Buscar este blog

viernes, 31 de diciembre de 2021

Según el timbal del cómitre. (Audio)

 

Según el timbal del cómitre. (En Hoy por Hoy León, 31de diciembre de 2021)

    Decía ayer el filósofo de La Cueta, que es de La Cueta por consorte y filósofo por apreciación, que la palabra “cómitre” es más de los barcos renacentistas y de las novelas que de las galeras romanas, pero no se acordaba del término latino, de manera que estuve ayer por la tarde dándole una vuelta al asunto y encontré que podría referirse al hortator, que también se denomina celeuste y es el encargado de mantener el ritmo de la boga por medio de tambor, flauta o cantos. Nos acordábamos del cómitre porque decíamos tener la sensación de vivir a ritmo de timbal, que la sociedad que estamos consintiendo se mueve más de manera reactiva que proactiva o algo así, no me hagas mucho caso, que hoy el día tampoco da para muchas filosofías. Pero, si lo piensas, este apego nuestro al calendario no deja de ser un modo de marcar el compás para que rememos y si resulta que esta noche de viernes es la que tiene las últimas horas del veintiuno y las primeras del veintidós, no deja de ser una convención. Así es que, si hoy te sientes en la obligación de divertirte porque es el día de fin de año, allá tú. Diviértete, pásalo en grande, disfruta de la compañía de las personas con las que quieres estar, si es que puedes, pero si escuchas de fondo el golpe del tambor, ya sabes que toca remar. Diviértete porque quieres, pero no te sientas en la obligación. Siente la obligación de estar bien, pero no por ser hoy el día que es, sino porque es obligatorio estar bien siempre, no cuando te señale el del timbal.

    Y como eso, todo. Sal de la galera, suelta el remo, serénate en la belleza y sé consciente de tu enorme poder. Desátate de las obligaciones y conviértelas en decisiones propias. Haz lo que sientes que debes hacer, no lo que el hortator te ordene con su flauta, porque todo eso que haces pierde todo su valor si te ahoga, si te ata al banco de remo, si te deshace las manos y la espalda. Piensa en la libertad como en un pájaro, aunque no te guste nada que lleve plumas. Abandona el banco de remo y vuela desde la cofa. Empieza el día de mañana, sea o no el primero de un nuevo año, con esa idea.

    Por cierto, que me decía el filósofo de La Cueta que ha observado que no hay pájaros, que en esta época normalmente habrían venido los milanos reales que vienen de Escandinavia a pasar el invierno y que este año no han llegado. Pero tampoco se ven cernícalos, ni busardos o águilas ratoneras que son comunes en toda época del año y deberíamos verlos todos los días. De Cabrillanes a Piedrafita igual se ven un par de ellos, pero no más. Hace como unos ocho años empezaron a quedarse algunas familias de águilas calzadas, pero este año no se han quedado. Ojalá no sea porque se hayan extinguido. Pero es que no hay ni tarabillas, ni lavanderas, ni colirrojos, ni petirrojos. Solo se ven urracas y casi se podría decir que las grajas, que son muy comunes, también brillan por su ausencia. Los milanos reales, que son unas aves majestuosas, aunque es verdad que es una rapaz atípica y los cetreros no las valoran porque no se comportan como un ave de presa, tienen una estampa que es de cine. Preciosa. Una estampa que este año no tenemos, por mucho que diga el calendario que tendrían que estar aquí. No hay pájaros, dice el filósofo. Habría que saber por qué, aunque no nos mande nadie preguntarlo.

viernes, 24 de diciembre de 2021

Para celebrar ese suspiro.(Audio)

Para celebrar ese suspiro. (En Hoy por Hoy León, 24 de diciembre de 2021)

    Me cuesta hablarte de la Navidad, aunque me parece que obviarla hoy sería cerrar los ojos al día. A esta hora ya habrán llegado los que viven fuera y se han atrevido a venir y ese reencuentro estará borrando debajo de la mascarilla el gesto un poco serio que te acompaña estas fiestas. Lo verás aquí al lado, en la plaza de la Pícara y en la calle del Burgo Nuevo y más allá por Botines y en los barrios típicos de encuentro que salen en todas las guías turísticas, en los bares de los pueblos, en los casinos, en los tele-clubs. Lo verás a pesar del miedo. Lo verás con respeto, pensando que no es lo mejor, pero debajo de la mascarilla se te cae el gesto serio y se te enciende el brillo en los ojos, porque esa es la vida.

    Este es un viernes como todos, lo sabes. No hay nada que lo distinga del lunes más oscuro y triste del año. Sí que es verdad que es un viernes como todos, pero a partir de este momento el día luce de otra manera, no lo puedes evitar, porque, a pesar de las mascarillas y del miedo, a pesar de ese rechazo vago que te produce la idea de la Navidad este año, hay algo en el aire, algo entre las voces, algo en las miradas, algo que te impide seguir en esa tozuda negación y te vences a la fuerza de lo que hay a tu alrededor. Es difícil explicarlo. 
    
    Creo que la clave está en todo lo imperceptible, lo que se sujeta en las certezas, lo que viene de atrás, lo que te sostiene. Sales a la calle y no hace falta que haya nadie, ni necesitas ver luces o adornos de colores. Es pisar la calle y ya sabes que está ahí la Navidad. Me cuesta ponerme así de ñoño, no vayas a pensar, que no va conmigo todo esto. Es solo que pienso en todo este miedo, este agobio, y me agarro con todo lo que tengo a lo más sólido en lo que puedo pensar y me vienen al recuerdo las noches con mi padre y su pasión por estos días, el recuerdo de momentos más críticos, una conversación con mi hermana a ochocientos kilómetros de distancia, quizá en uno de esos errores que uno comete al decidir en favor de la normalidad, una ausencia enorme. No pienses nunca más en favor de la normalidad, adopta lo excesivo por costumbre, engánchate a la intensidad y deja que ese impulso que te gobierna te gobierne, porque cada vez que te desobedeces pierdes, cada vez que obedeces a lo que se espera de ti por encima de lo que te impulsa, te desorientas. Me dirás que no se puede vivir en un mundo así, que no podemos admitir que cada uno haga lo que le parece Yo no digo eso, yo digo que salgas a la calle y sientas y de la misma manera que sientes que este viernes ocurre algo que hace especial el aire, sientas cada día lo que te impulsa a hacer lo que debes. Solo cuando los haces siguiendo tu propia convicción, tus actos son valiosos.

