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viernes, 18 de diciembre de 2020
Nudillos. (En Hoy por Hoy Leon, 18 de diciembre de 2020)
A mi padre le encantaba la Navidad. Creo que por sus convicciones religiosas, pero también por todo lo demás: por la lotería, los espumillones, los villancicos, las bromas del día de los Inocentes, la fuente de sidra El Gaitero rebosando por un castillo de copas en dudoso equilibrio segundos antes de las campanadas, la Noche de Reyes. Todo le gustaba, especialmente la Misa del Gallo. Le encantaba ese momento del año, ese rato mágico entre las doce y la una: la primera hora del día de Navidad.
Una vez conocidas las medidas que aprobó ayer la Junta para la celebración de estas fiestas, me resulta inevitable traerlo hoy a este último artículo de dos mil veinte. Date cuenta de que ya no volveremos a hablarnos hasta el ocho de enero, que nos caen en viernes el día veinticinco y la fiesta de Año Nuevo. Por lo que se ve, ni en León ni en Castilla permitirá la Junta ni campanadas bulliciosas, ni cabalgatas, ni celebrar la Misa del Gallo. Por lo menos no después de las diez, ya que seguirá obligándonos el toque de queda a estar recogidos en nuestras casas o en las de los allegados a esa hora. Este año de la pandemia es lo que trae, un extra de recogimiento, a pesar de las imágenes de calles repletas de compradores que encuentran en regalar y ser regalados un extraño espíritu festivo que se desborda en consumo contra toda lógica.
Pero vuelvo a hablarte de mi padre. Sé que llevaría mal no poder ir a la Misa del Gallo, aunque encontraría soluciones. A pesar de ser más tranquilo que John Wayne, era un hombre de recursos y encontraría la forma de celebrar la magia de esa primera hora de la Navidad. Los que viven envueltos en polvo de hadas son incapaces de sacudírselo y lo traen pegado en el aliento. Encuentran siempre el modo de extenderlo. Son personas de mano abierta, que nunca enseñan los nudillos en un puño. Ese hombre tranquilo que tiene la fuerza del campeón que tumbara con un golpe mortal a Johny Galleano, esconde los nudillos, porque su fuerza está en el corazón.
Esa era una de sus películas favoritas. La vimos muchas veces, como vimos en tantas navidades Qué bello es vivir. Confieso que nunca me había gustado demasiado esta película —me parece mejor John Ford que Frank Capra—, pero lloré muchas veces con mi padre y Bailey al gritar “feliz navidad” a las farolas. La he vuelto a ver hace poco y he tenido que llorar más de la cuenta, porque esa explosión de buenos sentimientos me ha hecho recordar quién era él, quién soy yo mismo, quiénes somos cada uno de nosotros. Escribo para ti que reconoces este sentimiento, escribo más a lo Capra que a lo John Ford, traicionándome en el estilo, no porque sea el último artículo del año, no porque esté llegando ya la insólita Navidad del medio-confinamiento, sino porque me doy cuenta de que, en cada uno de esos hilitos que llevaba atados el tío Bailey en los nudillos, se atrapa un deseo de recordar lo que somos: un puñado de amor y polvorones.
viernes, 11 de diciembre de 2020
Píloro. (En Hoy por Hoy León, 11 de diciembre de 2020)
Ya que hemos perdido en la pelea para que León fuese la sede del Centro Europeo de Ciberseguridad, tenemos hasta el lunes para que Astorga se convierta en el mejor municipio anfitrión de España. Sé que no es lo mismo, que el empuje económico que habría supuesto la designación europea no es comparable a la luz extra que la conocida marca oro de bombones derrochará en la capital maragata, si finalmente termina ganando a Jimena de la Frontera. Eso lo ve cualquiera. Lo que ocurre es que nos tenemos que conformar con lo que nos queda y pensar que el esfuerzo ha merecido la pena, que solo el hecho de haber estado en la carrera ya nos ha dado notoriedad, experiencia y seguramente muchas más cosas que ahora mismo no soy capaz de enumerar. Lo mismo pasaría con lo de los bombones de no ganar, que, de la misma manera que te acabo de hablar de un pueblo de Cádiz que me era desconocido, también estará Astorga en boca de mucha gente, con lo que solo estar en la pomada ya es bastante, que parece que en este mundo nuestro va a ser verdad aquella sentencia a tantos atribuida y de dudosa autoría según la cual lo importante es que hablen de ti, aunque sea mal, que quizá venga de aquello que Don Quijote le contaba a Sancho de la dama que no aparecía en la lista satírica del poeta y que al ser puesta “en el ensanche”, quedó incluida en la lista, de manera que quedó satisfecha “por verse con fama, aunque infame”. Que no es este el caso de Astorga, no se me vaya a malinterpretar, que por mucho que le llegue la fama ahora con la cosa del bombón, tiene otras muchas famas y atractivos y riquezas por las que merece estar en cualquier lista salvo, en la que decía Cervantes de la infamia.
Me quedo con la cuestión del título que otorga el concurso, el de municipio mejor anfitrión de España. Me pregunto, en este ejercicio anatómico que me ha dado por hacer esta temporada, cuál sería el mejor anfitrión del cuerpo humano. Me parece que el título es discutible y se me ocurren espacios de acogida evidentes y sutiles, escondidos y groseros, abiertos y oscuros. Rincones humanos que recogen, reciben, agasajan, que se muestran e invitan al que llega para que se sienta como en casa. No creo que a la firma de los bombones le apeteciera hacer una encuesta sobre la parte del cuerpo humano que mejor ejercería de anfitriona. Y si lo hiciera, ¿por qué órgano votarías? ¿Y qué es más apropiado: ser o hacer de anfitrión? ¿Es una cualidad que se ejerce o que se tiene? ¿Algo que nos sale o que nos fuerza? ¿Verdad o postureo? Solo quien disfruta acogiendo puede hablar honestamente de este asunto.
En mi opinión, el píloro es el gran anfitrión del cuerpo, porque tiene mucho que ver este concepto con la comida —tener invitados a la mesa— y en el fondo del estómago tapa la salida el píloro, acogiendo todo lo que llega al estómago en un festival de ácidos y dejando salir por la puerta trasera solamente lo que ya se ve que puede ser alimento. Lo que pasa después es cosa ya del intestino. Suerte para Astorga, ciudad anfitriona.
viernes, 4 de diciembre de 2020
Zaf. (En Hoy por Hoy León, 4 de diciembre de 2020)
Me enteré ayer por la tarde de que tenemos en el ojo una zona que se llama ZAF. Y se llama así porque es lo que se conoce como Zona Avascular Foveal, un área de la fóvea que se caracteriza por su ausencia de vascularización. Ya te digo: ese punto en el que se enciende la visión es un área sin vasos sanguíneos.
