, a merced de un “corta y pega” cualquiera que le de publicidad al asunto. Basta un poco de mala uva para que esas palabras soeces sobre una persona circulen de privado en privado, de ordenador en ordenador, de mirada en mirada, a merced del capricho azaroso de la red, de su movimiento.

Y también está la posibilidad de añadir vídeos, músicas, links, fotos. Fotos inocentes tomadas un día en una fiesta o en la intimidad de una habitación de Colegio Mayor, fotos ingenuas que se comparten con cuatro amigos pero que un día, como consecuencia de una discusión, saltan de tablón en tablón, de muro en muro, de tag en tag. Lo hemos visto con el affaire de las chicas de la Universidad de León: tener la tecla fácil puede acabar en problema.

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