Ya te has tomado al menos una limonada. Es un decir, ya me entiendes, que quizá no te guste o te parezca mal o no seas de León y no entiendas bien qué quiere decir eso de tomarse limonadas y fíjate que no utilizo la expresión matar judíos, que es la realmente apropiada en este contexto, aunque sea inapropiada en sí misma —lo apropiado y lo inapropiado conviven casi siempre—. En fin, que seguro que ya has estado en el entorno limonada o vas a estar esta tarde o mañana, porque esto es León y es lo que toca y tiene la limonada un efecto particular cuando se mezcla en el incienso de las procesiones, un efecto inapropiado y apropiado que santifica esta parte de la fiesta en la que se mezclan lo sagrado y lo profano.
Sin ánimo de levantar sospechas ni de generar malestar en
nadie, que uno piensa que es respetable toda creencia siempre que eso en lo que
se cree no vaya contra la elemental dignidad de todo ser humano, me ha llamado
la atención desde muy pequeño esta convivencia extraña entre religión y
folclore, fe y fiesta, ayuno y exceso, iglesia y taberna. Vuelvo a decir, esa
convivencia íntima de lo apropiado y lo inapropiado, esa sensación de
recogimiento y calle, incienso y limonada. Fíjate que si pensásemos seriamente
en el sentido de todo lo que hacemos en estos días más allá de la tradición
cultural o, si quieres, por debajo de esa tradición cultural, tendrían que
aparecer los verdaderos signos, los hechos reales que dan pie a la tradición. Y
se observa un distanciamiento entre lo que es y lo que le da sentido, porque no
hay en la mayoría de las personas que participan en las manifestaciones
religiosas de estos días un sentimiento religioso más allá de la devoción por
una imagen, por el color de una túnica, por la solemnidad de una tradición. Si
nos dejásemos llevar por los indicios, diríamos que no hay iglesias bastantes
para albergar a tantos fieles.
Cuando era más joven y beligerante no podía entender todo
este despilfarro de carrozas, tronos, figuras, flores, mantos, capas, terciopelos,
estandartes, músicas, peinetas, encajes, cirios, calles ocupadas en nombre del
hijo de un carpintero que hablaba del amor, la solidaridad y la pobreza como el
modo apropiado de vivir. Y me parecía inapropiado participar de algo que
termina siendo un modo de escenificar el triunfo de la
opulencia. Ahora veo las cosas con más distancia y entiendo el discurso del
acervo cultural, la pertenencia, la tradición, la institución social. Entiendo,
y participo de la emoción de sentirme de mi pueblo cuando estamos todos en la
calle compartiendo ese sentimiento, cuando la infancia nos admira de nuevo y
nos quedamos parados viendo cómo desfilan los soldados romanos —en mi pueblo,
“armaos”— haciendo el caracol y la estrella, como te pasa a ti cuando en el encuentro
en la Plaza Mayor se para el tiempo. Me parece que son indicios de alguna cosa
que no sabría nombrarte, alguna cosa que me habla de Genarín y de Nuestra
Señora de las Angustias y Soledad, algo apropiado e inapropiado al mismo
tiempo.
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