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viernes, 31 de diciembre de 2021
Según el timbal del cómitre. (En Hoy por Hoy León, 31de diciembre de 2021)
Y como eso, todo. Sal de la galera, suelta el remo, serénate en la belleza y sé consciente de tu enorme poder. Desátate de las obligaciones y conviértelas en decisiones propias. Haz lo que sientes que debes hacer, no lo que el hortator te ordene con su flauta, porque todo eso que haces pierde todo su valor si te ahoga, si te ata al banco de remo, si te deshace las manos y la espalda. Piensa en la libertad como en un pájaro, aunque no te guste nada que lleve plumas. Abandona el banco de remo y vuela desde la cofa. Empieza el día de mañana, sea o no el primero de un nuevo año, con esa idea.
Por cierto, que me decía el filósofo de La Cueta que ha observado que no hay pájaros, que en esta época normalmente habrían venido los milanos reales que vienen de Escandinavia a pasar el invierno y que este año no han llegado. Pero tampoco se ven cernícalos, ni busardos o águilas ratoneras que son comunes en toda época del año y deberíamos verlos todos los días. De Cabrillanes a Piedrafita igual se ven un par de ellos, pero no más. Hace como unos ocho años empezaron a quedarse algunas familias de águilas calzadas, pero este año no se han quedado. Ojalá no sea porque se hayan extinguido. Pero es que no hay ni tarabillas, ni lavanderas, ni colirrojos, ni petirrojos. Solo se ven urracas y casi se podría decir que las grajas, que son muy comunes, también brillan por su ausencia. Los milanos reales, que son unas aves majestuosas, aunque es verdad que es una rapaz atípica y los cetreros no las valoran porque no se comportan como un ave de presa, tienen una estampa que es de cine. Preciosa. Una estampa que este año no tenemos, por mucho que diga el calendario que tendrían que estar aquí. No hay pájaros, dice el filósofo. Habría que saber por qué, aunque no nos mande nadie preguntarlo.
viernes, 24 de diciembre de 2021
Para celebrar ese suspiro. (En Hoy por Hoy León, 24 de diciembre de 2021)
viernes, 17 de diciembre de 2021
Hasta comprender que sí. (En Hoy por Hoy León, 17 de diciembre de 2021)
Tengo en mi escritorio una piedra recogida del suelo que tiene la forma de África y me recuerda la tierra que piso. No es una forma esculpida, de manera que esa imagen de África de la que te hablo está más en mi imaginación que en la piedra misma, pero me resulta inevitable mirarla y pensar que el tiempo, el agua y el aire han ido conformando mi piedra para dejarla con esa forma plana que me recuerda que la vida no se cierra en la comodidad de la casa. La casa es tu pared y en la ventana tienes el agujero que te muestra todos los caminos.
Esta idea de África en mi mesa me desnuda para el sol, me afirma. Te traigo otra vez el efecto mariposa, el modo en el que se conectan todos los acontecimientos por nudos escondidos que determinan lo que ocurre, como aquel viaje desde un continente africano en el que aparecen simios que saben vivir bien al pie de los árboles hasta esta mesa de trabajo desde la que te hablo. Un viaje en el tiempo y en el espacio. Un sueño de conexiones imperceptibles como las que me llevan de la arena del parque y las canicas al calambre inoportuno en el gemelo derecho, ese calambre de esta mañana que me deja a medio camino en mi particular pelea con lo que se puede y lo que no se puede. Y pienso en la fuerza de ese viaje y creo en la necesidad de comprender que sí, que África es la verdad optimista, que nunca he dejado de poder, que la forma en que se conecta lo primitivo con lo cultural se arropa en el frío de la mañana de un miércoles, se desconcha en el sol del invierno. Una, otra, aquella ventana. La incontestable presencia de África, la constante denuncia de su presencia, la espesura de la jungla de su metáfora, esa ventana hacia todas las áfricas, las de allí y las que sufren en todos los otros continentes y que están en conexión exacta con todo lo que nos pasa. ¿Acaso no hemos aprendido que ya no hay ninguna frontera? En realidad, nunca las hubo. En realidad, ese mosquito que te entró en la boca bien pudo haber viajado desde Atlanta, como la Coca Cola. Burbujas, azúcar y proteínas.
