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viernes, 22 de febrero de 2019
Un cable más largo. (Audio)
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Un cable más largo. (En Hoy por Hoy León, 22 de febrero de 2019)
Todo lo que siempre ha contado Olga
Rodríguez me ha parecido impresionante. Me estremecía el modo de decirnos por
la radio lo que estaba pasando en aquella pesadilla de la Segunda Guerra del
Golfo, aquella Guerra de Irak. Ha estado aquí en León esta semana para
participar en el ciclo de conferencias “Mujeres en conflicto” y se asomó el
martes a la Ventana en una entrevista que te recomiendo recuperar, si no la has
podido oír. Contó que ella siempre daba las crónicas desde el balcón, porque
tenía un cable muy corto para el teléfono y necesitaba salir para poder
comunicarse, pero ese día, el día en el que José Couso murió en el Hotel
Palestina de Bagdad, ella había conseguido, media hora antes del ataque, un
cable más largo que le permitió estar dentro de la habitación. ¿Te das cuenta?
Es esa sensación de que hay algo que tira de nosotros y nos coloca en cada
momento donde debemos estar. Ese cable que tira de nosotros, un cable corto o
un cable largo, la diferencia entre la sordera y la muerte. El cable de la vida
al que te agarras.
No me olvido de las fotos de López.
El ciclo de conferencias se ha organizado porque están las fotos de López en el
Museo de León, en una exposición que todavía estará abierta hasta el veintiocho
de febrero. Dice Olga Rodríguez que la información internacional es importante
porque todo nos afecta, porque todo lo que pasa en cualquier parte del mundo
nos afecta, y eso está escrito en las fotos de López. Nos afecta. Me interesa
el concepto “afección”, lo que nos afecta, lo que nos produce afección, lo que
nos aleja de cualquier modo de afectación. Fíjate: yo entiendo “afectación” en
el sentido de falta de sencillez más que en el de resultado de la acción de
afectar y en las fotos de López o en las palabras de Olga Rodríguez hay de todo
menos afectación y, por el contrario, nos afectan, como nos afecta cuanto
relatan. Me apena el vivir de quien no se siente concernido, de quien piensa
que todo lo que sucede solo tiene valor en relación al modo en que
personalmente le afecta. Es difícil escapar a ese galimatías de sentimientos y
dejarse tocar el corazón por lo que sucede lejos de la vida de uno. Es tan
difícil como sangrar por las heridas de otro, pero ya sabes lo que dice
Shakespeare en boca de aquel Shylock permanente: Si nos pincháis, ¿no sangramos? Si nos hacéis cosquillas, ¿no nos
reímos? Si nos envenenáis, ¿no nos morimos? Y si nos ultrajáis, ¿no nos
vengaremos? ¿Acaso no nos afecta todo lo que te pasa? ¿Cómo puedes pensar
por un momento que permanezco ajeno a tu desesperación? ¿Qué clase de veneno
tienes en la piel para que mi dolor no te alcance? ¿Es el veneno de la vida?
A veces uno siente que es la propia
vida la que nos hace insensibles, la que nos separa en el afecto de las cosas
que nos importan, las personas a las que queremos, las tareas que realmente
amamos. ¡Qué corto es el cable que nos ata al balcón del desafecto! ¡Qué
expuestos al bombardeo de la insensibilidad! Todo, absolutamente todo nos
afecta. Las afecciones del alma que decía Aristóteles son, por ejemplo, la cólera, el temor, el odio, el deseo, la envidia,
la compasión y todos los demás sentimientos de esta clase, que de ordinario
tienen por compañeros inevitables la pena y el placer. La pena y el placer,
los faroles que alumbran ciegos el carrusel de las pasiones. Todo lo lejos que
quieras, pero tan cerca como para llorar contigo cada instante de desoladora
desgracia.
viernes, 15 de febrero de 2019
Mancar y prestar. (Audio)
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Mancar y prestar. (En Hoy por Hoy León, 15 de febrero de 2019)
Lo dijimos aquí por lo bajo cuando salió candidato.
Contamos lo de que decía poesías a cuchillo por la Facultad de Filología, que
se trata de un actor que trae en la manga literatura y dijimos que, en su
pasión por los teatros, tuvo unas palabras poderosas sobre el Emperador. No sé
si te acuerdas. Ahora que ha ganado el Óscar ese que llaman Goya, León se llena
de homenajes. No es para menos. Esta tarde en uno de los partidos más decisivos
de la temporada para el ADEMAR; ayer en el Ayuntamiento; en junio, en las
fiestas, cuando sea el Pregonero y los que vendrán por unos rincones y por
otros. Me gusta mucho tanta visibilidad. Porque me dicen que tiene guasa para reírse, me suelto el
chiste, que ya ves tú cuánta visibilidad para quien tan poco ve. Estoy hablando
de Jesús Vidal, ya lo sabes, aunque no lo haya dicho. Me presta de su discurso ese rotundo “no saben lo que han
hecho”. Me encanta esa exclamación liberadora. ¿A quién se le ocurre decir que
los “discapaces” son capaces? ¿A quién se le ocurre pensar que puede ser válido
ese que es “minusválido”? ¿Quién se atreve a decir que puede ser normal ese
que...? ¡Basta!
