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viernes, 28 de junio de 2019
Teratología. (Audio)
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Teratología. (En Hoy por Hoy León, 28 de junio de 2019)
La presencia del
mal, la monstruosidad, la imperfección. La constatación de la existencia de la
oscuridad para comprender el brillo de lo luminoso no me hace pensar que el
mundo sea peor de lo que es. Me está costando, pero me parece que voy dando
pasos ciertos en el camino de asumir que yo mismo pudiera ser perverso,
imperfecto e inmoral. No en un sentido absoluto, pero sí monstruoso para
alguien; incluso indeseable o digno de odio para personas a las que quiero o a
las que admiro. Es fácil asumir el desprecio de quienes tú mismo no aprecias.
Lo difícil es entender que personas a las que aprecias pudieran considerarte un
engendro, un error de la naturaleza, un fallo inaceptable.
Ese contubernio
alevoso que descubres a tu espalda solo te descentra cuando te miras en el
espejo y ves señales de aviso sobre ti mismo que pudieran dar pábulo a la
maledicencia desde tu propia mirada reflexiva. Se me está cargando de adjetivos
la cuchara y empiezo a pensar que este jarabe no hay quien se lo tome. No
obstante, me siento hoy de traca fin de fiestas y no me apetece corregir
ninguno de mis desmanes. Por eso te sigo contando que ayer, con todo el calor,
había gente muy leonesa por la calle con una “chaquetina” en el brazo por si
acaso. Ahora que nos ha llegado el infierno a un paso del invierno, ya sabemos
que no es ni endotérmico ni exotérmico, que sencillamente es la olla en la que
se cuece el mal. El infierno es este calor que alimentas cuando te ves en el
espejo las arrugas de tu propia personalidad, cuando descubres en una vaharada
de calor enrojecido que tú mismo eres la anomalía, lo podrido, lo que se
debería de poder extirpar, como los adjetivos innecesarios y sobrecargados que
te estoy regalando y escuchas sin parpadear.
Esta cucharada de
jarabe contra el engreimiento hay que tomársela con los sentidos bien alerta,
para que no se te escape nada de su poder curativo. Ya sabes que, en la boca,
tenemos más bacterias que habitantes hay en León. Sí, no lo dudes, por muy bien
que te hayas cepillado, por muchas gárgaras que hayas hecho con colutorio de
colores morado, rojo, verde o azul, tienes en esa boca que parece limpia más
bacterias que almas pululan por este infierno de principios de verano en que se
ha convertido la ciudad.
Tenías que ver la
cara de alegría de la vecina del cuarto diciendo que venían del pueblo y que
allí sí que se estaba bien. ¡Aquello es el cielo!, dijo. No. No venían de
Villaquilambre. Ya sabes que allí el alcalde ha dicho que para el trabajo que
hace le sale muy barato al pueblo. A veces se malinterpretan las cosas. Apuesto
a que, en el fondo, las bacterias saben que no dijo tal cosa: ¿Quién habita un
cielo tan seguro de sí mismo?
domingo, 23 de junio de 2019
Las vacas de Vilecha. (Audio)
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Las vacas de Vilecha. (En Hoy por Hoy León, 21 de junio de 2019)
Sé que me vas a
agradecer que no te hable de la actualidad. Te lo noto en el modo de escuchar
mientras te hablo, en la manera en la que le has subido un punto al volumen
para poder escuchar lo que te digo en medio de todo el ruido que te rodea. Has
oído la palabra “agradecer” y ya estás pendiente de lo que te digo, por eso sé
que no quieres ni oír hablar de la Alcaldía de León o de nada semejante, que
estás más pendiente de cómo te vas a organizar en el puente o, si tienes que
trabajar el lunes, qué vas a hacer el fin de semana, este fin de semana de
noches cortas y tardes eternas. Sé que agradeces el fresco de unas cuantas
palabras amables. Te repito una: agradecer.
