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viernes, 27 de noviembre de 2020

Hipocampo. (Audio)

 

Hipocampo. (En Hoy por Hoy León. 27 de noviembre de 2020)

    

    Ahora que sé que esta Navidad vas a estar de guardia, porque en realidad todos vamos a estarlo —si no de guardia, por lo menos sí en guardia—, comprendo la inútil sensación de abandono y soledad que la ausencia de todo lo otro me provoca. Dices que es mejor en casa, que hablar de salir al restaurante a celebrar es una locura, que tu madre comprende que es bueno que os veáis los hermanos y que os anima a que vayáis adonde os parezca, pero que ella se queda en casa. Navidad en guardia.

    Navidad en guardia ya en las farolas de León. Están allí ya colgados los adornos. Todavía no lucen, pero ya nos explican que los días de las fiestas se acercan. Lo he visto en las estanterías de los supermercados y he pensado que también estando de guardia se celebra, que por eso los turrones nos advierten silenciosos de lo que llega, de la algarabía muda de esta Navidad de balcones, de calles cerradas, de toques de queda. 

    Se quedará en nuestra memoria la experiencia. Buscará un rincón del hipocampo y se retorcerá acomodándose a las rugosas sinuosidades de esa parte del cerebro. Se acostará temprano ese recuerdo en el almacén que recoge lo que conservamos. Ya sabes que la memoria es caprichosa —bicicleta, cuchara, manzana— y selecciona sin tu consentimiento lo que se queda en el hipocampo y después se pierde y lo que se empaqueta a largo plazo en la corteza prefrontal. Tienes tantos recuerdos acostados que hay miles, no sé si millones —te confieso que no tengo ni idea, es más, ni siquiera sé si hay alguien que pueda tener alguna idea sobre esto—, que no eres capaz de recordar. Están ahí acostaditos, con independencia de lo que tú quieras o no quieras hacer con ellos. 

    Me duele cuando veo que no brota ese recuerdo que evocas, cuando la distancia entre lo que pasa y lo que recuerdas es tan grande que no se puede traspasar. Pero mientras eso no suceda, te asaltarán espontáneos, como imágenes de cuentos que nadie te ha contado y te traerán momentos que repites con la agonía o con el gozo de lo que ya has vivido.

    Me pasó esta semana leyendo El sonido del trueno a mis alumnos, el viejo cuento de Ray Bradbury sobre el efecto mariposa. Me pasó porque, mientras leía, les enseñaba las imágenes que Richard Corben dibujó a propósito de la historia y me asaltaron recuerdos de cuando devorábamos las historias del Cimoc o del Tótem—iba en gustos— y pensábamos que nada de lo que hacíamos podía terminar mal. Cuando terminé de leer, hubo un alumno que aplaudió con una sinceridad tan hermosa que pensé una vez más que la de maestro es la única profesión que de verdad merece la pena. 

    Ahora, mientras escribo, me asomo y veo la lluvia de aquellos años de tebeos en las farolas de la Navidad que nos han colgado —esta Navidad de guardia— y me doy cuenta de que no recordamos las cosas como fueron, sino como las recordábamos la última vez que las pudimos recordar.

viernes, 20 de noviembre de 2020

Glúteos. (Audio)

 

Glúteos. (En Hoy por Hoy León, 20 de noviembre de 2020)

    Se me vino a la cabeza el miércoles oyendo a los representantes leoneses de los sindicatos mayoritarios hablar de la Mesa por León. Decían que el Delegado del Gobierno está torpedeando toda iniciativa de la Mesa y que, después de nueve meses, no existen medidas concretas ni propuestas que nos permitan pensar que va a cambiar algo, para bien, la realidad económica de la provincia. Así es que lo pensé. Me dije, una mesa de trabajo como esa necesita que quienes se sienten a ella tengan mucha resistencia, mucha capacidad de encaje, mucho asiento. Por eso me dio por pensar en los glúteos. No exactamente en los glúteos de los componentes de la Mesa por León, sino en general en esos músculos, en el enorme esfuerzo que les exigimos diariamente y la mala prensa que tienen.
 