Ayer hablaba con universitarios de la igualdad y de la
diferencia. Porque todas las personas somos diferentes, decían, pero merecemos
igualdad de oportunidades. Y yo decía que no estoy de acuerdo con eso y no
sabían ver bien por qué. No lo llegué a explicar del todo, porque uno siempre
pretende que las ideas surjan en los otros sin que nadie las imponga, que es la
única manera de ser libre en el pensamiento. Me hubiera gustado que lo dijeran
por sí solos, pero no lo hicieron y eso me “manca”, me hace daño. Me disgusta
que no se atrevieran a decir que, al mismo tiempo que somos diferentes, somos
esencialmente iguales, que no es una cuestión de igualdad de oportunidades,
sino de igualdad real y efectiva. Seguimos viendo diferente al diferente,
seguimos rezumando diferencia. Hemos aprendido a no decir “personas
minusválidas”, porque sabemos que nadie es menos válido que nadie. Yo solo
quiero hablar de personas, en eso creo que consiste la igualdad. Me parece que
el lenguaje crea realidad y que es muy importante tener cuidado con lo que
decimos. Por eso me gustó tanto que Jesús revelara la contradicción interna que
supone que los señores de la Academia, al darle a él el premio, hayan venido a
decir que el discapacitado ha sido el más capaz. ¡Y además una revelación! ¡No
sabes cómo me presta! ¡Los de la Academia no saben bien lo que han hecho!
Me presta su hablar lento. Me presta pensar solo en cosas
que me prestan. Me da lo que no tengo, me lo presta, me trae la risa, la
belleza, la ilusión. Todo homenaje a Jesús Vidal es poco, pero me manca pensar
en la posibilidad de que se convierta en un objeto de uso fácil, un elemento
para la decoración del salón, un jarrón en su peana que se muestra en
exposiciones y ferias. Otra fatal venganza del destino. Yo quiero ver que
efectivamente Jesús tiene un sitio en el mundo del teatro, en el cine, en la
realidad de la vida más allá de un flechazo de la genialidad de Fesser, que ya
sabemos que viene de otro planeta desde que nos iluminó, por lo menos a mí, con
el Milagro de P. Tinto. Para mí que el verdadero Goya para Jesús es toda esta
gozada del “me manca” y el “me presta”, todo este ser leonés y disfrutarlo
tanto, que puede que haya hecho más por León su gesto el día de la entrega del
Goya que toda la campaña de León Capital Gastronómica, aunque quizá eso sea
exagerar las cosas.
sábado, 9 de febrero de 2019
Veteado. (Audio)
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Veteado. (En Hoy por Hoy León, 8 de febrero de 2019)
Ya hace siglos que se nos metió en
la piel aquello de que la arruga es bella. Se lo inventó Adolfo Domínguez y
para mí que ese es su mejor verso. Ayer estaba aquí en León hablando de su
libro y no de sus prendas. No sé si has escuchado la entrevista que le hizo
Chelo aquí en la radio, en la que no hizo ni una concesión a la moda. Solo
literatura, solo sus lecturas, sus obsesiones, su complejidad, su novela.
También algo de su vida, el cine, la curiosidad, la inspiración. Me quedé
pensando que es un hombre veteado. Me gusta esa metáfora, un hombre lleno de
vetas que se suceden y contraponen.
Me imagino su cara encetada de
arrugas mientras le escucho decir que “Dios no castiga las maldades, sino que
castiga solamente los errores”. Entendamos Dios cada uno como pueda y centremos
la idea del castigo, porque ese es un asunto que interesa. Cuando era pequeño
necesitaba el castigo para compensar mis errores o mis maldades, que eso después
lo discutimos. Necesitaba pasar página con el castigo para poder estar en paz
y, si rompía una maceta jugando al fútbol en el patio, por error o por maldad,
ya digo que ese es un tema de después, salía corriendo a buscar a mi madre para
que me castigase. Lo prefería mil veces a la incertidumbre de esconderla y
pasar horas o días pensando en si me descubrirían. Siempre me pareció mejor
cobrar el castigo y poder seguir viendo tan contento los dibujos de Vicky el
Vikingo. Seguramente es porque soy muy tonto. La mayoría prefiere esconderse y
escapar. Pero, en el fondo, nos han educado en el castigo y parece que no
podemos vivir sin él. Ahora veo, sin embargo, que Dios no debería castigar en
absoluto, ni a los que yerran, ni a los que causan el mal por propia voluntad,
porque yo seguí jugando al fútbol en el patio. Me dicen que tengo ese síndrome
de “hiperresponsabilidad” —perdón por la palabra—; quizá me venga de la mano
del castigo divino. No me hace feliz, te lo aseguro.
De lo otro, de si lo que hay que castigar es el
error o sencillamente el mal, se cae por su propio peso: no hay que castigar.
