“Aquí no hay tiendas. Ni móviles. Tampoco alguien a quien pedir
ayuda”. Es una frase del documental “Los Colores del Viento” en el que Iván
Menéndez cuenta la historia de Francine, una mujer francesa que vive sola en un
pueblo abandonado de la montaña astur leonesa. “Me tuve que organizar bien”,
dice Francine en una secuencia del documental. Organizarse bien, ¡menuda tarea!
Aprender a distinguir lo imprescindible de lo accesorio, acostumbrarse a la
autonomía total, sabiendo que todas las necesidades que te puedes permitir son
solo aquellas que tú solo puedas satisfacer. ¡Menuda heroicidad!
¿A quien asustaría saber que hay un reportaje sobre esta mujer en
Interviú? Poco importa. Me hacen pensar los colores del viento en historias sencillas,
que pesan más que los grandes escándalos millonarios que nos enfurecen acodados
a la barra del café de las mañanas. Vociferantes de salón que somos, dejando
pasar el tiempo en futuras investigaciones y juicios y declaraciones y demás
actuaciones reflexivas en las que los políticos se permitirán a sí mismos una
vez más todo aquello que se quieran permitir. Ni tiendas, ni móviles, ni
bancos, ni ruido, ni tráfico, eso sí, nadie a quien pedir ayuda. Necesidad de
ser mayores, dejar por fin atrás la infancia.
Historias sencillas, como la que me contaba el amigo Paco Alonso,
hablándome de un sanabrés que le vendió unas botas con canutillo y fuelle,
botas con toma de tierra, y le regaló una botella de vino a modo de tarjeta de
visita. “Como no tengo tarjetas”, le dijo, “llévate esta botella que lleva en
la etiqueta mi teléfono”. Hablábamos ese día, compartiendo la botella, otra vez
de las enfermedades de civilización y me decía que algo de lo que nos pasa es
que no somos capaces de asumir nuestra propia edad: los jóvenes pretenden ser
mayores de lo que son y los mayores queremos ser jóvenes. Puede ser. Nos habla
esa historia de Francine, la sencilla historia de su autonomía, su mayoría de
edad. Yo creo que no es tanto una cuestión de años, como de actitud. Se llama
también libertad. Libre para hacer, libre para opinar, libre para pensar. El
sentimiento del ser autónomo adulto, ese que realmente puede gozar la felicidad
al margen de todo plazo de tiempo.
Lo que nos frena, lo que nos enreda en el tejemaneje diario, en el
runrún de las prisas, el dinero, las compras, es lo contrario de la libertad,
se llama apego y rima con ego. Es con eso con lo que juegan quienes manejan la
pasta, con nuestros pequeñas envidias, nuestra pequeña ruindad, nuestra pueril
dependencia. Todos nos afanamos en ser ricos, famosos, reconocidos,
persiguiendo un ego que es solo el eco de la verdadera felicidad. Sé que
contarle todo esto a cualquiera de los millones de parados que hay en nuestro
país puede parecer un insulto, lo sé y pido perdón a quien se ofenda, aunque
creo que los cambios que necesitamos hacer no esperan y pasan por aquel viejo
sueño de la Ilustración que consiste en que alcancemos finalmente la mayoría de
edad.
Son pensamientos fríos, avivados por la estampa hermosa del cementerio
de Pardavé en una tarde de sol en la que pisábamos una delgada capa de nieve,
frente a la soledad de algún genio como Mozart en el día de su entierro.