    Luego vendrá la cena y estaréis de sobremesa y vendrá Papá Noël. lo que convenga. Piensa que de todo cuanto ocurra en esta noche nada tendrá importancia si no has sabido respirar eso imperceptible de lo que te hablo. Toda la tristeza por los que no están te acompaña en un día como este. Es una tristeza dulce si todavía los quieres. Una tristeza de mazapán. Una tristeza para celebrar, como la sonrisa que se esconde en tu mascarilla. Había que rellenar la frase. Había escrito “para celebrar” y me llegó un suspiro. Ahí está la Navidad para celebrar ese suspiro.

viernes, 17 de diciembre de 2021

Hasta comprender que sí. (Audio)

 

Hasta comprender que sí. (En Hoy por Hoy León, 17 de diciembre de 2021)

Tengo en mi escritorio una piedra recogida del suelo que tiene la forma de África y me recuerda la tierra que piso. No es una forma esculpida, de manera que esa imagen de África de la que te hablo está más en mi imaginación que en la piedra misma, pero me resulta inevitable mirarla y pensar que el tiempo, el agua y el aire han ido conformando mi piedra para dejarla con esa forma plana que me recuerda que la vida no se cierra en la comodidad de la casa. La casa es tu pared y en la ventana tienes el agujero que te muestra todos los caminos. 

 

Esta idea de África en mi mesa me desnuda para el sol, me afirmaTe traigo otra vez el efecto mariposa, el modo en el que se conectan todos los acontecimientos por nudos escondidos que determinan lo que ocurre, como aquel viaje desde un continente africano en el que aparecen simios que saben vivir bien al pie de los árboles hasta esta mesa de trabajo desde la que te hablo. Un viaje en el tiempo y en el espacio. Un sueño de conexiones imperceptibles como las que me llevan de la arena del parque y las canicas al calambre inoportuno en el gemelo derecho, ese calambre de esta mañana que me deja a medio camino en mi particular pelea con lo que se puede y lo que no se puede. Y pienso en la fuerza de ese viaje y creo en la necesidad de comprender que sí, que África es la verdad optimista, que nunca he dejado de poder, que la forma en que se conecta lo primitivo con lo cultural se arropa en el frío de la mañana de un miércoles, se desconcha en el sol del invierno. Una, otra, aquella ventana. La incontestable presencia de África, la constante denuncia de su presencia, la espesura de la jungla de su metáfora, esa ventana hacia todas las áfricas, las de allí y las que sufren en todos los otros continentes que están en conexión exacta con todo lo que nos pasa. ¿Acaso no hemos aprendido que ya no hay ninguna frontera? En realidad, nunca las hubo. En realidad, ese mosquito que te entró en la boca bien pudo haber viajado desde Atlanta, como la Coca Cola. Burbujas, azúcar y proteínas. 

 

Un calambre me recorre el gemelo. Un calambre de espanto cuando te oigo decir que esta misma semana se ha producido un robo en tres casas del mismo piso de la Plaza de la Inmaculada. Tres casas que estaban vacías en ese momento de la tarde, pero que podrían estar ocupadas. Tres casas revueltas, manoseadas por pieles extrañas. Tres casas que se vacían de algunas de esas joyas que tienen todo el valor de los sentimientos, ese valor incalculable de los objetos que no tienen precio. Un calambre desolador. Ese miedo de la casa destripada explota en decisiones postergadas y en efecto mariposa incontenible escapa por el dintel reventado y empuja otras fichas descolocadas que se caen con el impulso de ese portazo. Todo lo que pasa, pasa por algo, dicenHemos hablado mucho en estos días de la filosofía de los estoicos, de su idea de que todo está predeterminado y por tanto solo cabe aceptar con “estoicismo” lo que sucede, porque todo está conectado por razones secretas. Como tu África y mi calambre. Como su allanamiento y esa futura escapada: los cajones volcados, la vida expuesta. Efecto mariposa hacia la soledad de Humildad en la Mesa por León. Efecto mariposa hasta aceptar que sí, que así parecen ser las cosas, o calambre intenso hasta comprender que sí, que está en nuestra mano poder hacerlo. 

viernes, 10 de diciembre de 2021

Hacia la más tersa ingenuidad. (Audio)

 

Hacia la más tersa ingenuidad. (En Hoy por Hoy León, 10 de diciembre de 2021)

    Este domingo pasado, en una mañana radiante de luz que parecía más un Domingo de Ramos que este del puente de diciembre, una de las personas más sabias que conozco me dijo que, si seguía enfadándome así, iba a terminar con una úlcera en el estómago. De hecho, me dijo que probablemente ya la tuviese y que, como no cambiase de actitud ante lo que me pasa, acabaría por tener que operarme. Y quizá tenga razón, solo que yo pienso más en la mala alimentación y en los malos hábitos que me tienen en una vida cada vez más sedentaria, en esas explicaciones sencillas que excluyen la química de la emoción. Al menos eso pensaba, hasta que ayer un compañero me habló de las situaciones de estrés y la segregación de cortisol.

    Lo que yo no sé bien es si es antes el enfado o el cortisol, si es antes la feniletilamina o el enamoramiento, la templanza o la serotonina o sin son solo nombres de la misma estampa, pies de página dispuestos para la explicación del fenómeno con lenguajes diferentes, notas aclaratorias de uno mismo. Acotaciones al margen que te retratan. Sabes que estás enfadado, pero no consigues saber por qué.

    Te planteo un juego simple, una anomalía en tu rutina. Piensa en la emoción que sientes mientras me escuchas. No digas que no tienes ninguna emoción porque es imposible y, por mucho que lo niegues, sabes que escuchar esto, o leerlo, si es que estás mirándolo en internet, o leyéndolo mientras lo escuchas, te provoca una emoción. Todo lo que haces, cada segundo de tu vida, se arropa en emoción. Trata de identificarla. Tú sabes cuál es, sin duda. Y una vez que ya la has identificado, imagina la sustancia química que la provoca y juega a ponerle un nombre, algo que acompañe lo que te está pasando. No sé. Se me ocurre, por ejemplo, tontilamina, si es que te da por pensar que esto que te digo es una tontería y la emoción que te provoca es una cierta forma de desprecio. O quizá esa sustancia química que te ahoga sea el sonrojetol, que te lleva a experimentar un estado imposible de vergüenza ajena. No es tan importante el nombre que le pongas como el hecho de reconocerte en la emoción.

