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viernes, 18 de diciembre de 2020

Nudillos. (Audio)

 

Nudillos. (En Hoy por Hoy Leon, 18 de diciembre de 2020)

    A mi padre le encantaba la Navidad. Creo que por sus convicciones religiosas, pero también por todo lo demás: por la lotería, los espumillones, los villancicos, las bromas del día de los Inocentes, la fuente de sidra El Gaitero rebosando por un castillo de copas en dudoso equilibrio segundos antes de las campanadas, la Noche de Reyes. Todo le gustaba, especialmente la Misa del Gallo. Le encantaba ese momento del año, ese rato mágico entre las doce y la una: la primera hora del día de Navidad.

    Una vez conocidas las medidas que aprobó ayer la Junta para la celebración de estas fiestas, me resulta inevitable traerlo hoy a este último artículo de dos mil veinte. Date cuenta de que ya no volveremos a hablarnos hasta el ocho de enero, que nos caen en viernes el día veinticinco y la fiesta de Año Nuevo. Por lo que se ve, ni en León ni en Castilla permitirá la Junta ni campanadas bulliciosas, ni cabalgatas, ni celebrar la Misa del Gallo. Por lo menos no después de las diez, ya que seguirá obligándonos el toque de queda a estar recogidos en nuestras casas o en las de los allegados a esa hora. Este año de la pandemia es lo que trae, un extra de recogimiento, a pesar de las imágenes de calles repletas de compradores que encuentran en regalar y ser regalados un extraño espíritu festivo que se desborda en consumo contra toda lógica.

    Pero vuelvo a hablarte de mi padre. Sé que llevaría mal no poder ir a la Misa del Gallo, aunque encontraría soluciones. A pesar de ser más tranquilo que John Wayne, era un hombre de recursos y encontraría la forma de celebrar la magia de esa primera hora de la Navidad. Los que viven envueltos en polvo de hadas son incapaces de sacudírselo y lo traen pegado en el aliento. Encuentran siempre el modo de extenderlo. Son personas de mano abierta, que nunca enseñan los nudillos en un puño. Ese hombre tranquilo que tiene la fuerza del campeón que tumbara con un golpe mortal a Johny Galleano, esconde los nudillos, porque su fuerza está en el corazón.

    Esa era una de sus películas favoritas. La vimos muchas veces, como vimos en tantas navidades Qué bello es vivir. Confieso que nunca me había gustado demasiado esta película —me parece mejor John Ford que Frank Capra—, pero lloré muchas veces con mi padre y Bailey al gritar “feliz navidad” a las farolas. La he vuelto a ver hace poco y he tenido que llorar más de la cuenta, porque esa explosión de buenos sentimientos me ha hecho recordar quién era él, quién soy yo mismo, quiénes somos cada uno de nosotros. Escribo para ti que reconoces este sentimiento, escribo más a lo Capra que a lo John Ford, traicionándome en el estilo, no porque sea el último artículo del año, no porque esté llegando ya la insólita Navidad del medio-confinamiento, sino porque me doy cuenta de que, en cada uno de esos hilitos que llevaba atados el tío Bailey en los nudillos, se atrapa un deseo de recordar lo que somos: un puñado de amor y polvorones.

viernes, 11 de diciembre de 2020

Píloro. (Audio)

 

Píloro. (En Hoy por Hoy León, 11 de diciembre de 2020)

     Ya que hemos perdido en la pelea para que León fuese la sede del Centro Europeo de Ciberseguridad, tenemos hasta el lunes para que Astorga se convierta en el mejor municipio anfitrión de España. Sé que no es lo mismo, que el empuje económico que habría supuesto la designación europea no es comparable a la luz extra que la conocida marca oro de bombones derrochará en la capital maragata, si finalmente termina ganando a Jimena de la Frontera. Eso lo ve cualquiera. Lo que ocurre es que nos tenemos que conformar con lo que nos queda y pensar que el esfuerzo ha merecido la pena, que solo el hecho de haber estado en la carrera ya nos ha dado notoriedad, experiencia y seguramente muchas más cosas que ahora mismo no soy capaz de enumerar. Lo mismo pasaría con lo de los bombones de no ganar, que, de la misma manera que te acabo de hablar de un pueblo de Cádiz que me era desconocido, también estará Astorga en boca de mucha gente, con lo que solo estar en la pomada ya es bastante, que parece que en este mundo nuestro va a ser verdad aquella sentencia a tantos atribuida y de dudosa autoría según la cual lo importante es que hablen de ti, aunque sea mal, que quizá venga de aquello que Don Quijote le contaba a Sancho de la dama que no aparecía en la lista satírica del poeta y que al ser puesta “en el ensanche”, quedó incluida en la lista, de manera que quedó satisfecha “por verse con fama, aunque infame”. Que no es este el caso de Astorga, no se me vaya a malinterpretar, que por mucho que le llegue la fama ahora con la cosa del bombón, tiene otras muchas famas y atractivos y riquezas por las que merece estar en cualquier lista salvo, en la que decía Cervantes de la infamia.