¿Y qué hacemos con los que hacen daño, con quienes se portan mal, con los que
se equivocan y causan sufrimiento a los otros? Es algo que me produce mucho
desasosiego porque nunca me quise ver verdugo. Esa frase definitiva del primer
episodio de Juego de Tronos es fatal para mí: “el hombre que dicta la sentencia
debe blandir la espada”. Quien dicta una sentencia tiene que estar dispuesto a
ejecutarla por su propia mano, tiene que ser verdugo y yo con eso no puedo.
Cada vez me cuesta más blandir la espada, porque no es solución. He dictado
muchos castigos y los he ejecutado por mi mano, pero nunca he conseguido
arreglar nada. Decía en la entrevista Adolfo Domínguez que la violencia no
existe, que es biología, incluso más, pura física. En ese nivel de
determinación fisicalista yo me pierdo. En la jungla del bien y del mal no
puedo quedarme a calcular la velocidad de las partículas y me siento con más
incertidumbre que el propio Heisenberg —otra maravilla de serie americana, ¡qué
le vamos a hacer!—, y no creo que la ética sea un invento para sobrevivir. Por
cierto, que la idea de que Dios escribe el libro de la naturaleza con
caracteres matemáticos ya es de Galileo, si no queremos decir que eso mismo fue
pensado de otro modo por Pitágoras o por el propio Platón. Me quedo con la
imagen de hombre veteado. Esa sí que me gusta. La arruga es muy bella. Lo digo
de corazón.
viernes, 1 de febrero de 2019
Like a Rolling Stone. (Audio)
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Like a Rolling Stone. (En Hoy por Hoy León, 1 de febrero de 2019)
Desde hace unos días he decidido
dejar de tener el ceño fruncido. Me he cansado de tanta preocupación. No es que
no tenga motivos –¿a quién no le sobran?–, es que quiero poner mi voluntad en
el optimismo, que me he apuntado a fuego la idea de que menos es más y que
quiero rebajar en lo posible la tensión en todos los aspectos de mi vida, ahora
que empiezan con tanta fuerza esas prometedoras segundas rebajas. No quiero más
arrugas en la frente. Quiero rebajar la tensión, distenderlo todo, empezando
por el entrecejo, porque me he dado cuenta de que todo lo que deseas, te
atropella. No me acuerdo en dónde leí aquello de que hay que tener mucho
cuidado con los sueños, porque tienen una espantosa tendencia a cumplirse. No
es que quiera una vida ascética en plan estoico, no es exactamente eso, pero sí
que he visto que la solución a muchos problemas tiene que ver con eso que
llaman decrecimiento. Lo contaban hace poco los autores de La polis
secuestrada en la presentación del libro aquí en León, lo decían con
claridad meridiana, explicando las causas de la deshumanización de las
ciudades; en el fondo, la deshumanización de la humanidad, porque cada vez hay
más humanos que se deshumanizan viviendo en megalópolis o en ciudades lo bastante grandes para impedir la
humanidad. Todavía no voy a decir que nos esté pasando en una como la nuestra,
aunque quizá... Lo bueno es que hablaban de soluciones optimistas, soluciones
generosas como esa de la superación del desequilibrio por el decrecimiento.
Salí convencido, aunque luego me vi en el espejo cuando me cepillaba los
dientes y me sorprendí el ceño fruncido y me di cuenta de que todavía algo me
faltaba, algo que puede que no vaya ya a tener jamás.
¿Dónde está la clave? ¿Cómo salir de
ese pozo de insatisfacción? Los sabios de las escuelas helenísticas hablaban de
la superación del deseo, de la ausencia de pasiones, la impasibilidad, la
imperturbabilidad, el placer natural y moderado como una vía de escape hacia la
felicidad. Moderación, contención, contemplación, modelos éticos de la galaxia
más lejana, que nos suenan a chiste en nuestro mundo de consumo voraz, de
exceso permanente, de acción inmediata y a poder ser irreflexiva. ¡No! ¡No hace
falta que me señales con el dedo, que ya sé que yo no soy quien para hablar de
todo esto! No pretendo ni ser modelo ni moralizar. Me gusta sentir ese
optimismo que me permite creer que, en el principio, hace mucho tiempo, hubo un
hombre o una mujer que vio desaparecer detrás de un árbol, cerca de una lago,
un animal al que no pudo ponerle nombre. Yo le enseñé a estar como una piedra
que rueda, le enseñé a Bob Dylan y quizá eso es lo único bello que he sabido
hacer. ¿Te das cuenta? Eso es decrecer. No ir más allá de ese momento en el que
una canción explica la felicidad. Yo, que le enseñé a Bob Dylan, no puedo
querer más. Me parece que eso es tener un hijo. Eso y quitar para siempre el
frunce del entrecejo cuando lo vayas a mirar. Tener un hijo es situarse en el
mundo. Yo le enseñé a Bob Dylan a la más pequeña de los míos y situar ahí la
felicidad sí es un modelo para reivindicar. Es entender que hoy es uno de
febrero, que es este y no otro el día que hoy tenemos y que, pase lo que pase,
no está permitido fruncir el ceño, que es tu opción perseguir estrellas fugaces
o verlas brillar en la mirada de ese recién nacido que te atrapa el dedo
mientras le pillas llamando a las puertas del cielo.
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