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viernes, 1 de abril de 2022

A costa de tus propios sueños. (En Hoy por Hoy León, 1 de abril de 2022)

    Te has comprometido tanto con lo que sientes que es tu propio deber que ya no dejas sitio para que te crezcan sueños. También podría decirlo de otra manera, podría decir que te has comprometido tanto con el deber que ya no sabes qué es lo que sientes, que tu ser tú queda tan de lado que no hay nada que no sea eso que te has impuesto como deber. No creas que me parece mal, que sobre este tipo de cuestiones, y casi te diría que sobre cualquiera, he aprendido a no juzgar. Ya sabes de esa pelea mía con lo que está bien y lo que está mal, ese desorientado razonar que me impide juzgar los comportamientos de los otros, quizá por lo mucho que me he sometido a la exigencia moral de mi propio juicio, quizá por haber rodado hacia el desviado precipicio que conduce a la muerte de los hombres libres, quizá por no saber encontrar una piedra sólida desde la que fundamentar verdades incuestionables. Tal vez lo que ocurre es que el juicio moral, todo juicio moral, es por su propia condición una inmoralidad. En fin, que has decidido hacer lo que debes siempre, por encima de lo que en algún momento puedas pensar que te conviene y, por supuesto, mucho antes de hacer cualquier cosa que sencillamente quieres o que, sin más, te apetece.

    La clave para la felicidad, en este asunto de hacer o no hacer lo que uno debe, está, como en tantos casos, en el interior, en lo que te mueve a hacer eso que haces. Es viejo, viene del dieciocho, del ideal ilustrado, o puede que más atrás, ya sabes, aquello de obrar conforme al deber sencillamente por amor al deber mismo y no por cualquier otra motivación, como, por ejemplo, la posibilidad de obtener una recompensa, ya sea en forma de bien material o de satisfacción personal, de bienestar. La felicidad parece ser que no consiste en hacer lo que uno debe para sentirse bien, ni tan siquiera en hacerlo por una inclinación personal espontánea hacia el bien, ni mucho menos por el hecho de obtener una silla en el paraíso. La felicidad no es una recompensa, no es un resultado, no es una consecuencia. Por eso me admira la capacidad de renunciar a tus propios sueños, a tus deseos, a tus inclinaciones, para mantenerte firme en el cumplimiento de eso que te llega en forma de deber. Y sí, ya me doy cuenta de que decidir eso que sea el deber es una cuestión de mucho recorrido, por mucho que vea que tú lo tienes tan claramente definido.

    Es un deber que no se impone, y eso me causa mayor admiración, un deber querido, autoimpuesto, que tiene que ver con el cuidado de los otros, que es renuncia desde la libertad. Ese hallazgo, la libertad, es un demonio que te abraza y ya no te suelta. Es un tesoro que se engarza en tu coraje y yo lo admiro, no lo juzgo. Lo que pasa es que en mi modo de entender la libertad, esa elección que te hace esclavo, aunque sea del deber, aunque sea de un deber autoimpuesto, termina coartando tu propia libertad. Es por eso, quizá, que lo que te parece una negociación es solo una forma de rendición, eso que entiendes como deber es una respuesta al miedo.

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