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viernes, 29 de abril de 2022
Dentro de lo que cabe. (En Hoy por Hoy León, 29 de abril de 2022)
Cielo, el de todos. Luna, la de todos. Mar, el mar eterno que es uno y todo lo envuelve, Ponto, estéril piélago de agitadas olas nacido de Gea sin mediar el grato comercio. La belleza del acto de Colinas —la perfección de su discurso— me llegó a los oídos en esta tarde berciana de la que te hablo, una tarde de esas que tienen peligro por acumulación de ingenio, porque entre los diez profesores que comimos juntos había más de uno que, además de profesor de filosofía, es filósofo. Igual no te lo crees, pero tres de ellos crían o han criado gallinas, alguno con carné de pequeña explotación agrícola, no vayas a pensar que es cualquier cosa. Tener ese carné, según parece, te permite criar hasta cinco gallinas dentro de la legalidad. No te extrañe que haya alguna gallina que ha salido hegeliana, como a quien le sale una mala yerba en el parterre. Lo bueno de las gallinas, aunque sean hegelianas, es que ponen huevos. Las malas yerbas, en cambio, solo son promesas de inmortalidad. Y en esas andábamos, ya te digo, pendientes de la entropía, de la inmortalidad y el sábado en esa pelea que cada uno mantiene contra el lenguaje, robando frases de unos y otros, como acabo de hacer ahora, y colocando citas de clásicos y extraños en un festival de todos los colores. Luz berciana alumbrando ese encuentro de viejos compañeros, de nuevos colegas, de condena a la querencia, arrimados al amor del fuego que todo lo circunda, como todo se enreda en canciones posiblemente de Serrat o discursos de García Calvo. Melenas como la de Colinas. Guerra plena a todo lenguaje —silencio— para que la literatura no pinte de colorines la realidad, esa fantasía en la que nos ha dado por vivir.
viernes, 22 de abril de 2022
Detrás de cada máscara. (En Hoy por Hoy León. 22 de abril de 2022)
Incluso para quien destapa tras la mascarilla una piel perfecta, la oxidación es permanente. Hay una sombra de lamento en lo que digo, ya me doy cuenta, como si quisiera pensar que esa piel del bebé que fuimos fuera una quimera perdida, pero no es así. Me gustan las arrugas en la piel, las señales del tiempo que decía aquel poeta, y me gustan porque enseñan la historia de quien se las dibuja. Cicatrices, marcas, manchas, arrugas, imperfecciones cosecha de la propia vida. Uno evita mirar al espejo para no ver que ya no está al otro lado aquella cara de quince años y trata de reconocer el rostro de esa persona que se asoma, un rostro ajeno que está todos los días mirando en una pared del baño o que se ve de reojo en el vestíbulo en esa última ojeada antes de salir a la calle. Esa necesidad de esquiva no me parece que sea patológica, sino espontánea y natural, un principio básico de evitación del daño que no conlleva ninguna intención de negar las evidencias. Ahora bien, esa negación espontánea de la realidad no debe nunca confundirnos. Quiero decir que, aunque sigamos pensando que tenemos quince años en una especie de ilusión idealista, sabemos que esa puede que no sea la realidad que ven en nosotros los demás. Por eso, ahora que te veo más allá de los ojos, porque te has quitado la mascarilla, te reconozco diferente, te integro en otra categoría de personas conocidas, personas que fueron ojos.
Personas que fueron ojos, huellas de la ansiedad y del tiempo, miedos que se transforman en gripes. Señales que se dibujaron escondidas y que ahora destapas en un gesto nuevo, este gesto de pintarte los labios, de recortarte bien la barba, de enseñarte como eres. Fíjate que te hablo de quitarte la mascarilla y me viene a la cabeza, no sabría decir por qué esa noticia de esta semana sobre la Mesa por León. Quizá sea una asociación de ideas fácil, quizá en lo que pienso es en eso, en que ha llegado el momento de quitarle la máscara a una iniciativa que desde sus primeros pasos mostró una piel delicada, una piel estirada por muchas tensiones que se pretendían aparcadas y que ahora sale a la luz por debajo de la máscara con todos sus arañazos. Una mesa muy nueva que ya está envejecida, que no gastada por el uso. Una mesa descompuesta, unida por pegamentos con déficit de poli-vinil-acetato. Una mesa con incrustaciones de escepticismo. Una mesa que se desarma una vez que nos quitamos la máscara y se ve la huella de todo este tiempo que ha pasado.
viernes, 8 de abril de 2022
A juzgar por los indicios. (En Hoy por Hoy León, 8 de abril de 2022)
Ya te has tomado al menos una limonada. Es un decir, ya me entiendes, que quizá no te guste o te parezca mal o no seas de León y no entiendas bien qué quiere decir eso de tomarse limonadas y fíjate que no utilizo la expresión matar judíos, que es la realmente apropiada en este contexto, aunque sea inapropiada en sí misma —lo apropiado y lo inapropiado conviven casi siempre—. En fin, que seguro que ya has estado en el entorno limonada o vas a estar esta tarde o mañana, porque esto es León y es lo que toca y tiene la limonada un efecto particular cuando se mezcla en el incienso de las procesiones, un efecto inapropiado y apropiado que santifica esta parte de la fiesta en la que se mezclan lo sagrado y lo profano.
Sin ánimo de levantar sospechas ni de generar malestar en
nadie, que uno piensa que es respetable toda creencia siempre que eso en lo que
se cree no vaya contra la elemental dignidad de todo ser humano, me ha llamado
la atención desde muy pequeño esta convivencia extraña entre religión y
folclore, fe y fiesta, ayuno y exceso, iglesia y taberna. Vuelvo a decir, esa
convivencia íntima de lo apropiado y lo inapropiado, esa sensación de
recogimiento y calle, incienso y limonada. Fíjate que si pensásemos seriamente
en el sentido de todo lo que hacemos en estos días más allá de la tradición
cultural o, si quieres, por debajo de esa tradición cultural, tendrían que
aparecer los verdaderos signos, los hechos reales que dan pie a la tradición. Y
se observa un distanciamiento entre lo que es y lo que le da sentido, porque no
hay en la mayoría de las personas que participan en las manifestaciones
religiosas de estos días un sentimiento religioso más allá de la devoción por
una imagen, por el color de una túnica, por la solemnidad de una tradición. Si
nos dejásemos llevar por los indicios, diríamos que no hay iglesias bastantes
para albergar a tantos fieles.
Cuando era más joven y beligerante no podía entender todo
este despilfarro de carrozas, tronos, figuras, flores, mantos, capas, terciopelos,
estandartes, músicas, peinetas, encajes, cirios, calles ocupadas en nombre del
hijo de un carpintero que hablaba del amor, la solidaridad y la pobreza como el
modo apropiado de vivir. Y me parecía inapropiado participar de algo que
termina siendo un modo de escenificar el triunfo de la
opulencia. Ahora veo las cosas con más distancia y entiendo el discurso del
acervo cultural, la pertenencia, la tradición, la institución social. Entiendo,
y participo de la emoción de sentirme de mi pueblo cuando estamos todos en la
calle compartiendo ese sentimiento, cuando la infancia nos admira de nuevo y
nos quedamos parados viendo cómo desfilan los soldados romanos —en mi pueblo,
“armaos”— haciendo el caracol y la estrella, como te pasa a ti cuando en el encuentro
en la Plaza Mayor se para el tiempo. Me parece que son indicios de alguna cosa
que no sabría nombrarte, alguna cosa que me habla de Genarín y de Nuestra
Señora de las Angustias y Soledad, algo apropiado e inapropiado al mismo
tiempo.