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viernes, 30 de abril de 2021

 

Apéndice. (En Hoy por Hoy León, 30 de abril de 2021)

    Tengo la idea de que, si prestas la atención suficiente, la respuesta a todas tus dudas la tienes delante de los ojos. El problema está, por un lado, en saber ver las respuestas y, por otro, en saber reconocer que uno no puede tener seguridad en todo. Me acuerdo de un texto en el que mi compañera Maite escribió: “la duda de Rafa”. Estábamos en Cangas do Morrazo y teníamos un proyecto que se llamaba Traballar coa realidade. El texto en el que Maite había escrito aquello de la duda era el monólogo de Hamlet, seguramente uno de los más famosos del teatro, ese que empieza con el impenetrable “to be or not to be”. Lo que pasa es que, en aquel texto, se relacionaba el inquietante dudar que nos dejó Shakespeare, con el dudar metódico cartesiano. Metafísica y postureo. Te dejo a ti que determines.

    Hablar de metafísica es poco común y puede que inútil. Seguramente inútil en opinión de la mayoría, esa mayoría que encuentra en su vida todo el apoyo de la realidad para sostener unos principios sólidos que le dictan lo correcto. A menudo esa solidez está del lado de la utilidad y las personas que no tienen nunca dudas resuelven con la guillotina de lo que les sirve para algo y lo que no, una cuchilla inmisericorde que les permite dormir con la seguridad de que han hecho lo que les convenía. Y ese territorio fangoso de lo que conviene hacer, lo que puedo hacer, lo que me gusta hacer, lo que quiero hacer, lo que debo hacer, es el lodo que nos cubre de dudas a los que no tenemos tan clara la realidad y nos cuestionamos el modo de determinarla para poder trabajar con ella. La duda que siempre me acompaña. La pregunta a toda hora encañonada. Otro modo de poder dormir, otra manera de tener la conciencia tranquila: la seguridad de haber buscado más allá de la primera y más evidente de las respuestas, esa que decimos de la utilidad que nos conviene.

    Que La Mancha es ya del color de las amapolas es tan bello como pernicioso, porque el verde puro de las siembras vestidas de herbicida es el futuro de la espiga. Que resista la vida inapropiada en las cunetas es solo una señal de que lo inútil tiene sitio mientras la cosecha esté a salvo de toda mala hierba, un bodegón de campos que prosperan. La poesía, la duda metafísica de lo que es, se estampa como resabio inútil que estorba la rentabilidad de cuanto pasa. Una pena, una señal en esta realidad construida a imagen y semejanza de esa estúpida seguridad de que solo vale lo que tiene precio y que, surgiendo de la nada —ya sabes, Groucho—, nos ha empujado a las más altas cimas de la miseria. Y si el miércoles estaba en la calle Cabrera a las ocho y veinte de la mañana oyendo la historia de ese niño que se puso malo en la Cabrera y que de Puente de Domingo Flórez tuvo que ir hasta Villafranca a que lo atendieran, solo podía tratarse de una señal para hablar de él. Terminó en el Hospital del Bierzo con sospecha de apendicitis, pero hablaba su familia de qué hubiera pasado si le hubiera ocurrido algo por el camino. Una duda impropia de este mundo de utilidad y rentabilidad. Me quedé pensando en el apéndice, esa cosa tan aparentemente inútil que, si se infecta y no lo quitas, te mata. Y he mirado por ahí y he visto que quizá sea prescindible, pero que inútil, lo que se dice inútil, en nosotros no hay nada de nada.

viernes, 16 de abril de 2021

Axila. (Audio)

 

Axila. (En Hoy por Hoy León, 16 de abril de 2021)

    Me gusta pensar en cosas que hay porque no hay. Me viene de la época de la escuela, de cuando me costaba diferenciar lo que es cóncavo de lo convexo y poníamos la mano haciendo un arco que, claro está, no nos servía de mucho porque dibujar con la mano un arco cóncavo era a la vez describir uno convexo. Luego, cuando estudié análisis de funciones, en Matemáticas, ya me fue mucho más sencillo entenderlo, pero con los espejos o con los dibujos, con los objetos reales, siempre veía a la vez lo cóncavo y lo convexo. ¡Qué curioso! La abstracción matemática me sirvió para comprenderlo, porque tenía claro el punto de referencia. El hecho de separar mi mirada del mundo me permitió ver el mundo.

    En realidad, concavidad y convexidad son dos aspectos de la misma observación y solo depende del punto de vista que se adopta la decisión de decantarse por uno o por otro. Seguro que se podría desarrollar una teoría sobre la psicología de la concavidad y la convexidad, algún tipo de test proyectivo que nos permitiera decidir cómo somos en función de la curvatura de nuestro mundo. Un mundo que se curva hacia adentro o un mundo que se curva hacia afuera.