    Tampoco se trata de ir mucho más allá con este juego, aunque me parece importante para la felicidad comprender qué emociones te mueven, en qué emociones navegas. No serviría de mucho hacer de esto un ejercicio racional y sería más intenso el experimento si fuéramos capaces de incorporar nuestra emoción sin el concurso controlador de la mente. Destapar junto a las emociones los sentimientos y quedarnos en las primeras, en la reacción básica de nuestro organismo, eso que se juega en el territorio automático de la pasión. Eso que hacen los niños sin esfuerzo. El riego salvaje de las hormonas, el control de míster Hyde y la renuncia de Jekyll, ese extraño caso o quizá no tan extraño en el que la pasión vence a la razón. Lluvia de hormonas decisiva para la felicidad, control de la química para la felicidad contenida. ¿Acaso no es otra química la del control y la serenidad? La mesura y la desazón se destilan en el mismo alambique y reposan en probetas contiguas.  La idea sería caminar hacia la ingenuidad, buscar la emoción básica que te provoca cada acontecimiento, como el de comprobar el boleto de Euromillones y ver que es el tuyo ese del que hablan los periódicos que se ha sellado en la calle San Pedro.

sábado, 4 de diciembre de 2021

Durante magnánima sonrisa. (Audio)

 

Durante magnánima sonrisa. (En Hoy por Hoy León, 3 de diciembre de 2021)

Nunca he estado en el cementerio de Navatejera.  Es casi un tópico hablar de la belleza de los cementerios, quizá porque recogemos en ellos todo lo que queda de nosotros, todo lo que hay de nosotros. Quizá porque entendemos que la belleza de la vida no se termina mientras duran los recuerdos. Quizá porque buscamos la belleza en todos los actos de la vida y especialmente la queremos para este último quehacer. El caso es que los cementerios son generalmente hermosos y parece que este de Navatejera lo es especialmente.

Es un cementerio pequeño, separado del pueblo lo bastante como para preguntarse si uno se ha perdido cuando sube hacia él. Y como hay que subir, se entiende que está en un alto. Un alto a los cuatro vientos abierto a la luz por los cuatro costados, recogido en la distancia que lo separa de los ruidos y los afanes de la vida, decorado en la sencillez de su intención, expuesto al cielo y a la tierra, un lugar escogido para tomar el sol del invierno. Un cementerio pequeño en el que disfrutar despacio deletreando la palabra “libertad”, silabeándola, componiéndola despacio, primero en la intención, después en su dictado y más tarde en la memoria, como un eco de la vida que una haya llevado, como un son que se repite, como un mantra tibetano, como un reguero de historias ensartadas en la aguja de hilvanar todos los recuerdos. Un lugar ajeno para estar absolutamente libre.

Aunque te hablo de Navatejera, su vida estaba en Villasinta. Lo decían dos torres de por allí, que se marchó la alcaldesa, la pedánea que ya no lo era desde hacía lustros o quizá décadas, pero que seguía siendo la alcaldesa para los hombres como torres que mueven los pendones. No era de aquí. Venía del norte, del completo norte. Venía de la vida en la máquina de coser y en los apaños. De los gatos y la memoria. Del café con leche en el bar de siempre, un bar de León al que ya no bajará desde su colina. 

No sé qué es lo que buscaba Hamlet en Ofelia, qué arquetipo, qué imposible bienestar, qué alegría. No sé qué hielo te separa de la vida cuando el amor te atrapa en la mano asesina. No sé cómo se puede seguir andando. Pero se anda. Ahora que tanto nos gusta hablar de libertad, ahora que tanto debemos a su impuesto, me gustaría pensar en lo que vale un sueño, en lo que enseñan las manos deformadas que cosieron los vestidos de quienes nunca vieron más libertad que la de sus castillos, en lo que esas manos deformadas dieron, en todo lo que dieron bajo una sonrisa más cómplice que gozosa. Manos que no dais, ¿qué esperáis?

A veces, tengo la sensación de que la vida se enreda en ombligos sin norte y las verdades más obvias se acurrucan detrás de intereses que ni siquiera son los nuestros, que nos dejamos la libertad en el bolsillo para sacarla a discutir cuando menos toca y que vivimos de rodillas en un suelo lleno de abismos hasta que conocemos a gente de verdad que nos enseña que la felicidad está en poder dar lo que uno tiene, en estar siempre en lo que necesitan los demás y mirar al mundo con una sonrisa magnánima durante toda la eternidad. Una Ofelia más sin Hamlet.


viernes, 26 de noviembre de 2021

Entre asteroides. (Audio)

 

Entre asteroides. (En Hoy por Hoy León, 26 de noviembre de 2021)

    Me llegan las noticias de la performance de la Escuela de Artes, las actividades del Pablo Díez de Boñar, el recreo poético del García Bellido y sus dieciséis días de activismo. Me llegan y sitúo el problema, o siento que lo sitúo, porque esa misma mañana, a la vez que los gestos gritan lemas que mueven, que conmueven, que construyen, que conciencian, una mujer me traía a mi mesa la realidad de su problema. Sin gestos, sin grandes palabras, sin colores.

    Eso era ayer y me trajo recuerdos cuando en el verano de balcones abiertos escuchaba los gritos de una pareja de vecinos, los gritos de ella, su voz atronadora en el silencio de los ronquidos de los vecinos que paraban la noche en el cómplice compás de los relojes esperando la mañana. Son cosas de pareja, acallaba el barrio su conciencia. No sé si golpes, no sé si cristales rotos, no sé qué sonidos en la noche. Yo los escuchaba y, como todos, esperaba el amanecer, la no noticia. El alivio de saber que finalmente no había pasado nada. Y no pasó nada. No sé qué vidas llevaron, qué historias enlazaron después de separarse. No sé porque, por fortuna, no pasó nada. Solo los gritos en la noche y el silencio de la manada. Mi silencio cobarde.

    Hoy ya eso no pasaría. Quiero creer que nadie guarda silencio, que nadie se acurruca en su almohada y deja que las cosas pasen, aunque sabemos que pasan. Ya te lo he dicho: ayer esa mujer joven me enseñaba atestados de golpes mientras los gestos y las bellas palabras alicataban el viento. Son tan importantes las bellas palabras como los gestos, porque hacen imposibles los silencios. No son cosas de pareja. Los gestos, las bellas palabras, los carteles, las canciones y los colores nos impiden ya guardar silencio. Nadie sería capaz de aguantar hasta la mañana y salir de casa sin vergüenza. Nadie cierra ya los ojos. Lo han conseguido las mañanas de poesía y manifiesto, la toma de postura y de conciencia. Es verdad, eso no es bastante, la otra batalla es más oscura y la estamos perdiendo, pero no me cabe otra idea que no sea la esperanza. Sé que terminaremos por verlo, que esa ceguera que nos impide detectar la violencia que no sangra terminará cayendo ante el disparo incesante de más gestos, muchos carteles y todas las palabras.