Un calambre me recorre el gemelo. Un calambre de espanto cuando te oigo decir que esta misma semana se ha producido un robo en tres casas del mismo piso de la Plaza de la Inmaculada. Tres casas que estaban vacías en ese momento de la tarde, pero que podrían estar ocupadas. Tres casas revueltas, manoseadas por pieles extrañas. Tres casas que se vacían de algunas de esas joyas que tienen todo el valor de los sentimientos, ese valor incalculable de los objetos que no tienen precio. Un calambre desolador. Ese miedo de la casa destripada explota en decisiones postergadas y en efecto mariposa incontenible escapa por el dintel reventado y empuja otras fichas descolocadas que se caen con el impulso de ese portazo. Todo lo que pasa, pasa por algo, dicen. Hemos hablado mucho en estos días de la filosofía de los estoicos, de su idea de que todo está predeterminado y por tanto solo cabe aceptar con “estoicismo” lo que sucede, porque todo está conectado por razones secretas. Como tu África y mi calambre. Como su allanamiento y esa futura escapada: los cajones volcados, la vida expuesta. Efecto mariposa hacia la soledad de Humildad en la Mesa por León. Efecto mariposa hasta aceptar que sí, que así parecen ser las cosas, o calambre intenso hasta comprender que sí, que está en nuestra mano poder hacerlo.
viernes, 10 de diciembre de 2021
Hacia la más tersa ingenuidad. (En Hoy por Hoy León, 10 de diciembre de 2021)
Este domingo pasado, en una mañana radiante de luz que parecía más un Domingo de Ramos que este del puente de diciembre, una de las personas más sabias que conozco me dijo que, si seguía enfadándome así, iba a terminar con una úlcera en el estómago. De hecho, me dijo que probablemente ya la tuviese y que, como no cambiase de actitud ante lo que me pasa, acabaría por tener que operarme. Y quizá tenga razón, solo que yo pienso más en la mala alimentación y en los malos hábitos que me tienen en una vida cada vez más sedentaria, en esas explicaciones sencillas que excluyen la química de la emoción. Al menos eso pensaba, hasta que ayer un compañero me habló de las situaciones de estrés y la segregación de cortisol.
Lo que yo no sé bien es si es antes el enfado o el cortisol, si es antes la feniletilamina o el enamoramiento, la templanza o la serotonina o sin son solo nombres de la misma estampa, pies de página dispuestos para la explicación del fenómeno con lenguajes diferentes, notas aclaratorias de uno mismo. Acotaciones al margen que te retratan. Sabes que estás enfadado, pero no consigues saber por qué.
Te planteo un juego simple, una anomalía en tu rutina. Piensa en la emoción que sientes mientras me escuchas. No digas que no tienes ninguna emoción porque es imposible y, por mucho que lo niegues, sabes que escuchar esto, o leerlo, si es que estás mirándolo en internet, o leyéndolo mientras lo escuchas, te provoca una emoción. Todo lo que haces, cada segundo de tu vida, se arropa en emoción. Trata de identificarla. Tú sabes cuál es, sin duda. Y una vez que ya la has identificado, imagina la sustancia química que la provoca y juega a ponerle un nombre, algo que acompañe lo que te está pasando. No sé. Se me ocurre, por ejemplo, tontilamina, si es que te da por pensar que esto que te digo es una tontería y la emoción que te provoca es una cierta forma de desprecio. O quizá esa sustancia química que te ahoga sea el sonrojetol, que te lleva a experimentar un estado imposible de vergüenza ajena. No es tan importante el nombre que le pongas como el hecho de reconocerte en la emoción.
