Desde hace unos días he decidido
dejar de tener el ceño fruncido. Me he cansado de tanta preocupación. No es que
no tenga motivos –¿a quién no le sobran?–, es que quiero poner mi voluntad en
el optimismo, que me he apuntado a fuego la idea de que menos es más y que
quiero rebajar en lo posible la tensión en todos los aspectos de mi vida, ahora
que empiezan con tanta fuerza esas prometedoras segundas rebajas. No quiero más
arrugas en la frente. Quiero rebajar la tensión, distenderlo todo, empezando
por el entrecejo, porque me he dado cuenta de que todo lo que deseas, te
atropella. No me acuerdo en dónde leí aquello de que hay que tener mucho
cuidado con los sueños, porque tienen una espantosa tendencia a cumplirse. No
es que quiera una vida ascética en plan estoico, no es exactamente eso, pero sí
que he visto que la solución a muchos problemas tiene que ver con eso que
llaman decrecimiento. Lo contaban hace poco los autores de La polis
secuestrada en la presentación del libro aquí en León, lo decían con
claridad meridiana, explicando las causas de la deshumanización de las
ciudades; en el fondo, la deshumanización de la humanidad, porque cada vez hay
más humanos que se deshumanizan viviendo en megalópolis o en ciudades lo bastante grandes para impedir la
humanidad. Todavía no voy a decir que nos esté pasando en una como la nuestra,
aunque quizá... Lo bueno es que hablaban de soluciones optimistas, soluciones
generosas como esa de la superación del desequilibrio por el decrecimiento.
Salí convencido, aunque luego me vi en el espejo cuando me cepillaba los
dientes y me sorprendí el ceño fruncido y me di cuenta de que todavía algo me
faltaba, algo que puede que no vaya ya a tener jamás.
¿Dónde está la clave? ¿Cómo salir de
ese pozo de insatisfacción? Los sabios de las escuelas helenísticas hablaban de
la superación del deseo, de la ausencia de pasiones, la impasibilidad, la
imperturbabilidad, el placer natural y moderado como una vía de escape hacia la
felicidad. Moderación, contención, contemplación, modelos éticos de la galaxia
más lejana, que nos suenan a chiste en nuestro mundo de consumo voraz, de
exceso permanente, de acción inmediata y a poder ser irreflexiva. ¡No! ¡No hace
falta que me señales con el dedo, que ya sé que yo no soy quien para hablar de
todo esto! No pretendo ni ser modelo ni moralizar. Me gusta sentir ese
optimismo que me permite creer que, en el principio, hace mucho tiempo, hubo un
hombre o una mujer que vio desaparecer detrás de un árbol, cerca de una lago,
un animal al que no pudo ponerle nombre. Yo le enseñé a estar como una piedra
que rueda, le enseñé a Bob Dylan y quizá eso es lo único bello que he sabido
hacer. ¿Te das cuenta? Eso es decrecer. No ir más allá de ese momento en el que
una canción explica la felicidad. Yo, que le enseñé a Bob Dylan, no puedo
querer más. Me parece que eso es tener un hijo. Eso y quitar para siempre el
frunce del entrecejo cuando lo vayas a mirar. Tener un hijo es situarse en el
mundo. Yo le enseñé a Bob Dylan a la más pequeña de los míos y situar ahí la
felicidad sí es un modelo para reivindicar. Es entender que hoy es uno de
febrero, que es este y no otro el día que hoy tenemos y que, pase lo que pase,
no está permitido fruncir el ceño, que es tu opción perseguir estrellas fugaces
o verlas brillar en la mirada de ese recién nacido que te atrapa el dedo
mientras le pillas llamando a las puertas del cielo.
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