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martes, 23 de abril de 2024

Dura lex. (Audio)

 

Dura lex. (En Hoy por Hoy León, 19 de abril de 2024)

    Hay algunos días que se convierten en pistas de hielo, pistas inclinadas imposibles de remontar. No sé si te acuerdas de aquellas vajillas de color verde o ámbar que había en todas las casas en las que el reborde del plato, en especial del plato hondo, tenía una forma curva que hacía resbalar cualquier clase de alimento hacia el interior. Así me sentía ayer, como una lenteja resbalando en un plato de Duralex, un resbalar lento, recogido, pero imparable. Hay algunos días que son así. Y no es que pensara que el trabajo o las relaciones, las responsabilidades, algo de eso, me hicieran sentirme mal o que el cielo estuviera gris o algo semejante, que ya viste el día tan precioso que tuvimos en León, la tarde luminosa, la temperatura fresca, pero agradable: un día para disfrutar. Ya ves. Y yo, como una lenteja chapoteando en el caldo.

    Razones puede uno encontrar las que quiera, pero cuando el mundo es un plato hondo imposible de remontar no valen las razones y esa es una lucha que mantengo desde hace mucho, que no es la razón la que determina el bienestar. No. No estoy hablando de enfermedades, no quiero mezclar. Cuando hablo de esta dificultad Duralex, no estoy hablando de depresión, no debemos mezclar las cosas porque la enfermedad y la tristeza no son sinónimos y no se puede, creo yo, confundir lo uno con lo otro. Este martes, sentado en una sala de espera, observé a los pacientes que esperaban para ser atendidos por otro médico que no era el mío. Me dio por pensar que quizá fuesen personas con algún tipo de enfermedad mental, indistinguibles absolutamente del resto de personas que esperábamos. Yo no lo podía saber. En las puertas de las consultas no estaban los nombres ni las especialidades de los médicos. Miraba a esas personas que esperaban, como yo, y me preguntaba si ellas mismas pensarían de mí qué clase de enfermedad padezco. Es un juego de espejos en el que a nadie le gusta mirarse, porque el problema siempre está en los otros, y no nos damos cuenta de que precisamente nosotros somos los otros de los otros.

    Y el caso es que jugamos a la lotería. Participamos en sorteos en los que pagamos por una ilusión de probabilidad más que escasa y nos cuesta aceptar que nos pueda tocar el premio del sorteo gratuito de la enfermedad. Miramos a los otros pensando que es cosa de ellos y dejamos nuestras cosas en el borde del plato de Duralex, resbalando con la ilusión de que se fueran a sujetar por un arnés invisible. Y el caso es que si la lenteja se queda pegada es porque está seca, así es que más nos vale resbalar. Es esa ley de la probabilidad implacable de la genética, la dura ley de la probabilidad que nos señala en todo este proceso que llamamos vida. En mi casa los platos de Duralex no eran de colores. Creo que eso del ámbar y el verde fue de tiempos más modernos. Lo nuestro siempre fue la transparencia. Y las ondas en el reborde, para conseguir una ilusión de salvación y eso que siempre hemos sabido que la ley es implacable. Dura lex, sed lex.

viernes, 12 de abril de 2024

Vademécum. (Audio)

 

Vademécum. (En Hoy por Hoy León, 12 de abril de 2024)

    Por un capricho de los gérmenes me oyes hoy con esta voz mocosa, bendito malestar. Siento que esta posibilidad que me da mi naturaleza de saberme enfermo es el modo en el que la propia naturaleza, en general, me advierte de la necesidad de estarme quieto, la conveniencia de que me quede quieto para el modo en el que deben fluir los acontecimientos en los próximos días. Y dirás, ¿qué narices es eso que dices que va a ocurrir en los próximos días? Pues verás, no tengo ni la más remota idea. Es más, entiendo que es imposible saberlo, pero sí que me doy cuenta de que hay una campanita interior que me manda parar. ¿No te ha pasado nunca? No, claro, tú no puedes parar. Como dice Héctor Escobar, nadie puede parar. El caso es que yo me vuelvo a buscar en los entresijos del rastro de los pañuelos de papel que voy dejando por donde paso y veo una señal que me acompaña. ¡Chico, para!

    Y como resulta que ya hemos dicho que no hay nada en la naturaleza que sea ajeno a todo lo demás, ese “para” que me grita mi cuerpo es tu parar, pese a la aceleración implacable de los días, pese al modo en el que trabaja el escáner de situaciones mirando por debajo de lo que pasa. Ese no poder parar. A mi madre le pasa. Si hubiera nacido en este tiempo, su condición habría tenido un nombre, unas siglas exactas que la habrían marcado y eso que, como dijo la directora del Bellido en el acto de celebración del quincuagésimo aniversario del centro, “las etiquetas se despegan”. Y es verdad que no hay nada como despegar etiquetas cuando hablamos de personas. ¿Ves? Ya estoy otra vez con ese runrún que no puede parar. Y el caso es que quiero detenerme en este sol de primavera que me ha puesto malo, que eso decía mi padre, que estos cambios de temperatura tan bruscos son los que te enferman.