Me encanta esta idea de estampar la luz de las imágenes en uno de los puntos de nuestro cuerpo que no está regado por la sangre; un espacio interior tan íntimo y tan limpio, tan pequeño, que podría encerrarse en una de esas cajas nacaradas que guardan las joyas. Por lo que he leído, ya te puedes imaginar que no en un tratado de anatomía, parece que esta ZAF es solo una parte de la mácula y que la mácula es algo así como una mancha en la retina de unos cinco milímetros de diámetro. Y resulta que esta mácula es la que nos permite la visión de detalle, distinguir el movimiento y apreciar los colores. Ya me parece a mí que esto solo debe ser una parte de un todo. Quiero decir que estoy casi seguro de que ni la zaf, ni la mácula, ni la retina entera, son capaces por sí solas de ver nada, que todo forma parte de un sistema, un modo en el que milagros mínimos se encadenan para hacer posible la magia de la visión. Milagros mínimos, pequeñas obras de arte naturales que componen la belleza natural total. Los detalles son la diferencia, pero el conjunto, el todo, es la realidad. ¿Qué hay?, difícil pregunta que se hace solo con dos palabras y cuya respuesta es tan sencilla que se contesta con una: todo. La ocurrencia no es mía, es de Quine, un filósofo y lógico americano que resume de este modo tan brillante la cuestión ontológica. Y todo es la zaf, la mácula, la fóvea, la retina, el ojo, el sistema ocular, el cuerpo humano, el reino animal, el conjunto de los seres vivos, la naturaleza. El mismo todo es la zaf y las cataratas de Iguazú, lo grande y lo pequeño, tú que me escuchas y yo que te adivino.
El mismo todo empapado de allegados y extendido en extraños no convivientes, que se preguntan inquietos por la razón de su viaje: un punto exangüe, distraído del pulso de las arterias, un punto de fuga, un lugar en el interior del ojo para escaparse; el mundo del revés iluminando la oscuridad más profunda. Y en tu idea, esa forma ciega que te dice el momento en el que la responsabilidad ya no es tuya, todo se sitúa en burbujas decenales, la seguridad de estar donde debes. Y en esas estaba, conduciendo en la lluvia del jueves, cruzando Mariano Andrés en la luz escasa de las seis y poco de la tarde, cuando en el paso de peatones apareció detrás de su mascarilla con un abrigo de lana rosa. Estuve a punto de atropellarla. Cuando le pedía perdón a través de la ventanilla, me miró muerta de risa con la condescendencia de alguien que sabe que el instante entre la desgracia y la anécdota es tan diminuto como la mácula de la fóvea.
viernes, 27 de noviembre de 2020
Hipocampo. (En Hoy por Hoy León. 27 de noviembre de 2020)
Ahora que sé que esta Navidad vas a estar de guardia, porque en realidad todos vamos a estarlo —si no de guardia, por lo menos sí en guardia—, comprendo la inútil sensación de abandono y soledad que la ausencia de todo lo otro me provoca. Dices que es mejor en casa, que hablar de salir al restaurante a celebrar es una locura, que tu madre comprende que es bueno que os veáis los hermanos y que os anima a que vayáis adonde os parezca, pero que ella se queda en casa. Navidad en guardia.
Navidad en guardia ya en las farolas de León. Están allí ya colgados los adornos. Todavía no lucen, pero ya nos explican que los días de las fiestas se acercan. Lo he visto en las estanterías de los supermercados y he pensado que también estando de guardia se celebra, que por eso los turrones nos advierten silenciosos de lo que llega, de la algarabía muda de esta Navidad de balcones, de calles cerradas, de toques de queda.
Se quedará en nuestra memoria la experiencia. Buscará un rincón del hipocampo y se retorcerá acomodándose a las rugosas sinuosidades de esa parte del cerebro. Se acostará temprano ese recuerdo en el almacén que recoge lo que conservamos. Ya sabes que la memoria es caprichosa —bicicleta, cuchara, manzana— y selecciona sin tu consentimiento lo que se queda en el hipocampo y después se pierde y lo que se empaqueta a largo plazo en la corteza prefrontal. Tienes tantos recuerdos acostados que hay miles, no sé si millones —te confieso que no tengo ni idea, es más, ni siquiera sé si hay alguien que pueda tener alguna idea sobre esto—, que no eres capaz de recordar. Están ahí acostaditos, con independencia de lo que tú quieras o no quieras hacer con ellos.
Me duele cuando veo que no brota ese recuerdo que evocas, cuando la distancia entre lo que pasa y lo que recuerdas es tan grande que no se puede traspasar. Pero mientras eso no suceda, te asaltarán espontáneos, como imágenes de cuentos que nadie te ha contado y te traerán momentos que repites con la agonía o con el gozo de lo que ya has vivido.
Me pasó esta semana leyendo El sonido del trueno a mis alumnos, el viejo cuento de Ray Bradbury sobre el efecto mariposa. Me pasó porque, mientras leía, les enseñaba las imágenes que Richard Corben dibujó a propósito de la historia y me asaltaron recuerdos de cuando devorábamos las historias del Cimoc o del Tótem—iba en gustos— y pensábamos que nada de lo que hacíamos podía terminar mal. Cuando terminé de leer, hubo un alumno que aplaudió con una sinceridad tan hermosa que pensé una vez más que la de maestro es la única profesión que de verdad merece la pena.
Ahora, mientras escribo, me asomo y veo la lluvia de aquellos años de tebeos en las farolas de la Navidad que nos han colgado —esta Navidad de guardia— y me doy cuenta de que no recordamos las cosas como fueron, sino como las recordábamos la última vez que las pudimos recordar.
viernes, 20 de noviembre de 2020
Glúteos. (En Hoy por Hoy León, 20 de noviembre de 2020)
Se me vino a la cabeza el miércoles oyendo a los representantes leoneses de los sindicatos mayoritarios hablar de la Mesa por León. Decían que el Delegado del Gobierno está torpedeando toda iniciativa de la Mesa y que, después de nueve meses, no existen medidas concretas ni propuestas que nos permitan pensar que va a cambiar algo, para bien, la realidad económica de la provincia. Así es que lo pensé. Me dije, una mesa de trabajo como esa necesita que quienes se sienten a ella tengan mucha resistencia, mucha capacidad de encaje, mucho asiento. Por eso me dio por pensar en los glúteos. No exactamente en los glúteos de los componentes de la Mesa por León, sino en general en esos músculos, en el enorme esfuerzo que les exigimos diariamente y la mala prensa que tienen.
Me gusta la idea de buscar poesía en algo tan prosaico. Mesa por León, glúteos fuertes. Exigencias firmes, amenaza de huelga. Tal vez poemas desesperados. Podría decirte que esto del glúteo fuerte me recuerda la idea de fracaso, como que lo que viene de ahí es ir en contra, aunque sé que la firmeza del glúteo es metáfora de éxito. Marchar para atrás, estar de pie. Anticipo la lista de mis errores a un juicio hipotético en el Valle de la Josefa, que decía una mujer de mi pueblo, un juicio insoportable en la conciencia del ahora por el peso fatal de las derrotas. El glúteo fuerte soporta la pelvis, que se estabiliza por contracción bilateral y me levanta a pesar de ese listado de miserias. Es la belleza de la figura erguida, que se sostiene por la acción de estos músculos tan encerrados, una estampa propiamente humana, específicamente humana, un levantarse agarrando todos los aciertos. Esa balanza fatal no tiene fiel.
No me interesa tanto pensar sobre si es preferible salir en huelga o si huelga decir que salimos. No entiendo de si agachar la cerviz es rendir cuentas o si rendir cuentas es vencerse; de si dejar caer cualquier salida o si salir por la caída es escaparse; de si rugir airados o si airear los dramas es ser pacatos y localistas. Entiendo que es mejor recordar la firmeza de tus glúteos. Tu capacidad para seguir de pie a pesar de toda circunstancia. Hace falta mucho de eso en una mesa tan larga y tan pesada. Es un asiento difícil este que unos y otros amenazan con abandonar si no se alcanzan compromisos concretos. Comprometer el glúteo, qué impotencia.