    Veo que cada vez que lanzamos una mariposa al viento hacemos como la NASA con su asteroide. Ellos lanzan una nave contra Dimorphos, la luna de Didymos, con la esperanza de que dentro de un año modifique su trayectoria y demuestre que estamos a salvo ante la amenaza de un asteroide que viniera a chocar con la tierra, algo que dicen que no va a pasar al menos en los próximos cien años. ¡Una nave contra un asteroide dentro de un año por si pasara algo que no va a pasar en cien años! Dídimo en español se utiliza en anatomía y botánica para referirse a algunos órganos de los seres vivos que se presentan por pares. Ya ves cómo suena el evento asteroide: a machada propia de Bruce Willis que salva al mundo por navidades. Cañonazo salvaje contra enemigo incierto de nombre testicular. Nuestros pequeños gestos, las palabras bellas, los carteles, viajan entre asteroides golpeando el miedo a complicarse la vida, sacudiendo la conciencia limpia de quienes son capaces de dormir todas las noches.

viernes, 19 de noviembre de 2021

De cuando rascábamos el hielo. (Audio)

 

De cuando rascábamos el hielo. (En Hoy por Hoy León, 19 de noviembre de 2021)


Anuncia el Ayuntamiento de León su Plan Municipal de Nevadas, con ciento cincuenta personas que se movilizarán de manera inmediata y quinientas toneladas de fundentes para asegurar los dieciocho itinerarios clave que permitan el acceso a escuelas y hospitales. Ya es oficialmente invierno, aunque estemos en otoño. Yo no necesitaba saber de este plan para asegurarlo, porque me lo dijo ayer el Paseo de Salamanca en el que conté hasta cuatro conductoras que, a las ocho y media de la mañana, arrancaban con paciencia el hielo del parabrisas de sus coches. Aunque siga siendo otoño, esto ya es el más puro invierno.

 

La imagen de esas conductoras que rascaban el hielo del parabrisas en una mañana tan soleada me descargó en el recuerdo campos blancos desnudos bajo la helada extensión del horizonte. Una tierra incierta bajo el manto del frío. Me parece que es una metáfora de lo que vivimos, como vida escasa en la oportunidad del velo de la tierra que se tapa con el tul del hielo. Siento como si ese fulgor, esa luz reflejada en la blancura inmaculada, no fuera nada mío, como si lo que sucede en la realidad de cada día solo fuera una apariencia al modo más puramente platónico. Escribir lo que se me ocurra, dijiste o dije o dijimos. Escribir lo que se me ocurra en el sol del frío del invierno y flotar el tiempo en la gélida tez de lo que pasa. Mujeres quitando el hielo del parabrisas para mover el coche hacia el trabajo o hacia el cole o hacia otro cuidado propio o ajeno. Cuidando el tiempo y la vida, como de costumbre. Arrancando el hielo, fundiendo el frío. Ocupándose como siempre, tomando el pulso a la mañana. Eran todas mujeres, sí. Sería una casualidad, pero lo eran y anunciaban con su faena que este otoño ya es invierno y que el fuego que funde las distancias está escondido en el lugar sagrado de las verdades mágicas. Mujeres fundiendo hielo con alcoholes, arrancándolo con raspadores, asistiendo al primer sol de la mañana. Una tierra incierta, más incierta que el propio cielo, se escondía en los parterres más allá de las aceras y el giro hacia la rutina del día me apartó de ese brillo de belleza y lejanía. Pensé en la ciudad armada contra el frío, en la tarifa eléctrica, en el saco de pellets, en el litro de gasoil, en la perversión del gas. En una estufa de butano, en una estufa de leña, en una estufa de petróleo. En un modo más humano de abandonar el frío. Pensé en eso, en un modo más humano de despejar el frío, salir del hielo, pisar la tierra esponjosa tras la helada. Un futuro tras pandemia, tras globalización, tras descarnado abandono, tras silentes guerras.

 

Me preguntaba ayer, al hilo de una discusión sobre lo que significaba la palabra areté para los antiguos griegos, en qué consiste el éxito en nuestro tiempo. Sentí la heladora verdad que anuncia que el invierno ha invadido ya el otoño, la fría idea de que el éxito se cuenta por millones. Millones de euros, de seguidores, de admiradores, de posesiones. Millones es la palabra que hiela. Cientos de millones. Miles de millones. Millones de millones. Un manto de escarcha sobre la realidad de millones de personas que ven la vida en el brillo irisado del parabrisas cubierto de hielo en la mañana. Me acordé de esa idea de éxito en la que perder es ganar. Me acordé del frío intenso, de cuando rascábamos el hielo, de cuando éramos para la vida y no para la fama. De cuando rascábamos el hielo y había un suelo que pisar.

viernes, 12 de noviembre de 2021

Contra tráfico. (Audio)

 

Contra tráfico. (En Hoy por Hoy León, 12 de noviembre de 2021)

     Es una canción de Chico Buarque, Construcción. Una canción escrita en dodecasílabos que remata cada verso con una palabra esdrújula. Yo la escuché por primera vez en la voz de Daniel Viglietti, en ese disco mítico que se llamaba Trópicos. Luego sé que la han cantado muchas voces, pero esa versión de Viglietti siempre ha sonado en mi memoria, creo que por su obsesiva repetición que va más allá del último verso de Buarque y añade tres estrofas que, aunque rompen la estructura original, terminan en un aldabonzao: “Dios le pague”.

    La estaba canturreando sin darme cuenta en la circunvalación, observando el atasco que se arrastraba en dirección contraria a la de mi marcha. Murió a contramano entorpeciendo el tránsito, recordé. Porque es verdad que es insólito el modo en el que se oscurecía el tráfico, la sorpresa de una máquina que ennegrecía el miércoles, la extraña concurrencia de aquel movimiento de pájaros que se antojaba pródigo. Murió a contramano entorpeciendo el sábado. El atasco crecía como si fuese sólido y se expandía y se agarraba al día como si fuese máximo y hacía que la nueva rotonda de la Granja me pareciera estúpida y miraba en los otros coches la ansiedad creciente de los conductores que escapaba súbita, saliendo por cristales y por ruedas como si fuese nítida. Giré y me desvié tal que si fuese un príncipe y escuché las noticias de la cumbre del clima como si fuese intrépida. Sentí que la ciudad se revolvía mágica y que la idea de la gente y el vuelo de las almas se resolvía escuálido, lindando en el deseo de la tienda que nos hizo excéntricos. Salí y me aparqué en un rincón decrépito. Y me senté a contemplar el vuelo de la tarde en un momento plástico. Dios le pague.

