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viernes, 29 de mayo de 2020

Hartura de miras. (Audio)

Hartura de miras. (En Hoy por Hoy León, 29 de mayo de 2020)

El miércoles leí que no somos del mundo, ninguno de nosotros, los que lo comprendemos y sabemos que es así y los que siguen atados a lo estrictamente material, que, aún a su pesar, tienen que saber que no son del mundo, que, aunque fuéramos solamente materia, sabemos que no es lo material lo que interesa, que estamos en el mundo, pero no somos del mundo.

Pero el mundo es cosa nuestra, no podemos olvidarnos de eso. El mundo nos afecta y nosotros somos una afección del mundo, es inevitable, porque el mundo mismo es una construcción de nuestra mano, de manera que somos lo que comemos, como dijo aquel alemán tan criticado, y el mundo es lo que nosotros le damos de comer y sabemos que lo que cuenta no es nunca la comida, pero que el que no come no vive, dado que el mundo es vida. Lo que me asusta es que le estamos echando basura en el plato a este nuestro mundo de base tan poco sólida; basura emocional que alentamos en gritos, gestos y mentiras esparcidas por la red de la opinión pública como el grano en el corral saliendo del puño a las gallinas con ese “pitas, pitas”, de alma que regala alimento a seres con ánima desalmada, seres animados que son caricaturas de sí mismos, dibujos animados, se diría, en episodios de manga o realismo social casi de cómic. Miradas ácidas a lo Hugo Pratt, Moebius o el mismo Lolo, que dibujaba sombras arrastrando piedras. Dibujos del mundo. Imágenes de eso que no nos pertenece, pero a lo que tampoco pertenecemos y, sin embargo, nos aplasta.

Basura emocional, decía. Y también basura orgánica, pura basura plástica y toda la saga de basuras materiales que se multiplican en el mundo ahora que parece que el plástico es nuestro salvador, nuestra distancia de seguridad, nuestra barrera de separación entre la piel y el virus, entre las mucosas y los aerosoles del virus, entre nuestro interior orgánico y la capacidad patógena del virus. Mascarillas, guantes, plásticos acostados en las márgenes de los propios contenedores, vasos de café para llevar abandonados en bancos de las plazas, en las mesas apiladas de una terraza que no ha abierto aquí en la Pícara. Basura que se multiplica con el miedo, la distancia que decíamos ayer y la inconsciencia.

Somos lo que comemos y el mundo lo que alimentamos, quizá buscando la saciedad que ponga fin a tantas cosas. Hay en mi pueblo un problema de rotacismo muy extendido que a mí me encanta escuchar porque me suena a infancia. Es esa dificultad para pronunciar la “ele” y cambiarla por la “erre”, aquello de decir “er tordo” por “el toldo” o “curpa” en lugar de “culpa”. En todo esto del virus yo creía que habría en nuestro mundo una altura de miras del nivel del problema, pero veo que el rotacismo nos equivoca y esa altura se ha transformado en hartura. El mundo también come.

viernes, 22 de mayo de 2020

Ene ene. (Audio)

Ene ene. (En Hoy por Hoy León, 22 de mayo de 2020)


Hay cuatro muchachos sentados en la hierba. Es una de las zonas verdes de Eras de Renueva, pero podría ser cualquier otro sitio de León, de España o del mundo. Desde mi perspectiva están muy cerca unos de otros, en una distancia inadecuada para esta fase cero en la que habitamos todavía, incluso inadecuada para cualquier otra fase, porque parece ser que es algo con lo que vamos a tener que lidiar en la nueva normalidad, “ene ene”: la distancia. Claro que uno dice la distancia y sale Roberto Carlos con su chaqueta color crema de corte cruzado, con las mangas arremangadas por encima del codo y su melena, sobre todo su melena, esa melena como la del Puma —pavo real, Maritere, in memoriam—. Es esa idea de que somos inmortales, esa impresión de que nada nos toca a los dieciocho años y por eso estamos aquí sentados, hablando como si todo lo que pasa a nuestro alrededor fuese un mal sueño. La distancia.