    Parar en un momento hermoso. Pon por caso esa foto del miércoles en El Albéitar, en la presentación de Ese chico de la radio; pon por caso las voces de Los Modernos, presentando una canción que se llama Ese chico de la radio; pon por caso las palabras afectuosas de Joaquín Revuelta, poniendo en valor un libro que se llama Ese chico de la radio. Parar en un momento hermoso es mirar todo lo que va con uno, ese vademécum que nos acompaña. Lo que camina conmigo, ¡qué etimología más bonita para esa palabra en la que está escita la sanación! Todo eso que va conmigo, lo que meto en el cartapacio que contiene los papeles de la escuela, el libro ligero y manejable que llevo conmigo para consultar cuestiones fundamentales. Esas que no se encuentran en las búsquedas de Google, esas que están escritas entre risas y lágrimas, esas que llevamos en la carpeta de cartón azul de gomas atadas en las esquinas, que se nos ven por debajo de cada mirada, que son el libro que contiene todas las medicinas.

    Ese es el vademécum que me dice “para” y “cuídate” y “descansa” y “deja que te quieran”.

viernes, 5 de abril de 2024

Vade retro. (Audio)

 

Vade retro. (En Hoy por Hoy León, 5 de noviembre de 2024)

    No sé si has visto Una pastelería en Tokio, una película de dos mil quince que habla de la exclusión, de los estereotipos, de los prejuicios, de ese modo en el que los humanos separamos a otros humanos por razones que son de todo menos razones o por razonamientos irracionales, que me parece que es completamente el caso. Y lo rápido que se extienden los rumores, y lo fácil que nos resulta dar por ciertas verdades que no lo son o que podrían no serlo.

    Hasta el dulce más delicioso puede resultarnos repugnante, si nos dejamos llevar por la marea de la indignación. He tenido la tentación de contarte lo que pasa en la película, pero lo voy a dejar así, por si te entraran ganas de verla, para que te pille de sorpresa, aunque te puedo adelantar la belleza de los cerezos, las imágenes de una Tokio de calles estrechas, la sensibilidad del ritmo lento de la belleza. Y algunas frases que se caen como de los árboles, bajo la hipótesis de que todas las cosas que hay en el mundo tienen algo que contar: “¿Sabe jefe? Hemos nacido en este mundo para verlo, para escucharlo. No importa en qué nos convirtamos. No hace falta ser alguien en la vida. Cada uno de nosotros le da sentido a la vida de los demás”.

    Me parece que esa comprensión de la universalidad del cosmos es la belleza misma de la vida y por eso señalar la diferencia es cerrar los ojos a la realidad más evidente, la de que todo es uno y uno es todo, la de que me reconozco en los otros, como me veo en cada hoja del cerezo que de un día para otro ha perdido la flor y en cada insecto insignificante que alimenta la vida y hasta en el virus que te tiene sin voz y con fiebres. Siento que esa es la lección fundamental, la de la igualdad en la diferencia, y me paro una vez más en la perplejidad paradójica que desde siempre me detiene: ¿debemos ser tolerantes con la intolerancia? Mi amigo de La Vecilla me habla muchas veces del horror de la tibieza y entiendo su posición y creo que es verdad que debemos defender nuestras ideas. Es solo que ese vade retro, el rechazo visceral y compulsivo, no me gana como el abrazo generoso. 

    Va a ser que soy un hombre blandengue que llora cuando se emociona viendo películas sentimentales; va a ser que disfruto del gozo de abrazar a quien me hace daño, que me siento en la necesidad de incluir a los otros incluso en la diferencia más extrema, aunque eso no me impide pensar lo que yo pienso, sentir lo que yo siento y entender que tengo razón y por eso digo lo que digo y te cuento que esa película japonesa me recordó otra más antigua, una de dos mil ocho que se titula Despedidas y que me hace llorar cuando la veo, porque hubo un tiempo en el que no existían cartas y las personas se expresaban sus sentimientos unas a otras utilizando la forma y el tacto de las piedras y las piedras, sobre todo las piedras, están ahí siempre para asegurarte que el mundo existe y que hay una mano en la que cabe la tuya. El día nueve, en Armunia, el IES Antonio García Bellido celebra cincuenta años de educación soñando en plural. Una piedra sólida en la que apoyarse. ¡Vade retro, intolerancia!