Y después de este repaso de ingratas novedades, no es posible armar un discurso de belleza, un destello de esperanza, un poema que nos ocupe en otros horizontes que no sean este de la mañana de hoy, no del mañana, no de lo que pasará pasado mañana, porque una buena patada en los glúteos a todo aquello que nos separa del derecho mínimo al progreso nos aparta del Teruel que no existía, de la Soria abandonada, de nosotros mismos, de todo juez de tierra dura como la más prieta de las nalgas.
viernes, 13 de noviembre de 2020
Tímpano. (En Hoy por Hoy León, 13 de noviembre de 2020)
Es una de esas historias verídicas que se cuentan como tales, pero que no lo son. Un argentino se trasladó a trabajar a Suecia y un compañero sueco lo fue a recoger a su casa el primer día de trabajo para acompañarlo hasta la empresa. Habían salido con mucho tiempo y, cuando llegaron, todavía no había apenas coches. El aparcamiento estaba vacío, pero el sueco dejó su automóvil en las plazas más lejanas a la puerta de entrada. El argentino se extrañó y le preguntó por qué aparcaba tan lejos. Entonces el sueco le explicó con naturalidad que, puesto que ellos llegaban con tiempo, podían ir andando tranquilamente y dejar las plazas más cercanas a la puerta para quienes llegasen tarde, de manera que les quedase más cerca y tardasen menos tiempo.
Ya te digo que es una historia verídica que presumiblemente sirve para un sueco y un argentino o para un español y un alemán, pero que nos habla de algo que reconocemos en cualquiera: la capacidad o incapacidad para ponernos en el lugar del otro. Más aún, la cualidad de prever o no las necesidades de los otros antes de que se produzcan y saber atenderlas. Para poder hacer eso hace falta escuchar.
Escuchar no es oír. Me resulta extraño decírtelo a ti que estás al otro lado del hilo de la radio atendiendo en tu silencio a lo que digo, porque es clave en ti el escuchar y sería insensato de mi parte cuestionarlo. Te lo cuento porque no escuchamos a los otros y eso nos impide adelantar sus necesidades y no estoy halando solo del tema de las UCIs del hospital. En la puerta de entrada del sentido del oído, una vez que nos llegan las ondas por el canal auditivo desde la oreja –hay que dedicar un viernes a la oreja, lo merece sea como sea- nos atiende el frontón del tímpano y de ahí para el interior empieza la magia, el modo en que esa vibración se transporta por la cadena de huesecillos que nos aprendimos en el cole hasta esa cocina de hechicera en la que las ondas del sonido se transforman en impulsos eléctricos que entenderemos después como palabras: la cóclea, lo que llamábamos, por su forma, el caracol. Y de ahí al cerebro.
Pero ese arte de escuchar, ese estar atento a todo lo otro que practica el sueco de la historia que te contaba, tiene su punto de no retorno en el tímpano. Es el elemento decisivo, en mi opinión, porque determina lo que queda fuera y lo que no. Es quizá ese aviso que encontramos en las portadas de las catedrales, que, mira por dónde, también se llama tímpano. En el de la portada central de la catedral de León tenemos una representación de Cristo Juez presidiendo el Juicio Final. No sé cómo le vibraría el tímpano a un sueco empático viendo este León de apocalipsis. Muchos dicen que esto es el final de los tiempos, que es lo que nos faltaba: tener que irnos a morir a Valladolid.
viernes, 6 de noviembre de 2020
Comisuras. (En Hoy por Hoy León, 11 de noviembre de 2020)
Porque el mundo no es tan enorme como te piensas, resulta que esos que en los Estados Unidos se llaman a sí mismos muchachos orgullosos, se pasean también por tu calle y queman contenedores blandiendo el nombre de la libertad como un bate de béisbol o un garrote de pastor, instrumentos tópicos del odio en postales de fracturas de toda la vida. De muchas vidas, en realidad.
Manifestarse es obligatorio. Lo entiendo cuando me lo dicen, lo entiendo cuando pienso el mundo y entiendo que tomo postura cuando lo hago, que me manifiesto, que no me quedo quieto dejándolo ir como si no pasara nada, porque pasa. No sé cómo lo ves tú. Yo creo en la necesidad de intervenir. Lo que no veo claro es andar como los pavos que cloquean su cola multicolor en el parque con un despliegue de petulancia imposible de ignorar. Es más loable esa mayoría silenciosa que afortunadamente se empeña en que todo siga funcionando, pese a lo extremo de las circunstancias, que los que apresan la libertad en sus labios para gritar alboroto en las calles. Quizá hacer fiesta cuando no hay fiesta. Libertad escondida en el pasamontañas. Me manifiesto contra ese modo de manifestación.
Pensaba en tus labios como fruta de la calma y tenía puesta en ellos la luz de mi atención, pero se me han ido las ideas del centro a las afueras y solo veo ya las comisuras. Y, en ese enganche que es la tele, he visto una unión entre el orgullo y el desprecio. El pliegue de la violencia. La comisura que une a unos bárbaros con otros.
La imagen que me sacó de un golpe de esa anomalía es del miércoles por la tarde. En el Aula Magna de la Facultad de Educación, los estudiantes se sentaban en butacas alternas separados por cintas de las que usa la policía para marcar un prohibido el paso o se ponen en las obras para señalar lugares peligrosos. Trabajaban incómodos con sus portátiles en las rodillas y se apagó la luz de manera repentina. Durante unos minutos los resplandores de las pantallas, todavía con batería, iluminaron sus mascarillas.
Las imágenes de la manifestación en la plaza de la catedral, con sillas voladoras en las terrazas, tal vez conviertan en muchachos orgullosos a quienes no deberían estarlo. Gritar “libertad” parecería legítimo, si fuera otra la libertad que reclamaban. Pero estos que me miraban en la oscuridad del miércoles, empeñados en seguir trabajando a pesar de toda adversidad, son los que deberían abrir la boca con orgullo. Dejar que sus labios reclamen toda la impotencia invisible de su gesto. Habrá quien piense que eran corderitos obedientes. Yo no lo veo así. Para mí son los héroes verdaderos, los labios que se separan de la comisura y que sí que pueden pedir con orgullo libertad, gritar que están aquí, que esta es su victoria y su valía.
viernes, 30 de octubre de 2020
Dendritas. (En Hoy por Hoy León, 30 de octubre de 2020)
El deseo es incómodo. A veces es un aguijón metálico que se cuela permanente en tus pensamientos y no te deja descansar. Hablo del deseo en toda la extensión del término, desde el deseo más felizmente satisfecho hasta el más sublime e imposible. Desde lo más procaz a lo más tierno, desde lo más nimio a lo más trascendente. Y digo lo más y me equivoco, porque para el deseo no hay ni el más ni el menos, sino que se presenta así de golpe, como un todo, como un relámpago ciego que te separa de ti. Deseas y pierdes. Deseas y sufres. Deseas y escapas.
En alguna noticia he leído que en la reunión de Ávila del miércoles la presidenta de Madrid y los presidentes de las dos Castillas acordarían un cierre perimetral conjunto. Era una noticia previa, que, a la vista está, expresaba más un deseo que una realidad. Pero, si te fijas, esa expresión de las dos Castillas subraya el escándalo del desprecio. León y La Mancha escondidas con su “y” y con su guion. El reino que forjó la historia y la patria del personaje más universal de la literatura aplastados bajo el lujo de las alfombras palaciegas castellana y madrileña, dos villanías venidas muy a más por el peso del poder que los hidalgos de migas en la barba ya no tienen. El deseo es incansable y se transforma en arma. Madrid, Castilla, la sin par León, cuna de Reyes, el territorio poema de La Mancha. Deseo convertido en himno, como esa música de las palabras que se enreda con palabras que se enredan con más palabras y otras palabras que se enredan para enhebrar los sueños que se concretan en deseos. Sueños que se concretan en deseos, te lo repito, porque es algo que a mí me pasa y no al revés, no tengo deseos que me alteren los sueños. Cierre perimetral conjunto. Podría ser una táctica de asalto, una estrategia a largo plazo para banalizar deseos. Una guerra relámpago. Deseo que no cesa. Deseo, que no rayo.