    Me gusta la idea de buscar poesía en algo tan prosaico. Mesa por León, glúteos fuertes. Exigencias firmes, amenaza de huelga. Tal vez poemas desesperados. Podría decirte que esto del glúteo fuerte me recuerda la idea de fracaso, como que lo que viene de ahí es ir en contra, aunque sé que la firmeza del glúteo es metáfora de éxito. Marchar para atrás, estar de pie. Anticipo la lista de mis errores a un juicio hipotético en el Valle de la Josefa, que decía una mujer de mi pueblo, un juicio insoportable en la conciencia del ahora por el peso fatal de las derrotas. El glúteo fuerte soporta la pelvis, que se estabiliza por contracción bilateral y me levanta a pesar de ese listado de miserias. Es la belleza de la figura erguida, que se sostiene por la acción de estos músculos tan encerrados, una estampa propiamente humana, específicamente humana, un levantarse agarrando todos los aciertos. Esa balanza fatal no tiene fiel.


    No me interesa tanto pensar sobre si es preferible salir en huelga o si huelga decir que salimos. No entiendo de si agachar la cerviz es rendir cuentas o si rendir cuentas es vencerse; de si dejar caer cualquier salida o si salir por la caída es escaparse; de si rugir airados o si airear los dramas es ser pacatos y localistas. Entiendo que es mejor recordar la firmeza de tus glúteos. Tu capacidad para seguir de pie a pesar de toda circunstancia. Hace falta mucho de eso en una mesa tan larga y tan pesada. Es un asiento difícil este que unos y otros amenazan con abandonar si no se alcanzan compromisos concretos. Comprometer el glúteo, qué impotencia.


    Y después de este repaso de ingratas novedades, no es posible armar un discurso de belleza, un destello de esperanza, un poema que nos ocupe en otros horizontes que no sean este de la mañana de hoy, no del mañana, no de lo que pasará pasado mañana, porque una buena patada en los glúteos a todo aquello que nos separa del derecho mínimo al progreso nos aparta del Teruel que no existía, de la Soria abandonada, de nosotros mismos, de todo juez de tierra dura como la más prieta de las nalgas.

viernes, 13 de noviembre de 2020

Tímpano. (Audio)

 

Tímpano. (En Hoy por Hoy León, 13 de noviembre de 2020)

    Es una de esas historias verídicas que se cuentan como tales, pero que no lo son. Un argentino se trasladó a trabajar a Suecia y un compañero sueco lo fue a recoger a su casa el primer día de trabajo para acompañarlo hasta la empresa. Habían salido con mucho tiempo y, cuando llegaron, todavía no había apenas coches. El aparcamiento estaba vacío, pero el sueco dejó su automóvil en las plazas más lejanas a la puerta de entrada. El argentino se extrañó y le preguntó por qué aparcaba tan lejos. Entonces el sueco le explicó con naturalidad que, puesto que ellos llegaban con tiempo, podían ir andando tranquilamente y dejar las plazas más cercanas a la puerta para quienes llegasen tarde, de manera que les quedase más cerca y tardasen menos tiempo.

    Ya te digo que es una historia verídica que presumiblemente sirve para un sueco y un argentino o para un español y un alemán, pero que nos habla de algo que reconocemos en cualquiera: la capacidad o incapacidad para ponernos en el lugar del otro. Más aún, la cualidad de prever o no las necesidades de los otros antes de que se produzcan y saber atenderlas. Para poder hacer eso hace falta escuchar.

    Escuchar no es oír. Me resulta extraño decírtelo a ti que estás al otro lado del hilo de la radio atendiendo en tu silencio a lo que digo, porque es clave en ti el escuchar y sería insensato de mi parte cuestionarlo. Te lo cuento porque no escuchamos a los otros y eso nos impide adelantar sus necesidades y no estoy halando solo del tema de las UCIs del hospital. En la puerta de entrada del sentido del oído, una vez que nos llegan las ondas por el canal auditivo desde la oreja –hay que dedicar un viernes a la oreja, lo merece sea como sea- nos atiende el frontón del tímpano y de ahí para el interior empieza la magia, el modo en que esa vibración se transporta por la cadena de huesecillos que nos aprendimos en el cole hasta esa cocina de hechicera en la que las ondas del sonido se transforman en impulsos eléctricos que entenderemos después como palabras: la cóclea, lo que llamábamos, por su forma, el caracol. Y de ahí al cerebro.

