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viernes, 24 de septiembre de 2021

So pretexto incierto. (Audio)

 

So pretexto incierto. (En Hoy por Hoy León, 24 de septiembre de 2021)

    Por muy lejos que veamos el humo del volcán, el fuego, la lava, el horror, la impotencia. Por muy lejos que veamos las riadas, las trombas de agua que se lo llevan todo, el barro que anega las casas. Por muy lejos que estemos de la desgracia, sabemos que nos toca, que nos llega, que nos araña, aunque no nos desgarre la piel. A pesar del arañazo del telediario, salimos al día sin prevenciones porque sabemos que no nos pasa nada. No nos pasa nunca nada y efectivamente es así hasta el instante justo anterior al instante en que nos pasa. La nube nos sorprende sin paraguas.

    Esa confianza en que a nosotros no nos tocan las desgracias nos permite retrasar lo que nos gustaría poder hacer, pero que vamos posponiendo porque ya habrá tiempo o porque hay otras prioridades que nos urgen a resolver lo inmediato. Mira la estación de Renfe. Se hizo una estación provisional para resolver un problema inmediato que surgía de la obra de soterramiento de las vías. Ahora tenemos una estación provisional que es definitiva y un tren que salva el paso a nivel del Crucero, pero que sigue atravesando San Andrés dejándolo partido en dos como ha estado siempre. Esa urgencia de lo inmediato nos roba media vida.

    ¿Cuánto dura un “plis plas”? ¿Cuánto dura un “de momento”? ¿Por qué cuando decimos “luego” ya nunca queremos decir “ya mismo”? “Lo hago luego”, decían, y con eso querían decir que ya lo podías dar por resuelto, que ya estaba, con una inmediatez que ahora ya no tiene para nada nuestro “luego”. Y es que ahora “luego” en demasiadas ocasiones se transforma en “nunca”. Desde luego, no te quiero enredar en juegos de palabras, aunque me gustan con locura, porque creo que el ingenio todo lo cura. Pero es eso. ¿Acaso no te das cuenta de que todo lo que pospones con provisionalidad termina por no ser nunca o casi nunca? Vivimos demasiado bajo pretextos inverosímiles que nos creemos como si realmente fueran ciertos. Pretextos que nos ponemos a nosotros mismos para posponer lo importante en aras de lo urgente, o quizá es que eso que habíamos pensado como importante no lo es tanto. Quizá es que, en el orden de cosas que nos impone el día, compartir un café no sea tan importante como atender una llamada de trabajo, leer un poema se pueda dejar para después de responder los correos electrónicos y mirar el vuelo de los patos sea una pérdida de tiempo definitiva. Me parece que renunciamos a la vida con argumentos que saben a excusa vana, inverosímil, artificial. Nos andamos despreocupando de querernos como si el tiempo fuera infinito, como si todos los trenes fueran a cruzar la ciudad sin hacer ruido por las tripas de túneles que liberen parques y museos. Nos dejamos la voz en las urgencias y no decimos las palabras mágicas del “quiero”. Nos morimos so pretexto incierto.

    Y conste que me gusta el lucernario, que me parece un festival de luz y de colores y que la antigua estación luce divina. Que no quede para luego lo que venga. Que se libere luego, es decir ya, ese paseo, que el aplazamiento se acorte de inmediato en tus deseos y lo urgente te aparte un rato tras otro de todas tus excusas. El tren cruza ya soterrado la ciudad y sale a boquear solo a quinientos metros. Es poco, pero es mucho. De eso es de lo que te hablo, que, poco o mucho, lo que importa no admite pretextos.

viernes, 17 de septiembre de 2021

Bajo el peso del guion. (Audio)

 

Bajo el peso del guion. (En Hoy por Hoy León, 17 de septiembre de 2021)

 