El deseo me produce dolor. Te diré: un dolor eléctrico, un dolor de dendritas atolondradas. En esa magia que es la sinapsis neuronal, mis dendritas chisporrotean eléctricas en la transmisión del dolor del deseo, el deseo, el sueño, la quimera, el reino perdido tras la “y” que sigue a la Castilla del Duero, la patria que se le une en un guion a la del Tajo. Las dendritas atrapan neurotransmisores, una química impenetrable que descarga el aroma del deseo, o del miedo o de la belleza o de la inteligencia. A veces las dendritas juegan al despiste y acuerdan confinamientos y a veces se desatan y se desdicen y ya uno no sabe a qué responde ese impulso que duele, el deseo, el dolor eléctrico. El hombro paralizado que ya no te protege de los golpes. Dendritas desagregadas. Sinapsis fallidas. Madrid, Castilla, León, La Mancha.
viernes, 23 de octubre de 2020
Nuez. (En Hoy por Hoy León, 23 de octubre de 2020)
Si tuviera que hacer un mapa de las emociones, me parece que colocaría en la nuez todo lo que se atraganta. Es, como siempre, tomar la parte por el todo y colocar en un solo punto lo evidente, porque todo lo que se nos atasca se atora en la garganta haciendo que el cuello sea ese túnel estrecho que separa lo racional —la cabeza— de lo corporal, como si lo que está por encima de los hombros no fuese cuerpo, como si se colocase en un armario superior la fuerza que dirige y en un cubo de abandono quedara el resto, lo que empuja, lo que mueve, lo que da energía. Lo que entra en mí no se integra en mi cuerpo si no pasa la aduana del bocado de adán, de manera que, una vez más allá de ese punto, eso que venía de fuera se hace mío, pero nunca llega a mí si no lo digiero.
Las emociones están todas más abajo. La nuez es la puerta de entrada y de salida. Las emociones que me llegan y las que fabrico circulan desde la garganta o hacia la garganta, dejando de lado la cabeza que juega su rutina observadora, con cuatro de los cinco sentidos, para darme informaciones que me perturban o me confirman en lo que mi cuerpo emocionalmente experimenta. Me dirás que no es así, que todo está en la cabeza, porque si no hay un registro racional de lo que pasa es como si no pasara nada y puede que tengas razón. Es más, creo que en el punto en el que estoy ahora te doy toda la razón para que te entretengas. No quiero razón de ninguna clase, ni para requiebros quijotescos de razones que razones turban, ni razones puras o prácticas, solo una razón que se deshace y que pierde toda su fuerza en la parte última del corazón. Razón deglutida, integrada en el motor del cuerpo. Razón de ser. Sinrazón.
Todo lo que necesitas te sale de la cabeza. Piénsalo con la nuez: ¿necesitas que te admiren o solo que te miren? ¿Necesitas que te pongan precio o que te lo quiten y te tengan aprecio? ¿Necesitas reconocimiento o te basta un sencillo conocimiento? Confort, tranquilidad, seguridad. ¿De dónde parten todas esas necesidades tuyas? Búscate si están por encima de la nuez. Trata de decidir si han sobrepasado tu frontera con el exterior. Si siguen en tu cabeza o son necesidades integradas. Por el contrario, lo que tienes, lo que es tuyo, lo que no sufres como necesidad insatisfecha, te sale del fuego de la entraña. Te arde en el esófago hasta que se agolpa en el incendio de la nuez. Necesitas que te quieran o que te cuiden, porque no tienes pulmón para cuidarte, porque no golpea tu corazón para quererte. Aliento y sangre, amor y cuidados. Nada que ver con lo que te dice la cabeza.
Se nos atraganta el virus en León. Tenemos que ventilar. Necesitamos una mano firme que pase un paño de lejía en la cocina. Y se nos atasca la nuez al comprender que necesitamos alguien que nos limpie todos los rincones de la casa
viernes, 16 de octubre de 2020
Pineal. (En Hoy por Hoy León, 16 de octubre de 2020)
Yo sé que a ti también te pasa. Sé que cuando estás al borde, cuando te sitúas en una altura y miras desde la baranda la posibilidad de la caída, hay un impulso que te lleva a lanzarte al vacío, a la vez que sientes un empujón interior que te sujeta. Es un movimiento simultáneo: el vacío que te sale del estómago, la mariposa que te eleva, y el golpe seco que te agarra desde el pecho, el ancla que te sujeta.
Casi
siempre puede más el ancla y siento recordar ahora situaciones en las que ha
tenido más poder la mariposa. Damos un paso atrás, nos recomponemos en el
horizonte y nos mudamos a la seguridad de la pisada en firme. Ese impulso está
en todos, aunque lo neguemos, y nos pone a salvo de oscuros deseos.
El
problema empieza cuando nos salimos de la seguridad de lo firme y no tenemos
caída, cuando nos vemos en la obligada situación de tantear lo incierto. Ese es
el territorio incómodo. Saltar fuera o quedarse dentro nos deja siempre en un
momento resuelto, una seguridad definida. Lo que me interesa es ese vacío del
volatinero, esa cuerda floja, el temblor de lo que es verdaderamente nuevo, el
momento imposible de quedar suspendido en el viento. Es la elegancia del vuelo
del buitre, que solo necesita extender sus alas para ascender en la corriente
de aire que lo libera.
Decía
Descartes que el alma reside en la glándula pineal, que es ahí, en esa pequeña
singularidad biológica escondida en lo más profundo de nuestra cabeza, donde se
produce la conexión entre el cuerpo y el alma, habida cuenta de su concepción
dualista de la naturaleza humana. Spinoza que, en mi opinión, era más serio, pensaba
que eso ni el propio Descartes se lo creía, porque en realidad es cierto que
Descartes mismo se había descalificado como autoridad en la materia. Pero ¿y si
fuera verdad la apuesta cartesiana? ¿Y si se pudiera fijar un lugar de
residencia en la base de nuestro cerebro para albergar el espíritu? Yo no sé si
dejaría que me tocaran la glándula pineal, pero, si me viera en situación de
algún trasplante, hay una lista de pineales que no quiero.
Quizá
me gustaría una glándula pineal de buitre o de águila, de cualquiera de esas
aves que se mantienen en el vacío del abismo, que, en realidad, no es tal
vacío, pero que tanto nos asusta, que nos inquieta. Mantenerse a flote en el
espacio intermedio entre la caída y el suelo firme. Mantenerse en vuelo.
Mantenerse. Recuerdo el espectáculo de aquellos buitres señalando el cielo,
creo que los vimos cerca del Chorco de los Lobos, antes de llegar a Caín, en la
Ermita de la Corona. Hablo de aquel día como podría hablar de otros, pero
señalo estos nombres para no olvidar su sonora belleza: Posada de Valdeón,
Caín, Chorco de los Lobos, Ermita de la Corona. Quizá el alma leonesa, si es
que eso existe, esté encerrada en una pineal de azul imposible, como ese del cielo
del invierno o en un nombre nevado de musical historia.
viernes, 9 de octubre de 2020
Dermis. (En Hoy por Hoy León, 9 de octubre de 2020)
Cuando se empezó a hablar del confinamiento perimetral de León, pensé de inmediato en San Andrés. Pero también en Navatejera, en Azadinos, en Vilecha, en todos esos pueblos que no son León, pero que son León. Quizá con algunos sea más fácil decidir dónde poner un control para establecer los límites, pero en el caso de San Andrés hubiera sido muy difícil. En cualquier caso, no es de esto de lo que te quiero hablar, o al menos no exactamente. Lo interesante de este problema es el concepto.
