Todo lo que siempre ha contado Olga
Rodríguez me ha parecido impresionante. Me estremecía el modo de decirnos por
la radio lo que estaba pasando en aquella pesadilla de la Segunda Guerra del
Golfo, aquella Guerra de Irak. Ha estado aquí en León esta semana para
participar en el ciclo de conferencias “Mujeres en conflicto” y se asomó el
martes a la Ventana en una entrevista que te recomiendo recuperar, si no la has
podido oír. Contó que ella siempre daba las crónicas desde el balcón, porque
tenía un cable muy corto para el teléfono y necesitaba salir para poder
comunicarse, pero ese día, el día en el que José Couso murió en el Hotel
Palestina de Bagdad, ella había conseguido, media hora antes del ataque, un
cable más largo que le permitió estar dentro de la habitación. ¿Te das cuenta?
Es esa sensación de que hay algo que tira de nosotros y nos coloca en cada
momento donde debemos estar. Ese cable que tira de nosotros, un cable corto o
un cable largo, la diferencia entre la sordera y la muerte. El cable de la vida
al que te agarras.
No me olvido de las fotos de López.
El ciclo de conferencias se ha organizado porque están las fotos de López en el
Museo de León, en una exposición que todavía estará abierta hasta el veintiocho
de febrero. Dice Olga Rodríguez que la información internacional es importante
porque todo nos afecta, porque todo lo que pasa en cualquier parte del mundo
nos afecta, y eso está escrito en las fotos de López. Nos afecta. Me interesa
el concepto “afección”, lo que nos afecta, lo que nos produce afección, lo que
nos aleja de cualquier modo de afectación. Fíjate: yo entiendo “afectación” en
el sentido de falta de sencillez más que en el de resultado de la acción de
afectar y en las fotos de López o en las palabras de Olga Rodríguez hay de todo
menos afectación y, por el contrario, nos afectan, como nos afecta cuanto
relatan. Me apena el vivir de quien no se siente concernido, de quien piensa
que todo lo que sucede solo tiene valor en relación al modo en que
personalmente le afecta. Es difícil escapar a ese galimatías de sentimientos y
dejarse tocar el corazón por lo que sucede lejos de la vida de uno. Es tan
difícil como sangrar por las heridas de otro, pero ya sabes lo que dice
Shakespeare en boca de aquel Shylock permanente: Si nos pincháis, ¿no sangramos? Si nos hacéis cosquillas, ¿no nos
reímos? Si nos envenenáis, ¿no nos morimos? Y si nos ultrajáis, ¿no nos
vengaremos? ¿Acaso no nos afecta todo lo que te pasa? ¿Cómo puedes pensar
por un momento que permanezco ajeno a tu desesperación? ¿Qué clase de veneno
tienes en la piel para que mi dolor no te alcance? ¿Es el veneno de la vida?
A veces uno siente que es la propia
vida la que nos hace insensibles, la que nos separa en el afecto de las cosas
que nos importan, las personas a las que queremos, las tareas que realmente
amamos. ¡Qué corto es el cable que nos ata al balcón del desafecto! ¡Qué
expuestos al bombardeo de la insensibilidad! Todo, absolutamente todo nos
afecta. Las afecciones del alma que decía Aristóteles son, por ejemplo, la cólera, el temor, el odio, el deseo, la envidia,
la compasión y todos los demás sentimientos de esta clase, que de ordinario
tienen por compañeros inevitables la pena y el placer. La pena y el placer,
los faroles que alumbran ciegos el carrusel de las pasiones. Todo lo lejos que
quieras, pero tan cerca como para llorar contigo cada instante de desoladora
desgracia.
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