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viernes, 29 de abril de 2022

Dentro de lo que cabe. (Audio)

 

Dentro de lo que cabe. (En Hoy por Hoy León, 29 de abril de 2022)

    La luz del Bierzo es otra, ya lo sabes. No es que me guste más, pero es otra. Es obra quizá de la humedad o de la intensidad de verdes o del anuncio del mar, pero allí hay otra luz. Aquí en León cambia el cielo, no solo la luz, como se veía ayer al atardecer contra la estampa de la catedral vista en la distancia desde la ronda. Y a la vista está que el cielo recortado es universal como la luna y se ve uno y el mismo en toda su presencia. Un cielo que es otro, pero es uno, local y universal, como todo. Local y universal, como creo que dijeron de Colinas en el reconocimiento que le hicieron esta semana en el IES Juan del Enzina. Un Colinas luminoso, me parece que se dijo, o al menos se pensó, al modo en como se habla de lo que tiene lustre, lo ilustrado, lo que se ve por la luz que recibe y la que emite. Luz bañezana en universo de poesía. Cielo. Luna. Mar. ¿Cómo era aquella luz que endiosaba mis horas?

    Cielo, el de todos. Luna, la de todos. Mar, el mar eterno que es uno y todo lo envuelve, Ponto, estéril piélago de agitadas olas nacido de Gea sin mediar el grato comercio. La belleza del acto de Colinas —la perfección de su discurso— me llegó a los oídos en esta tarde berciana de la que te hablo, una tarde de esas que tienen peligro por acumulación de ingenio, porque entre los diez profesores que comimos juntos había más de uno que, además de profesor de filosofía, es filósofo. Igual no te lo crees, pero tres de ellos crían o han criado gallinas, alguno con carné de pequeña explotación agrícola, no vayas a pensar que es cualquier cosa. Tener ese carné, según parece, te permite criar hasta cinco gallinas dentro de la legalidad. No te extrañe que haya alguna gallina que ha salido hegeliana, como a quien le sale una mala yerba en el parterre. Lo bueno de las gallinas, aunque sean hegelianas, es que ponen huevos. Las malas yerbas, en cambio, solo son promesas de inmortalidad. Y en esas andábamos, ya te digo, pendientes de la entropía, de la inmortalidad y el sábado en esa pelea que cada uno mantiene contra el lenguaje, robando frases de unos y otros, como acabo de hacer ahora, y colocando citas de clásicos y extraños en un festival de todos los colores. Luz berciana alumbrando ese encuentro de viejos compañeros, de nuevos colegas, de condena a la querencia, arrimados al amor del fuego que todo lo circunda, como todo se enreda en canciones posiblemente de Serrat o discursos de García Calvo. Melenas como la de Colinas. Guerra plena a todo lenguaje —silencio— para que la literatura no pinte de colorines la realidad, esa fantasía en la que nos ha dado por vivir.

    Colinas en el Juan, filosofía en la tarde de jueves. Parecería que la tos hubiera remitido, que la fiebre se hubiera aplacado, que otras batallas fueran posibles y eso que sabemos que si hay mariquitas es porque existen los pulgones, aunque sigamos vertiendo toneladas de herbicida y sepamos muy bien que las flores, cuando no se miran, se marchitan.

viernes, 22 de abril de 2022

Detrás de cada máscara. (Audio)

 

Detrás de cada máscara. (En Hoy por Hoy León. 22 de abril de 2022)

    Ahora que te has quitado la mascarilla se te notan en la cara los efectos del estrés. Siento que todo este tiempo de rostros encubiertos ha ido marcando nuevas cicatrices, aflorando manchas, enrojeciendo pequeños granos, exhibiendo sarpullidos mínimos. El paso del tiempo es tan implacable como el deterioro, la mera oxidación, ese fenómeno tan increíble que permite la vida y que es, en el mismo proceso, causa de la vida y causa directa del envejecimiento. Vivir es envejecer, claro.