A pesar de que nunca he sido monaguillo, recuerdo que, en cierta ocasión, no me preguntes por qué, tuve que llevar en una procesión la Cruz de Guía. Siempre he sentido la necesidad de cumplir las tareas que se me encomiendan de la mejor manera posible y alguien me había hablado de la importancia de ser el portador de un símbolo tan valioso como era aquella vara metálica con una cruz que llegaba hasta muy alto. Adopté la tarea con dedicación absoluta y al cuarto de hora de ir caminando, para, apoya, levanta, vuelve a caminar, para, apoya, levanta, camina y vuelve a parar, ya no podía con la vida. Puede que fuese algo más de un cuarto de hora o puede que menos, pero te puedes imaginar que entre el peso real de aquel objeto tan valioso y su peso simbólico y emocional quedé fundido. Pensé que había tenido muy mala suerte al haber sido elegido para aquella tarea tan elevada y miré con envidia a los otros dos niños que iban conmigo, uno aporreando una campana sin ningún miramiento, sin medida y sin control, y el otro descargando un incensario con divertidos movimientos en zigzag que lo tenían completamente despreocupado de solemnidades, trascendencias y demás consideraciones que no se le pasaban por la cabeza ni antes ni durante ni después de aquello que era para él, como para el de la campana, una sencilla diversión. Y mientras tanto yo iba penando con mi cruz y mi responsabilidad desde el minuto uno. Se ve que cada uno nace para lo que nace y no es que piense que, como el toro, he nacido para el luto y el dolor, pero sí que es verdad que aceptar sobre ti una responsabilidad, cualquier responsabilidad, es envenenar tu risa, una risa imposible bajo la Cruz de Guía, una risa espontánea de incienso y tañido, de charanga y pandereta, de los que se divierten sanamente sin sentir el peso que a ti te aplasta. Y uno ha sido, a pesar de todo, más responsable que divertido. Una tara. Sí. Por más que lo pienso, todo lo que sea cargarse de responsabilidades es cometer un error. Basta con actuar con amor para ser del mundo. Llevar cargas es hundir en el fango la pisada. Todo lo que no sea querer es flagelarse.

 

¿Y entonces puedo hacer lo que quiera? ¿Puedo arrearle a la campana y volear el incensario? ¿Tirar de la Cruz como bastón de majorette? Puedes. Sobre si debes es cosa de verlo. La clave es no sentir el peso, asumir la responsabilidad, si es que te toca, no desde la aceptación involuntaria, sino con la fuerza del deseo. Se es responsable sin duelo de lo que se quiere. Se hace vinagre la saliva del beso al que se obliga.

 

Esto de la Cruz Guía me lo ha recordado la UPL con su reclamación ante la RAE para que elimine la palabra castellanoleonés del diccionario. He pensado en la importancia del guion, en todo lo que une y también lo que separa. Me acordé de aquellas listas infantiles de palabras compuestas que nos pedían que escribiésemos con guion para ver que eran palabras que se construían con otras. Guardacostas. Portaaviones. Bocamanga. ¡Cómo me gustaba bocamanga! Y al recordar aquellos guiones, recordé ilustraciones de los libros de lecturas y me vinieron imágenes de caballeros medievales a caballo portando sus guiones y sentí el peso de todo aquello. Caballeros castellanos y caballeros leoneses soportando el peso de sus enseñas. Insignias, estandartes al viento señalando el peso de la identidad. Me sentí un monaguillo eligiendo campana antes que cruz.

viernes, 10 de septiembre de 2021

Por la cuerda de un yoyó. (Audio)

 

Por la cuerda de un yoyó. (En Hoy por Hoy León, 10 de septiembre de 2021)

    Siempre llueve el primer día de colegio. Lo decía una persona a la que he querido mucho, que tenía una facilidad extraordinaria para construir este tipo de sentencias y que sabía aceptar en su día a día todo lo que pudiera sacarla de su sólida individualidad. Hay personas que son así, que establecen un perímetro de seguridad alrededor de sí mismas y no es que sean egoístas o antisociales o individualistas, es que se protegen de la realidad que las rodea generando un mundo único en el que solamente ocurren aquellos acontecimientos que permiten. Es como si fueran capaces de dejar fuera del mundo todo lo que les hace daño, aun sabiendo que eso que hacen no deja de ser una artimaña que nos parece inaceptable desde nuestra racionalidad científica, desde nuestra seguridad plena de que las cosas son como las describimos y nuestra confianza en que los juguetes se quedan quietos en sus cajas cuando cerramos la puerta del cuarto de juegos, lo que podríamos llamar el principio de la negación del soldadito de plomo. El mundo está quieto donde está y hoy es el primer día de colegio y ya se ve que no está lloviendo.

    Sin embargo, yo sé que ella tenía razón y siempre llueve el primer día de colegio. Me atrevo a afirmar que hasta en el Sáhara llueve el primer día de colegio. Y siempre llueve en este primer día de colegio como dibujo metafórico de las dificultades que acarrea o directamente porque llueve. La ruptura de la paz del verano desborda las nubes. La rutina del cielo luminoso de los días de sol se arrastra de un golpe al techo de las aulas y ese contraste conlleva un choque térmico, una condensación tal, que se trastorna en lluvias. Dime que estás hablando en metáforas, que lo que quieres decir es que de golpe este viernes se aparecen como en una película de terror todos los fantasmas de ese eufemismo tan chulo que es la conciliación de la vida social y familiar. Pues no, no es solo eso, porque además este viernes, que es el primer día de colegio, las clases van a empezar con horarios diferentes a esos para los que te has organizado, estás un poco a contrapié, como nube que se desplaza de su tormenta, y por si fuera poco, las caras que les ves con sus cuadernos nuevos son caras de ilusión por lo que empieza, pero son caras de niños que te hacen un año mayor y eso te lo anotas en el resguardo del ticket, de la factura exagerada de los libros nuevos y el material escolar. Otra nube negra.