Ahora que ya
tienes oídos nuevos, oídos de cuatro dimensiones que te enchufan a esa palabra
tan amable de hace nada —“agradecer”—, puedes volver a bajar el volumen de la
radio e instalarte en eso y pensar en las cosas por las que te parece
importante dar las gracias a alguien. Hay sentimientos que nos acercan a la
felicidad y otros que nos alejan. Lo curioso es que los mismos hechos, a las
mismas personas, nos pueden provocar sentimientos de gratitud o reproche,
porque la diferencia no está en lo que pasa, sino en el modo en que nosotros
integramos lo que pasa. Lo hemos dicho tantas veces que ya casi que me da
vergüenza repetirlo: lo que ves no es lo que hay, sino lo que tú puedes ver. Es
curioso que seamos tan tercos y nos empeñemos tanto en conceder realidad a lo
que es solamente una ficción, la ficción que cada uno de nosotros construye.
¿Has vuelto a subir el volumen? ¿Es que no me oyes bien? Si no cambia nada en
lo que digo, ¿por qué necesitas acercar mi voz a tus oídos? ¿Acaso no son oídos
nuevos? Está bien, te lo explico: solo puedes escuchar lo que eliges escuchar
de entre todo lo que oyes. Elige la gratitud, no el reproche. Presta atención a
sentimientos que te acercan a la felicidad, o mejor, que construyen tu
felicidad, o más preciso aún, que son tu felicidad. Está en tu mano, en tus
ojos, en tu nariz, en tu paladar, en tus oídos. Agradecer es un modo de ser
feliz. Reprochar, no.
Lo que pasa es que luego
alguien mata a tiros tus únicas cuatro vacas y las tienes muertas en el prado
cuando vas a verlas por la mañana. Ocurrió en Vilecha hace unos días, que se
encontraron muertas por disparo de rifle las únicas cuatro vacas de un hombre
que, según tengo entendido, también había perdido este mismo año a su madre.
Resultará difícil regalarle la palabra “agrader”. Se muere tu madre, te matan
las vacas y oyes por la radio que debes mirar con ojos nuevos. Ya. Ya me doy
cuenta. Es esa terquedad de la realidad que siempre se impone y que aplasta
todo sonido que no sea su modo de arrastrar cadenas y construir desgracias. Lo
sé, es difícil. A veces es muy difícil, pero, te lo digo a ti que has matado todas
mis vacas: gracias. De corazón, gracias. He aprendido.
viernes, 14 de junio de 2019
Fruta de la pasión. (Audio)
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Fruta de la pasión. (En Hoy por Hoy León, 14 de junio de 2019)
Me gusta de la
mañana el olor del gel en la piel de quienes te cruzas. Pero me gustan esos
olores sencillos, a jabones y crema hidratante, algún champú poco agresivo,
olor a limpio. Y no puedo soportar esos desodorantes que tapan todo, el after
shave del tipo “atufa o no macho” o las colonias que impregnan el mundo con su
esencia. Como decíamos ayer, es dudosa la necesidad del estado, es dudosa la
extensión y alcance del ámbito de lo privado, es dudosa hasta la existencia del
propio individuo como “yo” independiente de todo lo otro, si es que lo otro
existe, porque, puestos a pensar en términos siderales, lo mismo da ocho que
ochenta. Y es verdad, y lo observo, pongamos por caso, en los bares.