    Pero ese arte de escuchar, ese estar atento a todo lo otro que practica el sueco de la historia que te contaba, tiene su punto de no retorno en el tímpano. Es el elemento decisivo, en mi opinión, porque determina lo que queda fuera y lo que no. Es quizá ese aviso que encontramos en las portadas de las catedrales, que, mira por dónde, también se llama tímpano. En el de la portada central de la catedral de León tenemos una representación de Cristo Juez presidiendo el Juicio Final. No sé cómo le vibraría el tímpano a un sueco empático viendo este León de apocalipsis. Muchos dicen que esto es el final de los tiempos, que es lo que nos faltaba: tener que irnos a morir a Valladolid.

viernes, 6 de noviembre de 2020

Comisuras. (En Hoy por Hoy León, 11 de noviembre de 2020)

    Porque el mundo no es tan enorme como te piensas, resulta que esos que en los Estados Unidos se llaman a sí mismos muchachos orgullosos, se pasean también por tu calle y queman contenedores blandiendo el nombre de la libertad como un bate de béisbol o un garrote de pastor, instrumentos tópicos del odio en postales de fracturas de toda la vida. De muchas vidas, en realidad.

    Manifestarse es obligatorio. Lo entiendo cuando me lo dicen, lo entiendo cuando pienso el mundo y entiendo que tomo postura cuando lo hago, que me manifiesto, que no me quedo quieto dejándolo ir como si no pasara nada, porque pasa. No sé cómo lo ves tú. Yo creo en la necesidad de intervenir. Lo que no veo claro es andar como los pavos que cloquean su cola multicolor en el parque con un despliegue de petulancia imposible de ignorar. Es más loable esa mayoría silenciosa que afortunadamente se empeña en que todo siga funcionando, pese a lo extremo de las circunstancias, que los que apresan la libertad en sus labios para gritar alboroto en las calles. Quizá hacer fiesta cuando no hay fiesta. Libertad escondida en el pasamontañas. Me manifiesto contra ese modo de manifestación.

    Pensaba en tus labios como fruta de la calma y tenía puesta en ellos la luz de mi atención, pero se me han ido las ideas del centro a las afueras y solo veo ya las comisuras. Y, en ese enganche que es la tele, he visto una unión entre el orgullo y el desprecio. El pliegue de la violencia. La comisura que une a unos bárbaros con otros.

    La imagen que me sacó de un golpe de esa anomalía es del miércoles por la tarde. En el Aula Magna de la Facultad de Educación, los estudiantes se sentaban en butacas alternas separados por cintas de las que usa la policía para marcar un prohibido el paso o se ponen en las obras para señalar lugares peligrosos. Trabajaban incómodos con sus portátiles en las rodillas y se apagó la luz de manera repentina. Durante unos minutos los resplandores de las pantallas, todavía con batería, iluminaron sus mascarillas.

    Las imágenes de la manifestación en la plaza de la catedral, con sillas voladoras en las terrazas, tal vez conviertan en muchachos orgullosos a quienes no deberían estarlo. Gritar “libertad” parecería legítimo, si fuera otra la libertad que reclamaban. Pero estos que me miraban en la oscuridad del miércoles, empeñados en seguir trabajando a pesar de toda adversidad, son los que deberían abrir la boca con orgullo. Dejar que sus labios reclamen toda la impotencia invisible de su gesto. Habrá quien piense que eran corderitos obedientes. Yo no lo veo así. Para mí son los héroes verdaderos, los labios que se separan de la comisura y que sí que pueden pedir con orgullo libertad, gritar que están aquí, que esta es su victoria y su valía.

Comisuras. (Audio)