    Con esa imagen de oruga que se arrastra, me aparté del suelo y sentí que me elevaba en un instante impúdico y dejé la canción en sus esdrújulas y me fui de mi corazón a mis asuntos. Y en mis asuntos estabas tú, con tu “plof” de entre semana, en un aparte de miradas y de ausencias, como el mundo en su conciencia, como los leoneses atrapados en sus coches en esta nueva experiencia de atascos a la madrileña en la persecución de un pedazo de esa nueva piscina del consumo en la que nos hemos bañado desde que se ha abierto el nuevo centro comercial.

    Pero hay cielos tan azules como el cielo, tan azules como el cielo del invierno, tan azules como el cielo azul de nuestro cielo. Y fíjate que, de azules, no tan cielo como el del cielo, hay una exposición de fotografías que me gustó en un bar de la zona de Salvador del Nido. Los azules son de las mascarillas que dejan abierta la mirada de las personas que se han querido retratar bajo el título Miradas tras la mascarilla. No son tales. Son miradas a pesar de la mascarilla o sobre la mascarilla, no diría yo tras. Pero me quedo con ese juego de preposiciones y el ritmo lento de la tarde en las miradas por encima del azul máscara. Una píldora de luz contra el despanzurrarse de la construcción del tráfico de la circunvalación. Me volví a casa cantando. Murió a contramano entorpeciendo al público.

viernes, 5 de noviembre de 2021

Sin castañas en Balboa. (Audio)

 

Sin castañas en Balboa. (En Hoy por Hoy León, 5 de noviembre de 2021)

    Tengo entendido que este miércoles que ha pasado era el comienzo del fin del mundo. Según parece, todo iba a empezar con un gran apagón que llegaría ese día tres de noviembre y duraría entre cuatro y seis semanas. No te voy a decir que desde que dieron las doce estuve pendiente de si se apagaban las luces de la calle, aunque debo reconocer que, desde que tuve conocimiento del apocalíptico augurio en la cena del martes, sí que le di alguna vuelta a esa idea de un apocalipsis de crisis eléctrica.

 

Al final, ya sabes que el miércoles no pasó nada. Al menos, que sepamos. De manera que aquí estamos, sin más señales del fin de los tiempos que las habituales, si bien es cierto que la tranquilidad que nos deja el hecho de que no hubiera un apagón el miércoles no invalida la premisa básica inicial: la posibilidad de que esta semana haya sido la del comienzo del fin del mundo. En realidad, ya hay agoreros que han aplazado el apagón a otro día, de la misma manera que toda la vida se han ido esperando y aplazando los días señalados para la debacle final.

Lo de señalar el día preciso para que ocurra algo así me genera muchas dudas, porque hay mucho rato en el que en Nueva Zelanda y Nueva York viven en días distintos y podría ocurrir que el fin del mundo les pillara a los de Oceanía en día tres y en dos todavía a los de América. Un vaticinio con contradicción interna. Me imagino que en un anticipo así debe de ser imposible ajustar la hora. Nadie debería atreverse a decir cuál es el día, pero, no obstante, asistimos una y otra vez a la aparición de anuncios semejantes y me pregunto cuál será el interés de quienes nos advierten, poniendo fecha, de la llegada del apocalipsis. Se me ocurren explicaciones y todas tienen que ver con el mercado y el control de la información, con el miedo y la vulnerabilidad de las personas, con el interés en la inestabilidad de los tiempos de crisis para el aumento de fortunas, con la aceleración de las desigualdades que estos tiempos asomados al Metaverso digital nos están sembrando como si se tratase de las más invariables semillas transgénicas. No sabría decirte cómo es de agobiante la eternidad, pero parece como si la inminencia del final de todo aclarase las reglas del juego en un no hay reglas.

En un telediario de ayer a las tres de la tarde se volvió a la cuestión del precio de los contenedores y la imposibilidad de transportar artículos desde China, una crisis que nos dejará sin poder traer consolas para los Reyes Magos, sin vidrio para hacer frascos, sin aluminio para las tapas, sin chips para la inteligencia de los coches, sin piezas de recambio. Era el apocalipsis del mercado, la ruina de la Navidad. Igual sí que ha empezado el fin del mundo y no nos hemos enterado. Igual por eso algunos castañeros del Bierzo han recogido menos del ochenta por ciento que el año pasado. Se ve que este es un año sin castañas. Me decían esta semana que no saben bien qué es lo que ha pasado, si el mal tiempo de julio o la avispilla o la socarrina. Pero quien me lo contaba, que llevaba preparado su saco para coger cuatro castaños que tiene por la zona de Balboa, me decía que se tuvo que volver con medio cubo y el saco bien plegadito bajo el brazo. Es lo que nos toca, entre anuncios de fin del mundo, un otoño sin castañas y unas Navidades sin consolas.

viernes, 29 de octubre de 2021

Con un poco de hielo en el bolsillo. (Audio)

Con un poco de cielo en el bolsillo. (En Hoy por Hoy León, 29 de octubre de 2021)

    Se despierta uno de otra manera cuando oye en la radio una noticia que habla del meteorito de Reliegos. Salir al mundo con la radio es para mí ya un hábito de años, porque todas las mañanas elijo abrir los oídos antes que los ojos. Creo que no soy extraño por eso, que en realidad es algo que le pasa a todo el mundo y que el sentido del oído se entrena antes que el de la vista y es el último que se pierde, que todavía oímos después de cerrar definitivamente los ojos. Aunque es cierto que la vista nos aporta muchas más informaciones que el resto de los sentidos, en ese duermevela inverso que es el despertar me encanta mantener los ojos cerrados y negarle al día unos minutos mientras escucho en la radio la vida que se esfuerza en ser noticia cada mañana. Y uno se levanta de distinta forma si lo que te cuenta la radio te adormece nuevamente o si te saca de un empujón de entre las sábanas o si, como es el caso, te arranca un gesto de cariño: ¡qué buena cosa que se haya podido recuperar un fragmento del meteorito de Reliegos!