Sé que te has
fijado, porque es inevitable, que los bares de siempre se reconvierten o
desaparecen. Pienso, por ejemplo, en ese que estaba a la entrada del Húmedo,
ese que pisaba la grieta que se abre en el punto más alto del suelo de León,
ese que se cerró hace ya algún tiempo y ha estado en obras y que debe estar a
punto de abrirse, si no es que está abierto ya, bajo la reforma de las nuevas modas
del estándar decorativo de los bares: esa invasión de maderas y cristales, esa
luminosidad de marcas comerciales, cervezas la mayoría, que franquician locales
intercambiables entre cualquier ciudad de España, no sé si del mundo. Un bar de
León con las señas de identidad de la misma cervecera que decora uno de
Torrelodones o la franquicia de bocata rápido y barato que llama a los clientes
por su nombre: Paul Newman, Miss López, señor Mazinger, Afrodita. Los mismos bocatas en el mismo entorno y en todos
los locales que quieran animarse a extender el éxito de una fórmula que
triunfa, sin importar la idea de lo que significa el espíritu local: “aquí se
vende morcilla y se vende así; ¿No te parece bien? Ahí tienes la puerta”.
En cambio, frente
a la rudeza leonesa que es más una pose de fiereza que una realidad, la
franquicia te regala el mismo olor en un centro comercial de Miguelturra que en
su gemelo cazurro, algo que ya inventaron las hamburgueserías en otro siglo y
que se extiende como la gangrena. Lo que decíamos, que no hace falta estado,
pero el estado —en toda su extensión— es lo único que hay y su presencia
devoradora devasta toda aldea. ¿Toda? ¡No! ¡Aún hay reductos que resisten
todavía y siempre al invasor! Hace unos días traté de llevar a unos amigos a algunos
de estos héroes resistentes y me los encontré todos cerrados. Quise creer que
era por descanso.
Por cierto, que, como te
decía al principio, me gusta el olor de gel fresco en la mañana. Es una pena
que la uniformidad sea el estado que también conquista nuestra higiene. “Hueles
a gel de Mercadona”, nos dijimos en el ascensor.
viernes, 7 de junio de 2019
Me estás dejando en visto. (Audio)
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Me estás dejando en visto. (En Hoy por Hoy León, 7 de junio de 2019)
Se había sentado
cómoda, como con mucho tiempo por delante, y me hablaba de temas que yo no
tenía la menor intención de escuchar. Hablaba y hablaba y yo ya había
desconectado hacía un rato y estaba haciendo otras cosas, tal vez atendiendo el
correo o redactando algún informe. Ella se dio cuenta y entonces lo dijo: “me
estás dejando en visto”.
No me enteré de
qué es lo que quería decir. Le pregunté qué era eso de “dejarla en visto” y,
mientras preguntaba, comprendí que se trata de eso que hacemos cuando vemos un
mensaje de Whatsapp y no comentamos nada. Lo “dejamos en visto”. ¡No me digas
que no te encanta la expresión! ¿Has pensado en todas esas cosas que voluntaria
o involuntariamente “dejamos en visto” a lo largo del día? “Dejas en visto” el
sol haciéndose un hueco por entre las nubes, la mirada sorprendida de tu hija,
el cartel que anuncia el concierto del año, la caja de puros vacía de monedas
al pie del mendigo de la esquina. “Dejamos en visto” todo lo que no nos cabe en
el reglón parpadeante de nuestro día. Vemos el mundo que no es nuestro y
enfocamos solo el trocito que nos incumbe y, de ese mínimo espacio que
consideramos propio, contestamos solamente los mensajes que nos importan o nos
interesan o nos obligan y “dejamos en visto” todo lo otro, aunque sea de lo
nuestro, porque no nos cabe en el morral de la realidad.
Y tengo la
impresión de que el vértigo de los días nos lleva a poner el “visto” y seguir
tirando. Hablo por mí. Mira que lo intento, pero me cuesta resentirme en las
cosas, frenar el segundero ese que ya no existe, intervenir en mis asuntos con
el detenimiento de quien goza de estar vivo. Me cuesta, te digo, porque me
siento un zombi interactuante a la velocidad a la que vuelan los datos y me
aborda la necesidad de refrenarme, de volver a lo lento de la trilla, al agua
en el reguero. No lo digo en serio. No digo que crea en la necesidad de una
vuelta atrás tecnológica al estilo amish, porque me parece estupendo todo lo
que ha aportado la tecnología. Es solo que esa perfección de herbicidas, por
ejemplo, ha circunscrito las amapolas a las lindes y a las fincas que no se han
llegado a fumigar. Cuadros de puñetazo rojo en la carretera entre el verde
ribeteado de los campos bien tratados. Este año, la miseria del cereal será la
misma, pero ya solo tenemos amapolas en el abandono. Ayer oí decir de prótesis
de cadera que podrían causar efectos indeseables porque desprenden no se qué
metales. El bien y el mal rayando siempre en las dos caras de la misma moneda.
