Hay
un cielo en el que perderse. Cada uno sabe dónde está el suyo. Yo me lo imagino
como un flotar infinito, un deshacerse en nubes sin espuma, un modo de entrar
en lo hondo de lo que verdaderamente quieres. Desaparecer en ese cielo,
perderse en él, es entenderse con el mundo. Extrañar ese cielo duele en las
costuras que esconden la arquitectura material de las cosas.
Paseas
por los Jardines de San Francisco, con el despliegue de camiones de comida
callejera y la música de la fiesta, y miras a la cara a Neptuno y ves en él el
deseo de un cielo de aguas y tritones, un azul de sirenas y sueños de espuma.
La costura material de la alegría está en la espuma de las cervezas y en el
olor de la carne abrasada de buey, porque el pulso de lo terrenal no extraña nada
que no pueda acostarse en el pan de una hamburguesa.
Es
verdad que ese cielo es el mismo de San Isidoro, destapado en mercado medieval
y manos artesanas que hacen pan o pequeñas joyas, o manejan brasas bajo otras
carnes que no necesitan cama o tantas y tantas posibilidades de extrañare en
ese universo inmediato de la vida: pasear, jugar, charlar, entretener, comer… Verbos
impropios de este extrañamiento, este extrañar protagonista de un pensamiento tan
insensato como propiamente extraño.
Y
eso que lo verdaderamente extraño es poder respirar sin ese cielo en el que
conviene perderse, poder continuar con la tarde a pesar de ese chorizo que
vuelve una y otra vez por el esófago recordándote que lo material te envuelve,
que la grasa de las fiestas es un producto ignífugo, que el azúcar de las
golosinas es fuego en el páncreas y que la lona de las carpas es un espejismo
de blancura.
Extrañar
el cielo es olvidarse. Extrañar el suelo, abandonarse. La frontera entre el
olvido y el abandono es muy sutil. Es un riesgo que nunca debe correrse. Por
eso creo que perderse en el cielo es triunfar, porque es el modo de no poder
salir ya nunca de él y, por el contrario, asegurar un suelo en el que pisar es
negarse cualquier camino más allá de lo que se pueda masticar.
Extrañar
lo imposible. Beberse el mar.
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