El
sábado, celebrando San Antonio en un restaurante del Húmedo, guardábamos bien a
gusto la distancia de seguridad. No había nadie en el comedor que nos lo
impidiera. Solo estábamos mi amigo y yo. Nos escondimos en un rincón de la sala
dando la cara a todo ese vacío de manteles y servicios sin servicio. Y esa
noche encontré otra confirmación de uno de los efectos del confinamiento: la
escasez de tinte. Se veía que el dueño del restaurante, que era quien nos atendía,
había tenido que echar mano de un tinte que no era el suyo y lucía reflejos
dorados para tapar las canas. Me gusta esa brecha que se rompe y la unidad del
tinte familiar me parece una conquista. Lo he visto en más hombres estos días,
que han decidido ocultar las canas con colores más rubios y la verdad es que queda
mejor que ese morenazo que contrasta tanto con los cuatro pelos blancos de las
patillas o las canas desvergonzadas de las barbas.
Los hombres, por fin, a partir de una edad, o todos calvos o todos rubios. Una conquista de la igualdad. Pero no te estoy contando lo interesante, que no es esta anécdota del tinte, sino la historia que nos contó el dueño del bar en ese desierto comedor, hablando de Carpo, el de Tolibia, no dijo si de Abajo o de Arriba, que segaba con la guadaña clavando su pata de palo en la tierra mientras hacia un giro calculado para no caerse contra el suelo. Me llevará más tiempo, parece ser que dijo, pero yo esto lo siego. ¿Ves esa determinación? Eso es lo que ya no sé si es valor o desvarío. Aquel día el camarero le cogió la guadaña y le segó el prado y dice que, como el tal Carpo era zapatero, ya nunca le faltaron medias suelas ni agujeros en el cinto, es un decir. La determinación con que segaba es la paciencia remendona de la lezna. Un mundo que se desmorona. Deleznable me parece el desprecio antropológico con el que miramos los oficios artesanos que se pierden: fragua, ebanistería, guarnicionería. Retratista.
Seguro que subiste con tu camisa blanca por la escalera de aquella casa de la Avenida de Roma que llevaba hasta el antiguo estudio de Carlos, el fotógrafo. Tenías el impulso del que termina consiguiendo una meta, otra determinación. Eras el fruto del esfuerzo y subías los peldaños para encontrarte con tu estampa, tu bendita estampa, podría decirse. Generaciones de universitarios, bachilleres y técnicos han pasado por sus ojos para acabar mirando desde la pared bajo una toga y un birrete en el cuadro enmarcado en el despacho o en la sala de espera. ¡Miles de orlas ha fotografiado Carlos! Miles y miles de miradas atrapadas en su objetivo con la determinación del zapatero. Remiendos en la vida de la gente, un parche de satisfacción. El fotógrafo de las orlas se jubila y cierra, pero no traspasa. Otros vendrán, cierto, pero serán ya siervos de la impresión digital, a kilómetros de la química del cuarto oscuro, gentes que nunca habrán segado los prados de Tolibia. Un mundo con otro tinte, que se esconde en la esquina del desierto.
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