    Incluso para quien destapa tras la mascarilla una piel perfecta, la oxidación es permanente. Hay una sombra de lamento en lo que digo, ya me doy cuenta, como si quisiera pensar que esa piel del bebé que fuimos fuera una quimera perdida, pero no es así. Me gustan las arrugas en la piel, las señales del tiempo que decía aquel poeta, y me gustan porque enseñan la historia de quien se las dibuja. Cicatrices, marcas, manchas, arrugas, imperfecciones cosecha de la propia vida. Uno evita mirar al espejo para no ver que ya no está al otro lado aquella cara de quince años y trata de reconocer el rostro de esa persona que se asoma, un rostro ajeno que está todos los días mirando en una pared del baño o que se ve de reojo en el vestíbulo en esa última ojeada antes de salir a la calle. Esa necesidad de esquiva no me parece que sea patológica, sino espontánea y natural, un principio básico de evitación del daño que no conlleva ninguna intención de negar las evidencias. Ahora bien, esa negación espontánea de la realidad no debe nunca confundirnos. Quiero decir que, aunque sigamos pensando que tenemos quince años en una especie de ilusión idealista, sabemos que esa puede que no sea la realidad que ven en nosotros los demás. Por eso, ahora que te veo más allá de los ojos, porque te has quitado la mascarilla, te reconozco diferente, te integro en otra categoría de personas conocidas, personas que fueron ojos.

    Personas que fueron ojos, huellas de la ansiedad y del tiempo, miedos que se transforman en gripes. Señales que se dibujaron escondidas y que ahora destapas en un gesto nuevo, este gesto de pintarte los labios, de recortarte bien la barba, de enseñarte como eres. Fíjate que te hablo de quitarte la mascarilla y me viene a la cabeza, no sabría decir por qué esa noticia de esta semana sobre la Mesa por León. Quizá sea una asociación de ideas fácil, quizá en lo que pienso es en eso, en que ha llegado el momento de quitarle la máscara a una iniciativa que desde sus primeros pasos mostró una piel delicada, una piel estirada por muchas tensiones que se pretendían aparcadas y que ahora sale a la luz por debajo de la máscara con todos sus arañazos. Una mesa muy nueva que ya está envejecida, que no gastada por el uso. Una mesa descompuesta, unida por pegamentos con déficit de poli-vinil-acetato. Una mesa con incrustaciones de escepticismo. Una mesa que se desarma una vez que nos quitamos la máscara y se ve la huella de todo este tiempo que ha pasado.

viernes, 8 de abril de 2022

A juzgar por los indicios. (Audio)

 

A juzgar por los indicios. (En Hoy por Hoy León, 8 de abril de 2022)

          Ya te has tomado al menos una limonada. Es un decir, ya me entiendes, que quizá no te guste o te parezca mal o no seas de León y no entiendas bien qué quiere decir eso de tomarse limonadas y fíjate que no utilizo la expresión matar judíos, que es la realmente apropiada en este contexto, aunque sea inapropiada en sí misma ­—lo apropiado y lo inapropiado conviven casi siempre—. En fin, que seguro que ya has estado en el entorno limonada o vas a estar esta tarde o mañana, porque esto es León y es lo que toca y tiene la limonada un efecto particular cuando se mezcla en el incienso de las procesiones, un efecto inapropiado y apropiado que santifica esta parte de la fiesta en la que se mezclan lo sagrado y lo profano.

         Sin ánimo de levantar sospechas ni de generar malestar en nadie, que uno piensa que es respetable toda creencia siempre que eso en lo que se cree no vaya contra la elemental dignidad de todo ser humano, me ha llamado la atención desde muy pequeño esta convivencia extraña entre religión y folclore, fe y fiesta, ayuno y exceso, iglesia y taberna. Vuelvo a decir, esa convivencia íntima de lo apropiado y lo inapropiado, esa sensación de recogimiento y calle, incienso y limonada. Fíjate que si pensásemos seriamente en el sentido de todo lo que hacemos en estos días más allá de la tradición cultural o, si quieres, por debajo de esa tradición cultural, tendrían que aparecer los verdaderos signos, los hechos reales que dan pie a la tradición. Y se observa un distanciamiento entre lo que es y lo que le da sentido, porque no hay en la mayoría de las personas que participan en las manifestaciones religiosas de estos días un sentimiento religioso más allá de la devoción por una imagen, por el color de una túnica, por la solemnidad de una tradición. Si nos dejásemos llevar por los indicios, diríamos que no hay iglesias bastantes para albergar a tantos fieles.

