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viernes, 1 de febrero de 2019

Like a Rolling Stone. (En Hoy por Hoy León, 1 de febrero de 2019)


Desde hace unos días he decidido dejar de tener el ceño fruncido. Me he cansado de tanta preocupación. No es que no tenga motivos –¿a quién no le sobran?–, es que quiero poner mi voluntad en el optimismo, que me he apuntado a fuego la idea de que menos es más y que quiero rebajar en lo posible la tensión en todos los aspectos de mi vida, ahora que empiezan con tanta fuerza esas prometedoras segundas rebajas. No quiero más arrugas en la frente. Quiero rebajar la tensión, distenderlo todo, empezando por el entrecejo, porque me he dado cuenta de que todo lo que deseas, te atropella. No me acuerdo en dónde leí aquello de que hay que tener mucho cuidado con los sueños, porque tienen una espantosa tendencia a cumplirse. No es que quiera una vida ascética en plan estoico, no es exactamente eso, pero sí que he visto que la solución a muchos problemas tiene que ver con eso que llaman decrecimiento. Lo contaban hace poco los autores de La polis secuestrada en la presentación del libro aquí en León, lo decían con claridad meridiana, explicando las causas de la deshumanización de las ciudades; en el fondo, la deshumanización de la humanidad, porque cada vez hay más humanos que se deshumanizan viviendo en megalópolis o en  ciudades lo bastante grandes para impedir la humanidad. Todavía no voy a decir que nos esté pasando en una como la nuestra, aunque quizá... Lo bueno es que hablaban de soluciones optimistas, soluciones generosas como esa de la superación del desequilibrio por el decrecimiento. Salí convencido, aunque luego me vi en el espejo cuando me cepillaba los dientes y me sorprendí el ceño fruncido y me di cuenta de que todavía algo me faltaba, algo que puede que no vaya ya a tener jamás.

¿Dónde está la clave? ¿Cómo salir de ese pozo de insatisfacción? Los sabios de las escuelas helenísticas hablaban de la superación del deseo, de la ausencia de pasiones, la impasibilidad, la imperturbabilidad, el placer natural y moderado como una vía de escape hacia la felicidad. Moderación, contención, contemplación, modelos éticos de la galaxia más lejana, que nos suenan a chiste en nuestro mundo de consumo voraz, de exceso permanente, de acción inmediata y a poder ser irreflexiva. ¡No! ¡No hace falta que me señales con el dedo, que ya sé que yo no soy quien para hablar de todo esto! No pretendo ni ser modelo ni moralizar. Me gusta sentir ese optimismo que me permite creer que, en el principio, hace mucho tiempo, hubo un hombre o una mujer que vio desaparecer detrás de un árbol, cerca de una lago, un animal al que no pudo ponerle nombre. Yo le enseñé a estar como una piedra que rueda, le enseñé a Bob Dylan y quizá eso es lo único bello que he sabido hacer. ¿Te das cuenta? Eso es decrecer. No ir más allá de ese momento en el que una canción explica la felicidad. Yo, que le enseñé a Bob Dylan, no puedo querer más. Me parece que eso es tener un hijo. Eso y quitar para siempre el frunce del entrecejo cuando lo vayas a mirar. Tener un hijo es situarse en el mundo. Yo le enseñé a Bob Dylan a la más pequeña de los míos y situar ahí la felicidad sí es un modelo para reivindicar. Es entender que hoy es uno de febrero, que es este y no otro el día que hoy tenemos y que, pase lo que pase, no está permitido fruncir el ceño, que es tu opción perseguir estrellas fugaces o verlas brillar en la mirada de ese recién nacido que te atrapa el dedo mientras le pillas llamando a las puertas del cielo.

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