Tengo apuntado desde hace días en mi libreta decirte que, como tú, tengo la cabeza amartillada. Cabeza sobre cabeza dispuesta al disparate, al disparador, al disparadero; cabeza en la cabeza de gatillo fácil, lengua amartillada que se suelta. Cabeza junto a cabeza en la distancia de mucho más de dos metros. Cabeza contra cabeza en la pantalla táctil de la tableta, del móvil, del portátil. ¡Qué ilusión de realidad tocar la pantalla en la que apareces, sin poder tocar ni el aire que desplazas al moverte! Sutilezas del miedo. Otra vez esa distancia eterna.

Los muchachos, sentados en la hierba, exhiben su inmortalidad porque sienten que son intocables, que no hay un sitio para ellos en la cola del fin del mundo. Otra idea que se me amartilla en la cabeza antes de dispararse y que vuelve y vuelve como una reiteración intensificadora: la cola del fin del mundo, ese disparate en el pasillo del centro comercial con una penumbra siniestra para entrar al supermercado, guardando en silencio la distancia —Roberto Carlos— y esperando de uno en uno el turno para el hidrogel. Una y otra vez esa imagen de la “ene ene” que hemos asumido como si nada, como si lo razonable no fuera estar sentados en la hierba charlando de nuestras cosas, como si fuera verdad que solo podemos vivir guardando las distancias, como si esos grillos que chillan en mi conciencia no tuvieran nada que decir en tus videoconferencias; esas en las que no participo y que se te cuelan en las esquinas del día como sin querer, como se cuela en nuestra normalidad esta “ene ene” insoportable a miles de años luz de distancia de lo que somos, porque somos todo menos distancia.

Tendremos que aprender a vivir como esos muchachos que se mantienen quietos en la hierba con todo su esplendor sin más madera que la de su inconsciencia. Alma amartillada en el ensueño, grillos en mi cerebro, viajes sin dueño desde mi piel hasta la tuya. Un sin vivir de “ene” kilómetros desde “ene” momentos. Intocables todos.

viernes, 15 de mayo de 2020

La tienda a la vuelta de la esquina. (Audio)

La tienda a la vuelta de la esquina. (En Hoy por Hoy León, 15 de mayo de 2020)


Todavía en mi pueblo, y seguro que también en el tuyo, quedan tiendas de estas. Esa pequeña tienda de al lado de la esquina. La tienda de toda la vida en la que te podías comprar un bocadillo de caballa, unas sardinas cubanas o un kilo de azúcar. Hoy no es exactamente así, porque esas tiendas ya no tienen los suelos de listones de madera desgastados, como aquella de uno de mi pueblo al que llamaban Chancla que pintaba de café el aroma de la calle. Esas maderas crujían en el gastado arrastrar los pies del tiempo; eran olores de cuerdas y maderas, sabores ultramarinos rescatados de cadenas de valor extrañamente inofensivas.

Ahora la tienda de la esquina ya tiene neones y suelos porcelánicos. Aquí en la ciudad lucen escaparates luminosos y vitrinas expositoras que recogen frutas y hortalizas y cortes diversos de carne de cerdo, de ternera, de pollo. Charcutería, casquería, huevos, leche, conservas, pan de hogaza. Panaderías con frutería y algo más. Carnicerías con selección de verduras y tal vez productos exquisitos. La tienda de al lado ha buscado su especialización sin olvidar del todo que tienes más necesidades, que puede que quieras pan y fruta al mismo tiempo, es un decir. No nos hacen bocadillos de caballa, claro, pero nos han sacado de muchos apuros en estas largas semanas de encierro. Salir a la tienda ha sido también un desahogo.

Cada vez que pienso en la tienda de la esquina me acuerdo de la película de Lubitsch, que aquí se llamó El bazar de las sorpresas. Seguro que la has visto y ahora no te das cuenta y, si no has visto esa, seguro que has visto Tienes un email, la de Tom Hanks y Meg Ryan, que es una copia, para mi gusto bastante pobre, de la primera. En la película del año cuarenta la tienda a la vuelta de la esquina es un bazar, no una de estas tiendas de las que te hablo. Un bazar en el que Matuschek y compañía venden objetos de todo tipo, como esos bazares que tenemos en la esquina con nombres venidos de China. Tiendas a la vuelta de la esquina. Unas abiertas, otras cerradas.