    No sé mucho más de la noticia, no te vayas a creer, aunque me fascina la idea de rescatar en Reliegos, ¬un nombre que me recuerda a mi vecino Pedro, su bondad, su tesón, su ser una porción de Caja España en los tiempos de oro de la entidad, una entidad que ahora anuncia que se desmorona y agita otra vez el avispero de los despidos, su tute en la bodega, su escapada de viernes al paso lento de su pueblo, la historia de un pedazo de cielo que se cae y que se recogió en la niebla del frío leonés un veintiocho de diciembre. La cosa de que fuera en este día, y dado que ya me pasó que estuve un veintiocho de diciembre buscando un meteorito mientras mi primo se tronchaba de risa por mi ingenuidad, me pone un poco en guardia, pero imagino que no será una inocentada, que está documentado que el meteorito existe y que cayó del cielo en ese día de mil novecientos cuarenta y siete y que eso que la Guardia Civil ha recuperado es efectivamente un pedazo de condrita.

    Impresiona pensar que cayera del cielo una piedra de diecisiete kilos, que lo hiciera en medio de la niebla de ese día, que lo recuperasen los vecinos del pueblo y que hoy tengamos controlados once kilos de aquella piedra negra y seca, pero que haya seis que anden por ahí perdidos. Me impresiona sobre todo que haya alguien que intentaba vender un trozo del meteorito en internet por veintisiete mil euros. Salgo de mi ingenuidad con cuidado y comprendo que es fácil pensar que existe un mercado para casi todo, que puede que cualquier cosa que imagines tenga un precio y que todo, hasta la famosa raspadura del cuerno del unicornio, esté en algún portal de compraventa en cualquiera de esos rincones de internet que no están al acceso de casi nadie.

    No pagaría por tener un meteorito en casa, aunque sería un buen regalo para esos cumpleaños que se acercan. Imagina poder regalarte un trocito de cielo para que lo lleves siempre contigo. Suena bien, pero no me convence. ¿Quién podría caminar con un puñado de cielo en el bolsillo? El cielo solo brilla mientras cuelga y se hace ceniza y piedra cuando se cae.


viernes, 22 de octubre de 2021

Ante malabarismo. (Audio)

 

Ante malabarismo. (En Hoy por Hoy León, 22 de octubre de 2021)

Seguro que lo has visto al llegar al semáforo de Suero de Quiñones con Padre Isla. Hace unos días estaba haciendo malabarismos con las mazas mientras sostenía en el aire un balón al que daba cabezazos. Me pareció un milagro que no se le cayese nada al suelo, que el equilibrio y el control del movimiento fuesen tan exactos en medio del flujo inquieto de la tarde.

 Terminó su número justo en el momento en el que se puso verde el semáforo —lo tiene perfectamente medido— y los conductores que habían asistido en primera fila al espectáculo no arrancaron sus coches de inmediato como es habitual, sino que esperaron a que el malabarista se acercara hasta ellos, sombrero en mano, para recoger unas monedas. La impaciencia del día se detuvo, pero no como lo hace normalmente en los semáforos, porque se abrió un paréntesis en el tiempo y hubo un estarse quieto de las cosas en el movimiento de las manos del malabarista, esa magia de la fascinación que congela todo lo otro y hace que solo el juego malabar se mueva. Es una sensación que me lleva a aquellos circos de la infancia. Las manos del malabarista, las mazas, la pelota en su cabeza, eran estampas de aquellos saltimbanquis que se paraban en la plaza del pueblo o en la era o en la explanada delante del castillo y hasta a veces sin lona siquiera, sin la majestuosidad de la carpa ni el brillo de los focos, hacían que la vida monótona del quehacer diario se saliese del carril de lo previsto. Hasta el número de la cabra y el organillo era un brochazo de purpurina en el párpado de la rutina.

 Por eso me impresionó su mirada. Me di cuenta de que el malabarista mira todo menos lo que hace girar alrededor de sus manos y me quedé enganchado en ese punto de vista. Es verdad que luego el tráfico nos sacó de escena y el tiempo palpitó de nuevo en el reloj digital del salpicadero. Pensé que deberíamos programar varias sacudidas como esa al día. Una suerte de “azoterapia emocional”, algo que nos sacude y nos despierta, un tratamiento que nos coloca en la vida cuando nos despistamos, cuando dejamos que todo nos lleve a más velocidad de la que nuestra conciencia puede registrar. Y mira que sé que te estoy diciendo todo esto demasiado aprisa, que convendría un paso más lento para poder digerir lo que te cuento. Lo sé y creo que la velocidad forma parte del pequeño número que te presento cada viernes, como quien lanza las palabras en una rueda de malabares o las pone a girar como platillos chinos para crear un efecto hipnótico. 

El malabarista mira desde el eje del giro. El espectador danza con el movimiento de sus manos y pasa una y otra vez por el mismo punto. Y solo despierta cuando comprende lo que significa estar despierto y detiene en el aire todos los gestos. Esa toma de conciencia, esa presencia en la realidad no es tan fácil como parece, porque viajamos más cómodos en las manos del que nos mueve y darse cuenta y pararse obliga a una toma de posición que nos cuesta. Mientras todo en nuestro universo esté en marcha, marchamos con él sin hacer preguntas, sin querer saber qué ocurre al recoger en una mano las manzanas y detener el juego. No te hagas preguntas incómodas, no vaya a ser que las sepas contestar. Los conductores dieron monedas al malabarista, me parece que ya lo había dicho. Es lo apropiado y ayuda a dormir mejor.

viernes, 15 de octubre de 2021

A noventa duros. (Audio)

 

A noventa duros. (En Hoy por Hoy León, 15 de octubre de 2021)

    Quiero dejar pasar la actualidad para hablarte de la noticia, una noticia que ha llenado páginas en los periódicos y minutos en las radios y una frase que dejó Ballesteros en León Deportivo: los reconocimientos hay que hacerlos en vida. No la encierro entre comillas porque no sé si es textual, pero tú lo entiendes y eso es lo que cuenta. Fíjate que yo no conocía a Manolín, el utillero de la Cultural que ha fallecido esta semana, pero conozco a su hermano, que fue futbolista, aunque ahora ande por ahí como Bale, dedicándose más al golf. Conozco a su hermano y quizá por la cercanía de la sangre me atreva a entender todas las anécdotas que se han contado del espíritu peculiar de Manolín, su ser cercano, y me llega —puede que me equivoque— que resumía la vida en pura anécdota. Una idea poderosa, la de la vida como anécdota, como un estar bien en lo que quieres y divertirte con los que están contigo.