Lo “dejaremos en visto”.
Como el culebrón de la
Alcaldía de León, que ya lo tenemos en visto hace días. Como la ciclogénesis,
como la belleza de una sonrisa, como este mensaje.
sábado, 1 de junio de 2019
Errare humanum est. (Audio)
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Errare humanum est. (En Hoy por Hoy León, 31 de mayo de 2019)
La versión de
Cicerón, en sus Filípicas, hominis est
errare — es propio del hombre
equivocarse—, me gusta más, creo, que el famoso Errare humanum est, que viene a ser lo mismo, pero con matices: una
pone por delante a los hombres y la otra a los errores, pero en las dos
sentencias estamos en lo mismo, en esa idea de que el error es consubstancial a
lo humano. No sé si decir “consubstancial” es un error en sí mismo y ya me
envuelvo otra vez en las paradojas de las que te hablaba el viernes pasado. Si
me equivoco al decir que los seres humanos y el error son consubstanciales, y
yo soy un ser humano, es que tengo razón, pero, si tengo razón, me equivoco.
¡Vaya lío!
¡Menuda papeleta! Ayer
me decía un amigo que votó en las Pastorinas que se sentía estafado, porque él,
que había dejado todo para ir a votar, concienciado como estaba, resulta que
ahora ya no está seguro de si su voto se le apuntó a quien él dijo. Yo lo
tranquilicé diciéndole que seguramente su voto estaba bien contado, que a lo
mejor era otra mesa y que… Y ahí me paré, porque lo siguiente era preguntarle a
quién había votado. Y eso no se le hace a un amigo. ¿O sí?
¿Quién decía que
en política se trata de encontrar las soluciones menos malas? No sé. Ni me
interesa, porque yo no creo en ese pragmatismo. Me parece que esconde una
terrible mentira: la de que no podemos tener control sobre nuestras propias
ideas, que no podemos pensar en que nuestras ideas son posibles, que tenemos
que conformarnos con la imperfección, porque la democracia es el menos malo de
todos los regímenes políticos que son malos “per se”, porque los resultados de
las elecciones son siempre malos y hay que optar por la solución menos mala,
porque los gobernantes son siempre malos y tenemos que pensar en elegir a los
que lo sean menos.
Yo no lo veo así.
Me parece que tenemos muchos modos de hacer política, que de hecho nunca
escapamos a la política, ni en nuestro trabajo, ni en nuestras relaciones
sociales, ni en nuestro modo de consumir, ni en ningún aspecto de nuestra vida.
Todo lo hacemos con una impronta política y en eso no hay errores, porque creo
que alcanzamos consensos básicos sobre cosas importantes y que eso está
haciendo que quienes se dedican a la política como profesión comprendan que hay
muros infranqueables. Eso lo hacemos cada día y eso me importa, porque no
buscamos lo mejor de entre lo peor, sino que miramos hacia lo más brillante y
mágico y creemos que es posible.
Errare humanum est, sed diabolicum perseverare. O mejor, como dice Quino
en un pensamiento de Mafalda cuando lee la sentencia latina: ¿Y estum? Eso digo yo. Es verdad que
todo el mundo se equivoca, pero ¿y esto? La Alcaldía de León está en un puñado
de votos que parecen mal atribuidos a un partido y no a otro por un error humano.
El error está en el fondo de toda atribución, porque es humano. ¿O no?
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