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viernes, 9 de abril de 2021

Pestañas. (En Hoy por Hoy León, 9 de abril de 2021)

     Cerca del centro de salud de Pinilla me crucé con un coche blanco al que habían dibujado unas rayas negras alrededor de los faros como si fuesen pestañas. Me pareció muy ingenioso el “tuneo” y pensé que era un modo curioso de humanizar la máquina, pero no en el sentido de eliminar lo que nos separa de nuestra naturaleza, sino como una muestra más de esa tendencia enfermiza que nos coloca en el centro de todas las cosas, hacer que las cosas entren en el embudo de lo humano. Uno piensa siempre que todo gira a su alrededor. Es inevitable. Y no es una cuestión de ego: sencillamente es así. Todo lo comprendemos desde un punto de vista único, el nuestro. Los demás puntos de vista los tenemos que pensar, no los sentimos. Por eso, al ver las rayas negras pintadas en los faros de aquel coche, noté unos ojos que me miraban. No un coche tuneado, sino una mirada que se me clavaba.

    La humanización de las cosas es casi tan arrolladora como la deshumanización de los humanos. Tuve esa sensación de pérdida de humanidad en el Palacio de Congresos al ver la fila de quienes esperaban para recibir la vacuna. Una fila larga que se movía como una serpiente sigilosa y veloz hacia los colorines de la puerta, que se iba tragando como un sumidero sin atascos ese hilo de obediencia del que tiraba el consabido bien mayor: la inmunidad de rebaño. No obstante, más allá de la pared de colorines de la entrada, el ambiente se hacía más oscuro y las tiendas militares, las cajas metálicas del ejército apiladas contra la pared, el despliegue del personal de organización y sanitario, la multiplicación de las filas, hablaban ya claramente de lo que estaba a punto de ocurrir: brazos desnudos, miradas abultadas de miedo en la primera espera tras el pinchazo, latidos de ansiedad en guardia ante los primeros síntomas; los mensajes de texto corriendo de móvil en móvil con los anuncios. Yo no tengo nada, yo estoy fatal, fulanito dice, menganito cuenta. Quince minutos, cuarenta y ocho horas, dos semanas observándote. Tú, objeto y sujeto de la misma observación.

    Parece que las pestañas son extremadamente sensibles al tacto, de manera que cualquier contacto con ellas baja la persiana de los párpados con un movimiento reflejo que es instantáneo. Los que hemos padecido conjuntivitis sabemos cómo se cierran los párpados cuando las pestañas se aprietan y los sellan con legañas. Parece increíble que un mecanismo tan sencillo pueda protegernos tanto. Por el contrario, toda esta sofisticación técnica que nos rodea, desde el coche tuneado a la vacuna de ARN mensajero, no termina de despejar dudas sobre su bondad. El bien y el mal se mezclan en los telediarios con noticias que alarman y tranquilizan, esperanza que va, miedo que viene. Si de verdad fuesen tan sensibles las pestañas estaríamos a toda hora de ojos cerrados.

    A lo mejor los dejamos abiertos con la idea de espantar el miedo o por mantener en pie aquella seguidilla melonera: “manojo de alfileres son tus pestañas; cada vez que me miras, tú me las clavas”.

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