    Me quedo con la cuestión del título que otorga el concurso, el de municipio mejor anfitrión de España. Me pregunto, en este ejercicio anatómico que me ha dado por hacer esta temporada, cuál sería el mejor anfitrión del cuerpo humano. Me parece que el título es discutible y se me ocurren espacios de acogida evidentes y sutiles, escondidos y groseros, abiertos y oscuros. Rincones humanos que recogen, reciben, agasajan, que se muestran e invitan al que llega para que se sienta como en casa. No creo que a la firma de los bombones le apeteciera hacer una encuesta sobre la parte del cuerpo humano que mejor ejercería de anfitriona. Y si lo hiciera, ¿por qué órgano votarías? ¿Y qué es más apropiado: ser o hacer de anfitrión? ¿Es una cualidad que se ejerce o que se tiene? ¿Algo que nos sale o que nos fuerza? ¿Verdad o postureo? Solo quien disfruta acogiendo puede hablar honestamente de este asunto.

    En mi opinión, el píloro es el gran anfitrión del cuerpo, porque tiene mucho que ver este concepto con la comida —tener invitados a la mesa— y en el fondo del estómago tapa la salida el píloro, acogiendo todo lo que llega al estómago en un festival de ácidos y dejando salir por la puerta trasera solamente lo que ya se ve que puede ser alimento. Lo que pasa después es cosa ya del intestino. Suerte para Astorga, ciudad anfitriona.


viernes, 4 de diciembre de 2020

Zaf. (Audio)

 

Zaf. (En Hoy por Hoy León, 4 de diciembre de 2020)

    Me enteré ayer por la tarde de que tenemos en el ojo una zona que se llama ZAF. Y se llama así porque es lo que se conoce como Zona Avascular Foveal, un área de la fóvea que se caracteriza por su ausencia de vascularización. Ya te digo: ese punto en el que se enciende la visión es un área sin vasos sanguíneos.

    Me encanta esta idea de estampar la luz de las imágenes en uno de los puntos de nuestro cuerpo que no está regado por la sangre; un espacio interior tan íntimo y tan limpio, tan pequeño, que podría encerrarse en una de esas cajas nacaradas que guardan las joyas. Por lo que he leído, ya te puedes imaginar que no en un tratado de anatomía, parece que esta ZAF es solo una parte de la mácula y que la mácula es algo así como una mancha en la retina de unos cinco milímetros de diámetro. Y resulta que esta mácula es la que nos permite la visión de detalle, distinguir el movimiento y apreciar los colores. Ya me parece a mí que esto solo debe ser una parte de un todo. Quiero decir que estoy casi seguro de que ni la zaf, ni la mácula, ni la retina entera, son capaces por sí solas de ver nada, que todo forma parte de un sistema, un modo en el que milagros mínimos se encadenan para hacer posible la magia de la visión. Milagros mínimos, pequeñas obras de arte naturales que componen la belleza natural total. Los detalles son la diferencia, pero el conjunto, el todo, es la realidad. ¿Qué hay?, difícil pregunta que se hace solo con dos palabras y cuya respuesta es tan sencilla que se contesta con una: todo. La ocurrencia no es mía, es de Quine, un filósofo y lógico americano que resume de este modo tan brillante la cuestión ontológica. Y todo es la zaf, la mácula, la fóvea, la retina, el ojo, el sistema ocular, el cuerpo humano, el reino animal, el conjunto de los seres vivos, la naturaleza. El mismo todo es la zaf y las cataratas de Iguazú, lo grande y lo pequeño, tú que me escuchas y yo que te adivino.

    El mismo todo empapado de allegados y extendido en extraños no convivientes, que se preguntan inquietos por la razón de su viaje: un punto exangüe, distraído del pulso de las arterias, un punto de fuga, un lugar en el interior del ojo para escaparse; el mundo del revés iluminando la oscuridad más profunda. Y en tu idea, esa forma ciega que te dice el momento en el que la responsabilidad ya no es tuya, todo se sitúa en burbujas decenales, la seguridad de estar donde debes. Y en esas estaba, conduciendo en la lluvia del jueves, cruzando Mariano Andrés en la luz escasa de las seis y poco de la tarde, cuando en el paso de peatones apareció detrás de su mascarilla con un abrigo de lana rosa. Estuve a punto de atropellarla. Cuando le pedía perdón a través de la ventanilla, me miró muerta de risa con la condescendencia de alguien que sabe que el instante entre la desgracia y la anécdota es tan diminuto como la mácula de la fóvea.