Dos
conceptos en realidad: perímetro y limitación. Perímetro, por la dificultad de
su definición y limitación, por la imposibilidad de su existencia.
Vamos
con el perímetro. A simple vista es fácil. Los que somos de pecho bajo, como
Obélix, enseguida comprendemos la magnitud del perímetro, aunque estamos
acostumbrados a su variación en centímetros. Nos da una idea exacta del mundo
saber que el perímetro define los objetos, que las cosas se encierran dentro de
su perímetro y eso es lo que las conforma. Quizá esa sea la palabra exacta: lo
que da forma, lo que atrapa el ser de las cosas y las presenta como son. Perímetro,
lo que mide alrededor. Y es curioso que medida pueda ser un sinónimo de palabra,
en cuanto que una medida es una ratio, una razón, que es logos, lo que se hace
presente. Decir es crear, ya lo sabes. Por eso se están inventando todas estas
cosas de la nueva normalidad, del confinamiento perimetral y de todo lo que
venga detrás que pueda interesar para el control de lo incontrolable. El
perímetro lo encierra todo, lo muestra, lo determina, lo dice. Yo soy mi
perímetro. Ya sabes que, como decía Pazos, el concepto es el concepto.
viernes, 2 de octubre de 2020
Úvula. (En Hoy por Hoy León, 2 de octubre de 2020)
Tengo dos cosas en la cabeza esta semana: una tiene que ver con la pandemia y la otra con nuestra endemia; lo endémico y lo pandémico, lo que nos afecta solo a nosotros y lo que afecta a todos, dos males que nos destrozan. Te prometo que he estado buscándome algo alegre por todos los rincones del cuerpo y no he sido capaz de encontrarme una noticia que te pueda sacar una sonrisa. Y no es que me entristezca la suspensión de las fiestas, que me entristece, o que me pille a contrapelo el otoño, que lo hace, sino que veo dentro y veo fuera y todo me produce una congoja exagerada. Una tristeza indetectable, como esas partes del cuerpo que no sabes que las tienes hasta que te molestan. A mí me pasa con la campanilla. No sé si a ti te ocurre lo mismo, que está ahí puesta y solo la noto cuando he roncado mucho, cuando se me inflama por lo que sea. Quizá por el mucho gritar o por el frío de estas corrientes anticovid que nos van a dejar a todos como témpanos.
Pero te cuento de pandemia y endemia. De la pandemia son los números los que me tienen en vilo. Yo sé que los datos están ahí, que, ahora, esta cosa del big data ya nos deja sin excusas a los desinformados. Nos quedamos con los datos que nos cuentan y resulta que esos datos casi nunca son exactos, porque los números bailan en el papel la danza que uno quiere y se estiran o se encogen en función de la persona que los cuenta. En la cuestión de la pandemia nos han dado muchos números gruesos a los que hemos hecho solo el caso justo. La verdad es que, hasta ahí, no me veas muy preocupado, porque me duelen las personas —Justa, Pepe, Josemari, por decir tres nombres que se han ido en el COVID— y las cifras se me escapan. Lo que me irrita la úvula es que me doy cuenta de que esos números son la base de las decisiones y que, por tanto, no sé si aquí o allí o en mi pueblo o en el tuyo, se adoptan medidas arbitrarias basadas en números que no siempre son reales. Toda acción es una acción política, porque no se puede actuar sin comprometerse con los otros o sin comprometerlos. No podemos escapar a lo político. Sí debemos huir del partidismo. Cuando la política se sustituye por el partidismo, el daño es inevitable y así tenemos la campanilla. Utilizar la pandemia en el juego partidista es deleznable y no podemos no gritar que es injusto.
Y luego está lo endémico, lo de aquí, ese mal que sí hay que cien años dura, ese que nos sienta a una mesa por León que no concreta y que le pide a la ciudadanía que participe con ideas para que puedan ser tenidas en cuenta a la hora de plantear iniciativas. Yo no lo veo. Cuando no quieras que algo vaya para adelante, constituye una comisión para que lo estudie o abre un buzón de sugerencias. Me parece que ya tenemos las dos cosas y que eso dice que el enfermo no mejora, que tiene más que inflamada la úvula y que ya hace tiempo que sonó la campanilla de fin de asalto.
viernes, 25 de septiembre de 2020
Párpado. (En Hoy por Hoy León, 25 de septiembre de 2020)
La noticia es la del atropello de una osezna en la carretera de Villablino a Huergas de Babia. El atropello, dice la noticia, se produjo en la noche del martes, destacando la ausencia de daños personales. Repito la palabra atropello en cada una de las frases que he pronunciado hasta ahora, como un mantra. Se me ocurre que decir “atropello” es estar a salvo.
Me imagino la escena.Veo la llegada de las patrullas, la constatación de la muerte de la osezna, la oscuridad de las sirenas contra el cielo. Imagino a todas esas personas expertas levantando acta de la situación, haciendo eso que cuenta la noticia, procurando el traslado del ejemplar de oso pardo, y cito literalmente, “a la red de centros de recuperación de animales silvestres del Gobierno autonómico”. Me transporto al momento, quizá solo inventado por mi imaginación, en el que alguien cierra los ojos del animal, le borra el asombro de la mirada bajándole el párpado en ese gesto de misericordia ante la muerte. Bajar el párpado, como cerrar la cortina tras la función. Atropello, defunción. Palabras disparo que evocan tragedias. No es apropiado hablar así cuando se trata de una osezna, porque, aunque se rompan tiras que sujetan la vida, la muerte de un animal no hace un difunto.
El párpado no es perfectamente opaco. Si seguimos con esta cosa nuestra de los experimentos, observa que, aunque cierres los ojos, todavía te llega luz. Acerca una mano y comprueba que hay mayor oscuridad. Entiende que cerrar los ojos no es borrar del todo los problemas, porque sigue atravesando la luz la naturaleza traslúcida del párpado. Quizá es por eso por lo que hacen falta piedras en los ojos para sellar el final de la vida, como en algunas culturas, como has visto hacer en la tele. Piedras encima de los ojos cerrados para no dejar que entre la luz, para sellar el párpado.
Me decía ayer una alumna, cuando le pregunté qué tal había llevado el confinamiento de antes del verano, que lo había llevado muy bien porque ella es más bien de interior. Lo dijo con una naturalidad absoluta, subrayando su convicción de que no hay nada como el interior. El interior, lo interior, lo que encierra la piedra sobre el párpado, la única realidad auténtica, la que sucede en ti. “¿Cómo distinguir la realidad de la irrealidad?”, preguntó el androide. “La realidad es irremplazable”, dejó escrito el guionista. La realidad es irremplazable, cierto, tanto es así que está del párpado hacia el interior y todo lo que sucede allí, querida Alba, gracias por tu sugerencia, es perfectamente desmontable, reconstruible, pero inabordable desde el exterior. Absolutamente irremplazable, como la osezna atropellada, como nuestra vivencia de la osezna atropellada, como nuestra vivencia interior de la noticia de que hay una osezna que ha sido atropellada. Intocable bajo el párpado.
viernes, 18 de septiembre de 2020
Lacrimales. (En Hoy por Hoy León, 18 de septiembre de 2020)
Hay un amigo mío, no voy a decirte el nombre, que es que le hablas del Camino de Santiago y se pone a llorar. Dice que es que no puede evitarlo, que no sabe muy bien por qué, que no sabe si es de ahora o es de siempre, pero que es muy sensible y, como tuvo una experiencia tan intensa haciendo el Camino, le cuesta mucho hablar de ello sin contener las lágrimas. Él nunca se imaginó que fuera a tener una experiencia tan conmovedora, que le pudieran ocurrir las cosas que le pasaron, y se emociona tanto al recordarlo que llora como lo que es, como lo que somos, como un niño pequeño.