    Me parece que es de eso de lo que te tengo que hablar hoy, de la facilidad para enganchar en una broma el momento que toca, esa habilidad que tienen pocas personas de encender la lámpara de la anécdota y hacer brillar una situación. Y lo tienen que hacer ellos, porque de nada sirve que yo te hable ahora de la hamburguesa perfecta, porque esa historia que me contaba hace poco en la calma de una de estas noches de otoño en una terraza de La Mancha un compañero profesor de instituto no tiene la más mínima gracia si no es él quien te la cuenta, porque decir que la clave está en el Idiazábal y que los pepinillos tienen que ser de oferta no tiene categoría ni de chiste, pero en su manera de contar, en su manera genuina de interpretar el mundo, la risa es imposible de contener y el momento afable te acoge y te relaja. Ya te digo que yo no conocía a Manolín, pero, por su hermano, me da que era de esta clase de genuinos creadores de la risa o de la sonrisa al menos o de la distensión, de la pérdida de la guardia alta en la que siempre vamos.

    Contaba este compañero del que te hablo que le había comprado su madre una toalla a noventa duros en la tienda de la Luisa de Reyes —cosas que se explican así en mi pueblo— y que la toalla todavía andaba en servicio, que había conocido muchos sitios, entre otros, las playas de Grecia y que quizá se tenía que haber quedado allí en algún museo. Hacía siglos que no escuchaba contar en duros, siglos que no oía mencionar el pomillo del jarabe, la untura, siglos que no me salía de la formal sucesión de los quehaceres. Y este profesor de Historia —¡callarse, chiquetes!— me colocó en media hora en el universo feliz de la broma. La seguridad de separarse unos centímetros de la aridez insensata de las obligaciones cotidianas para alcanzar el brillo extraordinario de los días de fiesta. El salto de la anécdota a la historia. Lo que separa la vida de los libros, lo que te lleva del consejo del utillero al verso del poeta. Juegos de la misma especie. El llanto sobre el difunto y el reconocimiento en vida. Vivir en la anécdota también es escribir la Historia, una forma de inmortalidad.

    Toallas a noventa duros, hamburguesas perfectas, confesiones en el vestuario, una poesía escrita en un día intenso, pero que se perdió en los recuerdos. Una poesía perdida y que al encontrarla te devuelve los mismos sentimientos del día en que fue escrita, otro Manolín debajo de la guasa. Gente proporcionada, no hay más que verlo.

sábado, 9 de octubre de 2021

Desde un paraíso particular. (Audio)

 

Desde un paraíso particular. (En Hoy por Hoy León, 8 de octubre de 2021)

En los papeles de Pandora sale retratado algún leonés que, por otra parte, según he podido leer en la prensa, es supuestamente insolvente. Entiendo que es casi una ofensa subrayar la circunstancia de que el nombre de una persona que, como te digo,es supuestamente insolvente pueda aparecer en una lista de sociedades con sede en paraísos fiscales. Pero esas cosas pasan. El mundo en el que vivimos lo permite y, de hecho, no estoy seguro de que algo así no pueda ser absolutamente legal. Ser insolvente y ser a la vez dueño de sociedades opacas al fisco con capitales de millones de euros no es un imposible. Esa circunstancia, esa posibilidad de que ser rico e insolvente pueda aparecer a la vez en la misma tarjeta de visita, me ha hecho pensar en el significado de los términos. Me detengo en tres: insolvente, millonario, paraíso.

De la insolvencia me declaro seguidor. No porque quisiera ser insolvente desde un punto de vista económico, sino porque veo la insolvencia como una oportunidad. El que es solvente ya tiene cerrada la existencia. Quien es solvente se maneja en la seguridad de lo que tiene. Puedes, si te parece, extender la acepción de solvencia más allá de lo económico, para decir que el solvente se maneja sin dificultades en la perfección de su elevada moralidad, o de su cualificación profesional o de su compromiso humano. Se me ocurre que esa solidez de la solvencia te ancla como una roca y te impide la exploración de posiciones más allá de la seguridad de lo mucho que se tiene. Por el contrario, los que nos movemos en la arena de la insolvencia somos de pie ligero, de mudanza fácil, de mirada exploradora y alma en danza. No sé si es mejor. Seguramente no, pero es lo que me pasa.

La palabra millonario no la entiendo. Me seduce el impulso de decir que los que conocemos nuestras propias limitaciones solo sabemos hasta ocho por cinco, como le dice Miguelito a su maestra en una tira de Mafalda. Ser millonario es saber responder a esta pregunta: ¿cuánto necesitas para no necesitar nada nunca más?

Y paraíso es lo que interesa. Me gustó siempre aquella frase de una canción de los ochenta que hablaba de “otear el paraíso”, ya sabes, “para ti, que solo tienes quince años cumplidos”. Supongo que eso es el paraíso, quizá no salir de los quince años, quizá no llegar nunca a tenerlos, quizá haberlos olvidado hace más de cuarenta. El paraíso y el miedo son caras de la misma moneda, porque no hay edén sin reglas, de manera que el paraíso está unos metros por debajo o por encima de sí mismo y te obliga a estar atento a las filtraciones, manzanas, mitos, abogados no tan firmes en el secreto como uno piensa. Los paraísos tienen siempre lugares prohibidos, esconden verdades encubiertas y descubren, a la larga, lo peor de uno mismo. Hay una serie que cuenta la vida de unos millonarios en un hotel del paraíso, una serie en la que se destapan todas las desviaciones del espíritu en estado de máxima excitación paradisíaca. Un retrato de las formas más abyectas de la debilidad de la riqueza.

Por eso elijo, desde mi insolvencia, un paraíso particular para enterrar mi cabeza, un pecho en el que soñar. Un paraíso sin arquitectura financiera, una forma única de ser absolutamente millonario. 

viernes, 1 de octubre de 2021

Cabe morcilla. (Audio)

 

Cabe morcilla. (En Hoy por Hoy León, 1 de octubre de 2021)

        A veces te llegan mordiscos del pasado que se cuelan en tu ahora por rendijas mal cerradas. Cuando eso pasa, cuando no es tu voluntad la que te trae los recuerdos, sino que son otros los que llaman a la puerta de tu memoria, ya sean fantasmas propios o sean ajenos los que se apoderan de tu voluntad de presente, puedes tener tentaciones de abandonarte, de dejarte arrastrar por lo que ya no es tuyo. Es humano, pero es un error de humano y, por muy humano que sea, es preciso escapar a esa inclinación, porque, fuera bueno o malo lo que te trae ese recuerdo es algo que ya no te pertenece, algo tan falso como el futuro más deseable que puedas imaginar. Lo humano es recordar e imaginar, lo divino es engendrar, crear el tiempo del ahora.