Tampoco se trata de ir mucho más allá con este juego, aunque me parece importante para la felicidad comprender qué emociones te mueven, en qué emociones navegas. No serviría de mucho hacer de esto un ejercicio racional y sería más intenso el experimento si fuéramos capaces de incorporar nuestra emoción sin el concurso controlador de la mente. Destapar junto a las emociones los sentimientos y quedarnos en las primeras, en la reacción básica de nuestro organismo, eso que se juega en el territorio automático de la pasión. Eso que hacen los niños sin esfuerzo. El riego salvaje de las hormonas, el control de míster Hyde y la renuncia de Jekyll, ese extraño caso o quizá no tan extraño en el que la pasión vence a la razón. Lluvia de hormonas decisiva para la felicidad, control de la química para la felicidad contenida. ¿Acaso no es otra química la del control y la serenidad? La mesura y la desazón se destilan en el mismo alambique y reposan en probetas contiguas. La idea sería caminar hacia la ingenuidad, buscar la emoción básica que te provoca cada acontecimiento, como el de comprobar el boleto de Euromillones y ver que es el tuyo ese del que hablan los periódicos que se ha sellado en la calle San Pedro.
sábado, 4 de diciembre de 2021
Durante magnánima sonrisa. (En Hoy por Hoy León, 3 de diciembre de 2021)
Nunca he estado en el cementerio de Navatejera. Es casi un tópico hablar de la belleza de los cementerios, quizá porque recogemos en ellos todo lo que queda de nosotros, todo lo que hay de nosotros. Quizá porque entendemos que la belleza de la vida no se termina mientras duran los recuerdos. Quizá porque buscamos la belleza en todos los actos de la vida y especialmente la queremos para este último quehacer. El caso es que los cementerios son generalmente hermosos y parece que este de Navatejera lo es especialmente.
Es un cementerio pequeño, separado del pueblo lo bastante como para preguntarse si uno se ha perdido cuando sube hacia él. Y como hay que subir, se entiende que está en un alto. Un alto a los cuatro vientos abierto a la luz por los cuatro costados, recogido en la distancia que lo separa de los ruidos y los afanes de la vida, decorado en la sencillez de su intención, expuesto al cielo y a la tierra, un lugar escogido para tomar el sol del invierno. Un cementerio pequeño en el que disfrutar despacio deletreando la palabra “libertad”, silabeándola, componiéndola despacio, primero en la intención, después en su dictado y más tarde en la memoria, como un eco de la vida que una haya llevado, como un son que se repite, como un mantra tibetano, como un reguero de historias ensartadas en la aguja de hilvanar todos los recuerdos. Un lugar ajeno para estar absolutamente libre.
Aunque te hablo de Navatejera, su vida estaba en Villasinta. Lo decían dos torres de por allí, que se marchó la alcaldesa, la pedánea que ya no lo era desde hacía lustros o quizá décadas, pero que seguía siendo la alcaldesa para los hombres como torres que mueven los pendones. No era de aquí. Venía del norte, del completo norte. Venía de la vida en la máquina de coser y en los apaños. De los gatos y la memoria. Del café con leche en el bar de siempre, un bar de León al que ya no bajará desde su colina.
No sé qué es lo que buscaba Hamlet en Ofelia, qué arquetipo, qué imposible bienestar, qué alegría. No sé qué hielo te separa de la vida cuando el amor te atrapa en la mano asesina. No sé cómo se puede seguir andando. Pero se anda. Ahora que tanto nos gusta hablar de libertad, ahora que tanto debemos a su impuesto, me gustaría pensar en lo que vale un sueño, en lo que enseñan las manos deformadas que cosieron los vestidos de quienes nunca vieron más libertad que la de sus castillos, en lo que esas manos deformadas dieron, en todo lo que dieron bajo una sonrisa más cómplice que gozosa. Manos que no dais, ¿qué esperáis?
A veces, tengo la sensación de que la vida se enreda en ombligos sin norte y las verdades más obvias se acurrucan detrás de intereses que ni siquiera son los nuestros, que nos dejamos la libertad en el bolsillo para sacarla a discutir cuando menos toca y que vivimos de rodillas en un suelo lleno de abismos hasta que conocemos a gente de verdad que nos enseña que la felicidad está en poder dar lo que uno tiene, en estar siempre en lo que necesitan los demás y mirar al mundo con una sonrisa magnánima durante toda la eternidad. Una Ofelia más sin Hamlet.