    Esto de la realidad de lo que no es lo he pensado muchas veces observando los arcos del Panteón de los Reyes, uno de mis lugares preferidos de León. Más allá de las pinturas, de la magia de las pinturas, de la impresión que siempre me producen las pinturas, me envuelve el vuelo de los arcos, su perfecta geometría, el modo sencillo en el que elevan la pintura del Cristo en majestad, sedente con los pies apoyados en el mundo. Pero los arcos, con estar, en realidad no están, porque sostienen las bóvedas y se funden en ellas. Es la convexidad de los arcos lo que dibuja la concavidad de las bóvedas. Dirás que no tengo ni idea de arquitectura, y es verdad, es solo que cuando estoy allí, siento que desaparece el mundo y solo queda la belleza de las formas que se dibujan en lo que queda en hueco. ¿Sabes? Es como si el espacio que se abre bajo esas bóvedas que son la Capilla Sixtina del románico, algo que no tiene entidad, fuese la realidad que más me conmueve cuando estoy allí. El hueco que queda.

    Me parece que en el mundo hay muchas cosas que están hechas para encajar así. La convexidad de la espalda que se acurruca contra el pecho cóncavo que abraza. La mano cóncava que acaricia la convexidad del otro. Apretar el hueco hasta su infinita pequeñez. Sentir su comprimida presencia en el abrazo, en la caricia, en el juego. Hacer del hueco la verdad. Quizá es eso lo que me pasa en el Panteón de los Reyes, que me aplasta el hueco de la belleza y me tritura, me desaparece y me ilumina, me alumbra, me despierta a la realidad perfecta de lo que no es. Me funde. Como el juego, la caricia y el abrazo. Quizá sea eso, sí. Esa magnífica impresión de desaparecer, de desvanecerse en la belleza. Es como cuando piensas en la axila, el motor de la risa en las cosquillas, espacio cóncavo en lo que no es, el hueco que queda, porque lo convexo, lo otro, es hombro o es brazo. 

    La axila es el arco de la bóveda más divertida del cuerpo.

viernes, 9 de abril de 2021

Pestañas. (Audio)

 

Pestañas. (En Hoy por Hoy León, 9 de abril de 2021)

     Cerca del centro de salud de Pinilla me crucé con un coche blanco al que habían dibujado unas rayas negras alrededor de los faros como si fuesen pestañas. Me pareció muy ingenioso el “tuneo” y pensé que era un modo curioso de humanizar la máquina, pero no en el sentido de eliminar lo que nos separa de nuestra naturaleza, sino como una muestra más de esa tendencia enfermiza que nos coloca en el centro de todas las cosas, hacer que las cosas entren en el embudo de lo humano. Uno piensa siempre que todo gira a su alrededor. Es inevitable. Y no es una cuestión de ego: sencillamente es así. Todo lo comprendemos desde un punto de vista único, el nuestro. Los demás puntos de vista los tenemos que pensar, no los sentimos. Por eso, al ver las rayas negras pintadas en los faros de aquel coche, noté unos ojos que me miraban. No un coche tuneado, sino una mirada que se me clavaba.

    La humanización de las cosas es casi tan arrolladora como la deshumanización de los humanos. Tuve esa sensación de pérdida de humanidad en el Palacio de Congresos al ver la fila de quienes esperaban para recibir la vacuna. Una fila larga que se movía como una serpiente sigilosa y veloz hacia los colorines de la puerta, que se iba tragando como un sumidero sin atascos ese hilo de obediencia del que tiraba el consabido bien mayor: la inmunidad de rebaño. No obstante, más allá de la pared de colorines de la entrada, el ambiente se hacía más oscuro y las tiendas militares, las cajas metálicas del ejército apiladas contra la pared, el despliegue del personal de organización y sanitario, la multiplicación de las filas, hablaban ya claramente de lo que estaba a punto de ocurrir: brazos desnudos, miradas abultadas de miedo en la primera espera tras el pinchazo, latidos de ansiedad en guardia ante los primeros síntomas; los mensajes de texto corriendo de móvil en móvil con los anuncios. Yo no tengo nada, yo estoy fatal, fulanito dice, menganito cuenta. Quince minutos, cuarenta y ocho horas, dos semanas observándote. Tú, objeto y sujeto de la misma observación.

    Parece que las pestañas son extremadamente sensibles al tacto, de manera que cualquier contacto con ellas baja la persiana de los párpados con un movimiento reflejo que es instantáneo. Los que hemos padecido conjuntivitis sabemos cómo se cierran los párpados cuando las pestañas se aprietan y los sellan con legañas. Parece increíble que un mecanismo tan sencillo pueda protegernos tanto. Por el contrario, toda esta sofisticación técnica que nos rodea, desde el coche tuneado a la vacuna de ARN mensajero, no termina de despejar dudas sobre su bondad. El bien y el mal se mezclan en los telediarios con noticias que alarman y tranquilizan, esperanza que va, miedo que viene. Si de verdad fuesen tan sensibles las pestañas estaríamos a toda hora de ojos cerrados.

    A lo mejor los dejamos abiertos con la idea de espantar el miedo o por mantener en pie aquella seguidilla melonera: “manojo de alfileres son tus pestañas; cada vez que me miras, tú me las clavas”.