La historia de la tienda es una historia de amor. Ya sabes, el toque Lubitsch. Una historia romántica como solo él sabe contar, con ese pulso ácido y de crítica social que nos hace siempre repensarnos. Lo que está a la vuelta de la esquina, eso tan sorprendente que nos está esperando y que no sabemos que está ahí, pero que lo tenemos tan cerca, tan a nuestro lado, tan a la vuelta de la esquina, que no sabemos apreciarlo y soñamos con un incierto paraíso de brillos y satenes, una fantasía lejana que nos promete la maravilla de lo excelso, cuando la verdad está en el mismo bazar, ese viejo bazar que amontona objetos imposibles de vender, cigarreras que se devalúan y se terminan vendiendo a precio de saldo en el escaparate. 

Bajar la trapa de los ambiciosos sueños infantiles. Levantar la persiana del amor por lo de aquí.

sábado, 9 de mayo de 2020

In cordium corde. (Audio)

In cordium corde. (En Hoy por Hoy León, 8 de mayo de 2020)


Como no vives en la ciudad, te perdiste la imagen de los niños paseando como acólitos peripatéticos detrás de sus padres. Me produjo una tristeza enorme. Los niños están hechos para estar con niños y tocarse y perseguirse y abrazarse y arañarse. Verlos así, como corderos mansos detrás del adulto que los pastoreaba, me produjo una congoja imposible de contener.

Eso fueron los primeros días. Ahora ya salimos en tropel por la orilla del Bernesga o del Torío, ese amor al agua, esa idea de paraíso que se mueve, y se ve a los niños que han tomado el mando de sus juegos, han perdido el miedo de aquellas primeras escapadas confusas en las que no sabían bien qué papel les tocaba jugar y ya son los adultos quienes corren detrás de ellos. La risa ha vuelto a invadir la calle.

Se oye decir que no sabemos comportarnos, que el desconfinamiento está sacando lo peor de nosotros. También está sacando lo mejor. Lo peor y lo mejor son dos sombras de todo corazón, porque en los corazones se agazapan los deseos, los impulsos, los miedos, la sangre exagerada, los canales estrechos de la envidia, los tejidos delicados del amor. Nunca se puede saber bien lo que hay en el corazón de una persona. Es un incordio. Lo que está pasando en el corazón de alguien es un enigma que se escapa a toda certeza, incluso en lo fisiológico. Lo que se aprieta en las fibras más delgadas del corazón de alguien es extraño a todo el mundo y eso que te he oído decir que los estados de WhatsApp son como estados del corazón. Será verdad. Será esa una ventana para asomarse a lo inasible, un modo de perseguir las metáforas que describen tu interior, el mío, el de todos.

Yo he estado mirando el modo de caminar para adivinar los corazones. Pensando que esa mujer que camina tensa con el cuerpo hacia delante con pasos cortos y rápidos examina el mundo en su zancada y en su corazón hay retales de tareas pendientes a los que quiere llegar lo antes posible; viendo que esa pareja joven que camina despacio y ahora trota ligeramente tiene en el corazón la incertidumbre del futuro; respirando el after shave de ese cuarentón de calva en ciernes que me pasa como un bólido, mientras controla en su reloj los gramos que va a perder con ese sobre esfuerzo vano, vacío de otras iniciativas o preocupaciones: esa empty box que dicen que tenemos los hombres. ¿Nada en el corazón? 

Y, mientras observaba a esos caminantes ­—quizá caminantes blancos,­ sin saberlo—­ me contó Igea en el oído de la radio que ellos eran muy “comprensibles” y yo quise entender que lo que quería decir es que son muy comprensivos. No es lo mismo ser comprensible que comprensivo. De hecho, la mayoría somos comprensivos y lo que llevamos en el corazón puede que sea incomprensible. Acallar los motores y dejar que suene el mundo, es lo que hice.