    Estás transitando por la cuerda de un yoyó. Quizá sea porque eres el yoyó y el yoyó no puede salirse de su cuerda. Sube y baja por ella mientras es yoyó y en el momento que se queda quieto se convierte en un objeto de madera, o de plástico o del material que sea, pero un objeto inerme, desprovisto de todo armamento vital. La condición del yoyó que somos es su movimiento por la cuerda, ese subir y bajar y dar vueltas, apagar el despertador a una hora nueva y mover las fichas para que todo encaje en este día de lluvia.

    Es verdad que hoy no llueve en León, pero es la noticia del día: empieza otra vuelta del yoyó, los niños ya están en el colegio, la normalidad se desliza por la cuerda que nos ata. Siempre llueve el primer día de colegio.

viernes, 3 de septiembre de 2021

En el corazón de una cebolla. (Audio)

 

En el corazón de una cebolla. (En Hoy por Hoy León, 3 de septiembre de 2021)

    Me apetece simular que estamos empezando, que tenemos toda la vida por delante y que no hay nada en nuestra espalda, que todo lo que nos hemos dicho en el pasado —bueno, lo que yo te he ido diciendo y tú has más o menos escuchado— se ha esfumado como un “puf”, una nubecilla de genio de la lámpara que brota sorpresiva y desaparece, nada en realidad. Simular que todo es nuevo, nuevo y desmontable, como un velador en la plaza, como un deseo expresado en silencio al interior de tu saco de los deseos, algo diferente y efímero, como la radio, como una mirada o un roce. Sin pasado que cierre el paso a lo que viene.

    Simular que todo está bien es el arte de este tiempo. Simula el flujo de los días que no envejecemos y nos convencemos de ello en los espejos de nuestra eterna juventud; como simula el cielo lluvias intensas, lluvias que desbordan cauces desaparecidos e inundan los mundos nuevos que hemos ido construyendo con total desprecio al trazado natural de las vías de desborde; como simula el vuelo de las garzas su disposición a la llegada del frío o simula el flujo del tráfico que la vida circula por las calles. Simulamos bienestar y tristeza con la misma mano ligera que levanta muros. Simulamos que sabemos de Cuba o de Venezuela como simulamos saberlo todo sobre Afganistán al mirar la fotografía de las familias que nos llegan, los niños que se refugiarán entre nosotros escapando del horror. Simularemos saber que están entre nosotros, que tienen nuestro calor y nuestra acogida. Y te digo que ese sentimiento altruista es una simulación, como es una simulación el sentimiento contrario. Sentimientos simulados.

    Si quieres salvar el festival del disimulo en el que vives, vete quitando capas de angustia y miedo, seguridad y soberbia, alegría y tristeza. Empieza a desnudar la cebolla de tus sentimientos y busca eso que está escondido en el interior más profundo, pero no me digas que se trata de una imagen de la última novela turca que has simulado disfrutar o de la última discusión en el hilo sobre la vida de Rocío —quizá una simulación sobre la simulación—. No me digas que en el corazón de esa cebolla está el sorprendente gol de la Cultural. No simules afección por la disputa sobre el último libro o la última película, ni por la verdad descubierta en el encuentro místico con aquella montaña que escalaste. Despertar a la vida es salir del disimulo, deshojar todas las capas de la cebolla hasta llegar a ese corazón que también se deshace en capas. ¿Cómo sabes que ya has llegado a lo más profundo si se te escapa entre los dedos?

    En el corazón de una cebolla no hay más verdad que en su piel más externa, solo hay una deliciosa confusión de jugos y texturas. En un mundo en el que traer un contenedor de cuarenta pies desde Shanghai cuesta doce mil dólares además de lo que cueste lo que traigas dentro, discutir sobre el velador de San Marcelo es un acto de amor, una simulación, una forma de seguir viviendo. Lo que ocurre, y quizá esta sí que sea una simulación importante, es que parece que hay quienes pueden hacer lo que les parece y quienes no, pero no vamos a simular que eso es nuevo y también es verdad que, si el velador simula adaptarse a la normativa municipal, no se le pude negar el permiso. También habrá que oír a los negocios vecinos, que simularán su conveniencia para competir. Si me dan a elegir, prefiero mil veces el corazón de una cebolla.