Ya que estamos de experimentos esta temporada, te invito también hoy a que, sin pensar mucho, cierres los ojos y te veas llorando. No me interesa saber la última vez que lo has hecho, eso solo es una cuestión de ordenación en el tiempo. Lo que quiero que veas es otra cosa. Cierra los ojos cuando yo te diga y deja que brote en tu imaginación la foto de tu llanto, ese llanto desconsolado e informe, esa brutal erupción de lava ardiente en el volcán de tus lacrimales. No la última. No la más intensa. No la más dolorosa. No busques en un ranquin. Deja solo que ocurra y trata de ver qué te pasa, con qué conectas esa emoción, qué dibujo sacan de ti tus lágrimas.
Voy a entretenerte un poco para que no sea tu razón la que te dirija, porque si te paras a pensar, vas a encontrar tantas cosas por las que ha valido la pena llorar, que vas a enloquecer tratando de decidirte. Lloraría con gusto por los secretos atravesados en las noches de insomnio, los tuyos y los míos, claro. Los de todos. Lloraría a raudales por las comisuras del espanto, el cielo de las pesadillas, la amargura de los desencuentros enclavados en calvarios insoportables. Lloraría por la simpleza, de tristeza y de alegría podría llorar por eso, según el trazo grueso de la mañana lo haría. Por la desolación espantosa del miedo. Por el miedo. Lloraría por todo ese miedo, sí. El miedo a no controlar los contagios me apena tanto o más que los contagios. El miedo a vivir la vida me provoca espasmos. La desangelada astucia del villano, la cruel desgana del poderoso, la insensata demencia de los acomodados me produce deshielo en el congelado torrente de mis lágrimas. Tengo momentos para todo eso y para muchas otras oportunidades de llorar que se me olvidan, como los tienes tú, como los tenemos todos. Por eso te pido que no pienses y te veas ahora, al cerrar los ojos, en un día en el que llorabas.
¿Ves que llorabas? Te diría que lo hacías por ti, pero no voy a hacerte eso, porque no es verdad. Lo hacías por el gusto de enjuagar tus emociones, por el goce de empapar ese segundo, por la alegría de excretar la pena. Los lacrimales son un órgano excretor, porque sirven para sacar fuera unas gotas de ponzoña. ¿Que dice Valladolid que no hacemos bien lo del control de la pandemia? Excretaremos.
viernes, 11 de septiembre de 2020
Paladar. (En Hoy por Hoy León, 11 de septiembre de 2020)
Parece
que la Fundación ha perdido en primera instancia contra el Banco. Te recuerdo
la pelea entre una y otro por el patrimonio de la Obra Social de Caja España,
una discusión que va más allá de lo que cuestan las cosas y que se sitúa en el territorio
de lo que valen.
Es
un tópico la importancia de no confundir valor y precio. Vamos un poco más
allá, que me imagino que ese pleito por la propiedad de los bienes de la Obra
Social no se plantea en términos de precio y se trata de la necesidad de
comprender el valor del arraigo de los bienes. Te digo que pensado al vuelo
parece de cajón, como que los bienes tienen arraigo y son de un sitio, de una
gente, como que están unidos a un sentimiento. Ocurre cuando vuelves a ver una
casa en la que has vivido y la miras desde fuera y ves que hay otras personas
que ahora están en el espacio en el que estabas tú. Comprendo el desarraigo de
la casa prestada y la necesidad de hacer nido, de anclar la vida, esos ojos de
los que te hablaba la semana pasada y que traen tu identidad están en el dibujo
arquetípico que haces de la casa cuando colocas las ventanitas. La puerta
podría ser la boca. El arraigo está en la casa y también es el retrato de tus
sentimientos. No sé si será así, pero me gusta creer que en los tests
proyectivos el árbol es el dibujo de tu personalidad y la casa de tus
emociones. La casa, las casas de la Obra Social, ya no son de leoneses, son de
quienes quiera que sean los dueños de ese Banco que ha heredado la fortuna
familiar. Si la Obra Social de Caja España hubiera tenido mano quizá hubiera
dibujado la Casa de Carnicerías para expresar su emoción. Ahora nos dicen que
es de un cierto Banco. A veces pasa con las casas, que empiezan y terminan
siendo de un banco.
Mirar
la que fue tu casa desde fuera y ver los objetos de otras personas arraigando
en ella es un ejercicio de desapego. Hay una cierta Wendy de serie televisiva
que entra en su antigua casa de Chicago cuando los nuevos dueños están fuera.
Pone patas arriba algunas cosas y le da vuelta al marco de la foto de la
familia feliz que no es la suya. No lo pone contra la pared, sino que lo coloca
bocabajo, señalando que todo puede irse al traste en un momento. Sube a la
habitación del hijo de los otros y hace la cama con mimo. Coloca el embozo con
cuidado. Luego se bebe una cerveza y se marcha dejando la puerta abierta. Todo
necesita su rito. También el rito del desarraigo.
Pero
el mayor arraigo está en el paladar y el paladar siempre va con uno. Si cierras
los ojos y buscas en el cielo de tu boca el sabor que eres, aparecerá de
inmediato. Yo soy un cierto tomate frito, tal vez un pisto, también mis guisos.
Una pena que tenga en el paladar esta chapa metálica que me ha dejado el COVID.
El recuerdo permanente de que no hay nada normal en esta “ene ene” que tenemos
desde el verano.
viernes, 4 de septiembre de 2020
Ojos. (En Hoy por Hoy León, 4 de septiembre de 2020)
Hay
una imagen en el ADN de cada uno, una estampa que nos dibuja. Es verdad que
andamos con el carnet de identidad en la cartera y lo enseñamos para decir
quiénes somos, pero sabemos que esa tarjeta de plástico no somos nosotros, ni
somos la foto del álbum o el retrato de encima de la chimenea. Tampoco esa
imagen que elegimos para enseñarnos en el móvil. La imagen que nos retrata es
una imagen interna, una foto fija que brota en cada uno cuando nos paramos, sin
pensar, a pensar en quiénes somos.
Te
parecerá una chiquillada, pero te propongo que juegues este pequeño juego, que
cierres los ojos un momento y que evoques esa imagen que es la tuya. ¿Qué estás
viendo? Si no te has parado mucho a pensar, por muy descabellado que te
parezca, ahí está tu identidad. Me dirás que eso no es verdad, que si haces eso
mil veces te vendrán a la cabeza mil ideas diferentes. Puede. Puede que tu
identidad sea múltiple, indefinible, imposible de confinar en una descripción.
Puede también que no reconozcas lo que miras, porque puede que te engañes. No
digo que no seas lo que ves o que lo seas aunque no te reconozcas. El engaño
tiene tantas aristas que me confunde y no me atrevo a decirte qué es y qué no
es. Puede, por el contrario, que te ocurra lo que a mí y que al cerrar los ojos
veas un paisaje, un paisaje que es el tuyo, como sabiendo que eres eso, un
pedazo de mundo, un grano de arena resbalado de una playa, una brizna de
hierba, una gota de agua, una piedra baqueteada por el río, redondeada en
millones de golpes suaves, caricias de erosión.