        Mordiscos del pasado es una manera de hablar apropiada al tema que te traigo hoy. Es un lugar común, tan común como inhabitado, hablar de la memoria y citar la magdalena de Proust. El fenómeno concreto es la evocación involuntaria de un episodio olvidado al experimentar un estímulo determinado. En el caso del personaje de Proust, una magdalena mojada en el té. En mi caso, y por eso te hablo de ello, una voz en el teléfono. Comprendo que no es lo mismo, que la magdalena tiene un poder evocador más poético que la voz en el auricular, que es más un resorte directo que una palanca que levantara el pasado, más como un muelle que te saca hacia atrás. Algo que, aunque es ahora, viene directo desde el antes y te atrapa con un mordisco certero como te decía al principio. Y es que uno piensa que todo es sólido bajo los pies, pero no es así. La realidad es que todo en nuestra seguridad presente se apoya en un cemento poroso y agrietado por el que se filtran todas las humedades del pasado. Y cuando vienen así, sin avisarte, el golpeo es tan firme, la dentellada tan seca, que tiendes en un impulso inevitable a recordarte y se te olvida que ya no eres eso que recuerdas, que tu vida es otra, que tu fiesta es la de ahora, tu magdalena esta que tragas y esa voz del teléfono algo que sucede ahora pero que está a años luz de tu presente. Las tortugas se mueven despacio en los estanques cerrados tras los cristales y la gente que te quiere tiene siempre tiempo para alcanzarlas. Los abrazos solo pueden ser ahora. Y el desaliento y la angustia, si fueron del pasado, no pueden tener lugar en esta infinitesimal carrera, porque Aquiles no puede alcanzar a la tortuga, aunque corra infinitamente más rápido que ella. Todo sucede para que yo lo escriba y te lo cuente.

        Mordiscos olvidados nos traen la memoria de la fiesta. Come y calla, te dirían. Come y calla y déjate de voces y de magdalenas. Come y calle es la consigna nueva. Esa actividad de música y comida.  Vida, movimiento, ahora. Eso que tanto te gusta y que tiene en marcha San Froilán, como te gusta la morcilla y el puñado de avellanas, porque el patrimonio de la tradición no es solo lo que viene del pasado, sino que es lo que ahora enciende el día, lo que está cabe la morcilla, cabe el mercado medieval y la feria de artesanía, cabe todo lo que es la fiesta más fiesta de este pueblo. Un bocado de morcilla te trae tu infancia a la memoria. La música del come y calle te engancha en el futuro. El mordisco que te puedes permitir es el mordisco del ahora.

        La vida entera cabe en un mordisco acertado.

viernes, 24 de septiembre de 2021

So pretexto incierto. (Audio)

 

So pretexto incierto. (En Hoy por Hoy León, 24 de septiembre de 2021)

    Por muy lejos que veamos el humo del volcán, el fuego, la lava, el horror, la impotencia. Por muy lejos que veamos las riadas, las trombas de agua que se lo llevan todo, el barro que anega las casas. Por muy lejos que estemos de la desgracia, sabemos que nos toca, que nos llega, que nos araña, aunque no nos desgarre la piel. A pesar del arañazo del telediario, salimos al día sin prevenciones porque sabemos que no nos pasa nada. No nos pasa nunca nada y efectivamente es así hasta el instante justo anterior al instante en que nos pasa. La nube nos sorprende sin paraguas.

    Esa confianza en que a nosotros no nos tocan las desgracias nos permite retrasar lo que nos gustaría poder hacer, pero que vamos posponiendo porque ya habrá tiempo o porque hay otras prioridades que nos urgen a resolver lo inmediato. Mira la estación de Renfe. Se hizo una estación provisional para resolver un problema inmediato que surgía de la obra de soterramiento de las vías. Ahora tenemos una estación provisional que es definitiva y un tren que salva el paso a nivel del Crucero, pero que sigue atravesando San Andrés dejándolo partido en dos como ha estado siempre. Esa urgencia de lo inmediato nos roba media vida.

    ¿Cuánto dura un “plis plas”? ¿Cuánto dura un “de momento”? ¿Por qué cuando decimos “luego” ya nunca queremos decir “ya mismo”? “Lo hago luego”, decían, y con eso querían decir que ya lo podías dar por resuelto, que ya estaba, con una inmediatez que ahora ya no tiene para nada nuestro “luego”. Y es que ahora “luego” en demasiadas ocasiones se transforma en “nunca”. Desde luego, no te quiero enredar en juegos de palabras, aunque me gustan con locura, porque creo que el ingenio todo lo cura. Pero es eso. ¿Acaso no te das cuenta de que todo lo que pospones con provisionalidad termina por no ser nunca o casi nunca? Vivimos demasiado bajo pretextos inverosímiles que nos creemos como si realmente fueran ciertos. Pretextos que nos ponemos a nosotros mismos para posponer lo importante en aras de lo urgente, o quizá es que eso que habíamos pensado como importante no lo es tanto. Quizá es que, en el orden de cosas que nos impone el día, compartir un café no sea tan importante como atender una llamada de trabajo, leer un poema se pueda dejar para después de responder los correos electrónicos y mirar el vuelo de los patos sea una pérdida de tiempo definitiva. Me parece que renunciamos a la vida con argumentos que saben a excusa vana, inverosímil, artificial. Nos andamos despreocupando de querernos como si el tiempo fuera infinito, como si todos los trenes fueran a cruzar la ciudad sin hacer ruido por las tripas de túneles que liberen parques y museos. Nos dejamos la voz en las urgencias y no decimos las palabras mágicas del “quiero”. Nos morimos so pretexto incierto.

    Y conste que me gusta el lucernario, que me parece un festival de luz y de colores y que la antigua estación luce divina. Que no quede para luego lo que venga. Que se libere luego, es decir ya, ese paseo, que el aplazamiento se acorte de inmediato en tus deseos y lo urgente te aparte un rato tras otro de todas tus excusas. El tren cruza ya soterrado la ciudad y sale a boquear solo a quinientos metros. Es poco, pero es mucho. De eso es de lo que te hablo, que, poco o mucho, lo que importa no admite pretextos.