         Cuando era más joven y beligerante no podía entender todo este despilfarro de carrozas, tronos, figuras, flores, mantos, capas, terciopelos, estandartes, músicas, peinetas, encajes, cirios, calles ocupadas en nombre del hijo de un carpintero que hablaba del amor, la solidaridad y la pobreza como el modo apropiado de vivir. Y me parecía inapropiado participar de algo que termina siendo un modo de escenificar el triunfo de la opulencia. Ahora veo las cosas con más distancia y entiendo el discurso del acervo cultural, la pertenencia, la tradición, la institución social. Entiendo, y participo de la emoción de sentirme de mi pueblo cuando estamos todos en la calle compartiendo ese sentimiento, cuando la infancia nos admira de nuevo y nos quedamos parados viendo cómo desfilan los soldados romanos —en mi pueblo, “armaos”— haciendo el caracol y la estrella, como te pasa a ti cuando en el encuentro en la Plaza Mayor se para el tiempo. Me parece que son indicios de alguna cosa que no sabría nombrarte, alguna cosa que me habla de Genarín y de Nuestra Señora de las Angustias y Soledad, algo apropiado e inapropiado al mismo tiempo.

viernes, 1 de abril de 2022

A costa de tus propios sueños. (Audio)

 

A costa de tus propios sueños. (En Hoy por Hoy León, 1 de abril de 2022)

    Te has comprometido tanto con lo que sientes que es tu propio deber que ya no dejas sitio para que te crezcan sueños. También podría decirlo de otra manera, podría decir que te has comprometido tanto con el deber que ya no sabes qué es lo que sientes, que tu ser tú queda tan de lado que no hay nada que no sea eso que te has impuesto como deber. No creas que me parece mal, que sobre este tipo de cuestiones, y casi te diría que sobre cualquiera, he aprendido a no juzgar. Ya sabes de esa pelea mía con lo que está bien y lo que está mal, ese desorientado razonar que me impide juzgar los comportamientos de los otros, quizá por lo mucho que me he sometido a la exigencia moral de mi propio juicio, quizá por haber rodado hacia el desviado precipicio que conduce a la muerte de los hombres libres, quizá por no saber encontrar una piedra sólida desde la que fundamentar verdades incuestionables. Tal vez lo que ocurre es que el juicio moral, todo juicio moral, es por su propia condición una inmoralidad. En fin, que has decidido hacer lo que debes siempre, por encima de lo que en algún momento puedas pensar que te conviene y, por supuesto, mucho antes de hacer cualquier cosa que sencillamente quieres o que, sin más, te apetece.

    La clave para la felicidad, en este asunto de hacer o no hacer lo que uno debe, está, como en tantos casos, en el interior, en lo que te mueve a hacer eso que haces. Es viejo, viene del dieciocho, del ideal ilustrado, o puede que más atrás, ya sabes, aquello de obrar conforme al deber sencillamente por amor al deber mismo y no por cualquier otra motivación, como, por ejemplo, la posibilidad de obtener una recompensa, ya sea en forma de bien material o de satisfacción personal, de bienestar. La felicidad parece ser que no consiste en hacer lo que uno debe para sentirse bien, ni tan siquiera en hacerlo por una inclinación personal espontánea hacia el bien, ni mucho menos por el hecho de obtener una silla en el paraíso. La felicidad no es una recompensa, no es un resultado, no es una consecuencia. Por eso me admira la capacidad de renunciar a tus propios sueños, a tus deseos, a tus inclinaciones, para mantenerte firme en el cumplimiento de eso que te llega en forma de deber. Y sí, ya me doy cuenta de que decidir eso que sea el deber es una cuestión de mucho recorrido, por mucho que vea que tú lo tienes tan claramente definido.

    Es un deber que no se impone, y eso me causa mayor admiración, un deber querido, autoimpuesto, que tiene que ver con el cuidado de los otros, que es renuncia desde la libertad. Ese hallazgo, la libertad, es un demonio que te abraza y ya no te suelta. Es un tesoro que se engarza en tu coraje y yo lo admiro, no lo juzgo. Lo que pasa es que en mi modo de entender la libertad, esa elección que te hace esclavo, aunque sea del deber, aunque sea de un deber autoimpuesto, termina coartando tu propia libertad. Es por eso, quizá, que lo que te parece una negociación es solo una forma de rendición, eso que entiendes como deber es una respuesta al miedo.