Yo
veo los Ojos cuando cierro los míos. Veo los Ojos del Guadiana cuando tenían
agua, cuando anunciaban el río que se escondía por un curso subterráneo durante
kilómetros hasta que florecía en esa imagen. Hoy no queda nada de aquel
milagro, pero la imagen permanece y la comparo con estos ríos de León que nacen
ya fuertes siendo un hilo de agua y se convierten en fuentes de vida en un
espacio tan corto que siento que toda la grandeza de mi estampa se queda en
poca cosa al lado de la belleza y el poder de esta tierra leonesa. Veo los Ojos
del Guadiana desaparecidos y las montañas leonesas salpicadas de molinos y
pienso en la urgencia de que imprimas en tu ADN la estampa de ahora mismo,
antes de que se pierda en la memoria del tiempo, como se ha perdido el arroyo
al que te ibas en las tardes de verano a cazar ranas.
viernes, 3 de julio de 2020
Tdo a treinta.(En Hoy por Hoy León, 3 de julio de 2020)
Nos
metemos en julio en este final de temporada extraordinario, como todo desde
marzo, como todo, en realidad, desde siempre, porque todo lo ordinario es
extraordinario si se quiere mirar con los ojos adecuados y todo lo
extraordinario puede ser tan ordinario como se desee, como dicte el corazón,
como resuene el tambor de lo aceptable, la piel del tiempo.
Lo
ordinario era conducirse por las calles al ritmo de la carreta; como mucho un
landó ligero, una calesa voladora. Después aparecieron los automóviles y los
coches dejaron de ser coches para ser estos nuevos coches extraordinarios que
se movían sin caballos. Siempre me ha gustado el Paseo de Coches del Retiro
madrileño porque allí no circulan coches desde que no los hay tirados por
caballos. Y el ritmo era ese del trote. El mundo petardeaba en motores de
manivela hasta que nos entraron las prisas del Seiscientos y todos los que
vinieron detrás con sus humos, su comodidad, su calefacción y su aire
acondicionado. La velocidad se multiplicó y llegó a permitirse circular a
sesenta kilómetros por hora y luego a cincuenta y se descubrieron zonas en las
que circular más lento era un incordio. Pero hemos estado quietos más de tres
meses. Hemos visto las calles vacías y nos ha gustado. Y ahora nos dice el alcalde
de León que vamos a recuperar una ciudad a treinta por hora, tal vez la
velocidad de una tartana. Una ciudad en bici. Una ciudad que ya es un campo de
paseo en el centro los fines de semana
Hemos
estado parados tanto tiempo que el movimiento nos ha urgido, pero tenemos que
mirar el modo de movernos lento. Movernos en dirección a lo nuevo, a una
realidad transformada en la que hayamos aprendido algo más que a hacer pan de
espelta, comer bizcochos y devorar series en la televisión. Recuerdo un
capítulo de House en el que se hablaba de las cinco fases del duelo: negación,
ira, negociación, depresión y finalmente aceptación. Hemos pasado por todas
ellas lo queramos o no, lo aceptemos o no. Hemos hecho todo eso con el virus y
de lo que más hablamos ahora, con la mascarilla puesta en los labios para besar
el miedo, es de aceptación. Hay quienes se han quedado en la negación y siguen
hablando de un virus falso; los hay que permanecen en la ira y culpan a los
chinos o a la CIA; muchos han negociado con su osadía, especialmente los
jóvenes que se han sentido intocables; los más han sentido la depresión de la
ausencia, del dolor, de la frágil hebra que nos ata a la vida; y ya digo que
todos estamos finalmente en la aceptación porque no nos queda otra salida. Un
mundo a treinta por hora.
domingo, 28 de junio de 2020
Un San Juan sin fuego. (En Hoy por Hoy León, 26 de junio de 2020)
Escribo el día de San Juan. Siempre he pensado que se debe vivir en una ciudad que celebre un día como este. Adoro celebrar una noche que es una mentira en sí misma, porque no es la más corta del año, porque no es la del solsticio, porque no es la de la magia. Juana de Arco es fuego y Juan el Bautista es agua. Juan y Juana en el fuego y en el agua, perdiendo la cabeza. Derramando corazón sin saber si es fruta vana, sin darle al hecho de morir la más mínima importancia. Agua y fuego. Cabeza y corazón. Guerra y deseo. Ya sabes, Salomé: ¡quiero la cabeza de Juan! Me hubiera gustado tal vez llamarme Juan, ser poderoso como ellos, pero me ha tocado esta vara de sanar, esta oscura tragedia de limpiar el espíritu sin ver nunca los frutos. Una guerra de arma impropia, un San Juan sin fuego.
viernes, 19 de junio de 2020
Encuentros en la fase tres II. (En Hoy por Hoy León, 19 de junio de 2020)
El
sábado, celebrando San Antonio en un restaurante del Húmedo, guardábamos bien a
gusto la distancia de seguridad. No había nadie en el comedor que nos lo
impidiera. Solo estábamos mi amigo y yo. Nos escondimos en un rincón de la sala
dando la cara a todo ese vacío de manteles y servicios sin servicio. Y esa
noche encontré otra confirmación de uno de los efectos del confinamiento: la
escasez de tinte. Se veía que el dueño del restaurante, que era quien nos atendía,
había tenido que echar mano de un tinte que no era el suyo y lucía reflejos
dorados para tapar las canas. Me gusta esa brecha que se rompe y la unidad del
tinte familiar me parece una conquista. Lo he visto en más hombres estos días,
que han decidido ocultar las canas con colores más rubios y la verdad es que queda
mejor que ese morenazo que contrasta tanto con los cuatro pelos blancos de las
patillas o las canas desvergonzadas de las barbas.
Los hombres, por fin, a partir de una edad, o todos calvos o todos rubios. Una conquista de la igualdad. Pero no te estoy contando lo interesante, que no es esta anécdota del tinte, sino la historia que nos contó el dueño del bar en ese desierto comedor, hablando de Carpo, el de Tolibia, no dijo si de Abajo o de Arriba, que segaba con la guadaña clavando su pata de palo en la tierra mientras hacia un giro calculado para no caerse contra el suelo. Me llevará más tiempo, parece ser que dijo, pero yo esto lo siego. ¿Ves esa determinación? Eso es lo que ya no sé si es valor o desvarío. Aquel día el camarero le cogió la guadaña y le segó el prado y dice que, como el tal Carpo era zapatero, ya nunca le faltaron medias suelas ni agujeros en el cinto, es un decir. La determinación con que segaba es la paciencia remendona de la lezna. Un mundo que se desmorona. Deleznable me parece el desprecio antropológico con el que miramos los oficios artesanos que se pierden: fragua, ebanistería, guarnicionería. Retratista.
Seguro que subiste con tu camisa blanca por la escalera de aquella casa de la Avenida de Roma que llevaba hasta el antiguo estudio de Carlos, el fotógrafo. Tenías el impulso del que termina consiguiendo una meta, otra determinación. Eras el fruto del esfuerzo y subías los peldaños para encontrarte con tu estampa, tu bendita estampa, podría decirse. Generaciones de universitarios, bachilleres y técnicos han pasado por sus ojos para acabar mirando desde la pared bajo una toga y un birrete en el cuadro enmarcado en el despacho o en la sala de espera. ¡Miles de orlas ha fotografiado Carlos! Miles y miles de miradas atrapadas en su objetivo con la determinación del zapatero. Remiendos en la vida de la gente, un parche de satisfacción. El fotógrafo de las orlas se jubila y cierra, pero no traspasa. Otros vendrán, cierto, pero serán ya siervos de la impresión digital, a kilómetros de la química del cuarto oscuro, gentes que nunca habrán segado los prados de Tolibia. Un mundo con otro tinte, que se esconde en la esquina del desierto.
viernes, 12 de junio de 2020
Encuentros en la fase tres I (En Hoy por Hoy León, 12 de junio de 2020)
Hay
personas que piensan que todo gira a su alrededor. A mí me han dicho muchas
veces que me pasa eso, que me creo el ombligo del mundo, que soy una persona
con un ego insoportable y que pienso que todo lo que no sea yo y mis intereses
no existe. Me resulta duro reconocerme en ese espejo, pero, a medida que me voy
viendo viendo las arrugas, comprendo que algo de eso siempre ha habido, si no
mucho.
El
caso es que me voy dando cuenta de ese defecto de mi personalidad y cada vez
procuro más hacerme a un lado y dejar espacio para las demás personas y lo que
ocurre cuando hago eso es que se me reprocha falta de compromiso o interés,
desapego, displicencia. Y me da la sensación de que no encuentro el sitio
ajustado entre la fría distancia y el afán de protagonismo, con lo que entiendo
cada vez mejor la postura de adorables cascarrabias como la genial Rosa María Sardá
o el también genial Fernando Fernán Gómez. La cosa está en defender tu posición
aún a riesgo de parecer antipático o directamente serlo. La bonhomía está muy
sobrevalorada.
Hay
personas que necesitan sentir que son buenas personas. La duda es si lo podemos
ser, si realmente esa bondad existe. Era mil novecientos ochenta y seis. En
aquella época yo todavía no sabía bien dónde estaba el centro del mundo, si en
mí o en los otros o si el mundo está totalmente descentrado. Me importaba poco,
porque eran los años de la estética y el bon vivant era preferible al santo y estábamos
en los debates de la entrada o no al mundo civilizado por las fuerzas del orden
y la paz y cruzábamos de las “tiendas chic” de Almirante a los tugurios de
Malasaña. Aquí en León eran otros nombres que yo todavía no me sé, pero que
vosotros recordáis sin duda, quizá La Mandrágora o el Toison. Momentos
Cardíacos o de Flechazos. Es igual, te lo traigo a la memoria porque en
aquellos días del ochenta y seis, no sé decirte si antes o después del
referéndum, una noche pálida del María Guerrero sonó un tambor con la muerte de
una de las hijas de Anna Fierling. Un tambor que terminó en un estruendoso
silencio. Y allí estaba la Sardá, interpretando una Madre Coraje que siempre me
viene una y otra vez al recuerdo. Allí estaba la mirada de la Sardá. Sus
movimientos tirando del carro en un escenario que giraba como las ideas en la
cabeza de Lluis Pasqual. Un mundo sin centro para nadie, solo para el dolor.
viernes, 5 de junio de 2020
Muchas amapolas. (En Hoy por Hoy León, 5 de junio de 2020)
Me
llegó una foto de Venecia en la que se veía un canal invadido de cisnes, cisnes
de color rosado, que yo no sabía ni que existían. Parece ser que, por muy bella
que sea la imagen, los cisnes no han ido de turismo y, por lo que sé, se trata
de una obra de Kristina Makeeva, una artista rusa que, con esta provocación,
nos muestra lo que ocurre cuando la gente se queda en casa: que la ciudad se
llena con otros habitantes. La artista ha hecho esto mismo en otras ciudades y
con otros paisajes, convirtiendo lo ordinario en arte mágico, transformando lo
que es en lo que podría ser. En el arte siempre tiene que estar esa búsqueda de
lo que podría ser en el sentido de lo que debe ser. La belleza no nos llena si
no hay en ella una intención transformadora, si no hay desequilibrio,
desajuste, posibilidad. La belleza es conmoción o diletancia.
A
veces pienso que este comentario mío es un ejercicio diletante, que se queda en
el aire, puesto que en el aire vive. Cuando hablaba de esto de las amapolas,
alguien me dijo que más que amapolas lo que ha brotado es mucho tonto. Creo que
no lo decía por mí, aunque podría. Quizá sea verdad que la tontería ha brotado
como las amapolas, que igual que los cisnes rosados, los tontos hemos aparecido
los primeros en el hueco vacío de la pandemia, mientras los dueños de la vida
de antes del cemento empiezan a retirarse de esa libertad que nuestro
confinamiento les ha dado: hace cuatro días saltaba un corzo a dos pasos de mí
a la orilla del Bernesga, casi a la altura de la glorieta que lleva a
Villabalter en la carretera de Caboalles, casi al borde de las casas. Tomando
posiciones, como el oso que se baña en el río en Robles de Laciana, claro que,
como allí ya están en fase dos se ve que puede uno bañarse. Impactantes las
imágenes del vídeo que circula por las redes de ese oso descarado que todavía
no sabe que el cemento está de vuelta.
viernes, 29 de mayo de 2020
Hartura de miras. (En Hoy por Hoy León, 29 de mayo de 2020)
Pero el mundo es cosa nuestra, no podemos olvidarnos de eso. El mundo nos afecta y nosotros somos una afección del mundo, es inevitable, porque el mundo mismo es una construcción de nuestra mano, de manera que somos lo que comemos, como dijo aquel alemán tan criticado, y el mundo es lo que nosotros le damos de comer y sabemos que lo que cuenta no es nunca la comida, pero que el que no come no vive, dado que el mundo es vida. Lo que me asusta es que le estamos echando basura en el plato a este nuestro mundo de base tan poco sólida; basura emocional que alentamos en gritos, gestos y mentiras esparcidas por la red de la opinión pública como el grano en el corral saliendo del puño a las gallinas con ese “pitas, pitas”, de alma que regala alimento a seres con ánima desalmada, seres animados que son caricaturas de sí mismos, dibujos animados, se diría, en episodios de manga o realismo social casi de cómic. Miradas ácidas a lo Hugo Pratt, Moebius o el mismo Lolo, que dibujaba sombras arrastrando piedras. Dibujos del mundo. Imágenes de eso que no nos pertenece, pero a lo que tampoco pertenecemos y, sin embargo, nos aplasta.
Basura emocional, decía. Y también basura orgánica, pura basura plástica y toda la saga de basuras materiales que se multiplican en el mundo ahora que parece que el plástico es nuestro salvador, nuestra distancia de seguridad, nuestra barrera de separación entre la piel y el virus, entre las mucosas y los aerosoles del virus, entre nuestro interior orgánico y la capacidad patógena del virus. Mascarillas, guantes, plásticos acostados en las márgenes de los propios contenedores, vasos de café para llevar abandonados en bancos de las plazas, en las mesas apiladas de una terraza que no ha abierto aquí en la Pícara. Basura que se multiplica con el miedo, la distancia que decíamos ayer y la inconsciencia.
Somos lo que comemos y el mundo lo que alimentamos, quizá buscando la saciedad que ponga fin a tantas cosas. Hay en mi pueblo un problema de rotacismo muy extendido que a mí me encanta escuchar porque me suena a infancia. Es esa dificultad para pronunciar la “ele” y cambiarla por la “erre”, aquello de decir “er tordo” por “el toldo” o “curpa” en lugar de “culpa”. En todo esto del virus yo creía que habría en nuestro mundo una altura de miras del nivel del problema, pero veo que el rotacismo nos equivoca y esa altura se ha transformado en hartura. El mundo también come.