Escribo
el día de San Juan, al caer la tarde, con el olor a tierra mojada de este amago
de tormenta y la sensación de que las cuatro gotas que han caído no han servido
para apagar el calor de estos días primeros de verano. Se mueve el viento más
allá de las ventanas y anuncia una esperanza de tormenta mayor, una esperanza
que me parece vana. Me gusta ese adjetivo, porque siempre pensamos en el fruto
de los procesos y creemos que los cultivos tienen que fructificar, que nuestras
conductas se tienen que recompensar, que nuestros afectos tienen que alcanzar
la piel de los que amamos. Pero no siempre se afectan, ni nos recompensan, ni los
procesos dan frutos. Hay mucho esfuerzo que es en vano, que no genera vanidad,
que se pierde en la puerta enladrillada de la ignorancia.
Escribo
el día de San Juan después de una noche sin fuego. Después de un día sin
fiesta. Después de un santo sin cuelga. No llega por la vereda de la semana
grande el giro de las tazas locas, las sirenas de los cochecitos de choque, la
espuma de azúcar, los saltos del Hípico, los gigantes y cabezudos. No sigo, que
te veo la tristeza detrás de la mascarilla y eso que quizá ni tan siquiera te
gusta mucho la fiesta. Te veo la pesadez de todo este tiempo de confín en las
arrugas de los ojos, que se te han remarcado con los días sin gente, los días
de pantalla, de gente en la pantalla. Días de un futuro que nunca habíamos
pensado que podríamos tener que vivir.
Escribo
el día de San Juan. El primer San Juan de la “ene ene”, que dijimos. El primer
San Juan sin fuego que yo recuerdo. Sin fuego. Escribo con frases cortas para
mencionar la ausencia. Sabes que siento esa ausencia de fruto en la vaina, la
constatación de la fruta vana, el vacío de tanto trabajo para no poder saber si
lo que pasa es eso que tendría que estar pasando. Recoger frutos es quizá un
modo de contagiarse. Lo digo por lo de Huesca, también por lo de Marruecos,
pero lo digo como metáfora de lo posible. Lo vano se desvanece y decae. Lo que
da fruto permanece y contagia.
Escribo el día de San Juan. Siempre he pensado que se debe vivir en una ciudad que celebre un día como este. Adoro celebrar una noche que es una mentira en sí misma, porque no es la más corta del año, porque no es la del solsticio, porque no es la de la magia. Juana de Arco es fuego y Juan el Bautista es agua. Juan y Juana en el fuego y en el agua, perdiendo la cabeza. Derramando corazón sin saber si es fruta vana, sin darle al hecho de morir la más mínima importancia. Agua y fuego. Cabeza y corazón. Guerra y deseo. Ya sabes, Salomé: ¡quiero la cabeza de Juan! Me hubiera gustado tal vez llamarme Juan, ser poderoso como ellos, pero me ha tocado esta vara de sanar, esta oscura tragedia de limpiar el espíritu sin ver nunca los frutos. Una guerra de arma impropia, un San Juan sin fuego.
Escribo el día de San Juan. Siempre he pensado que se debe vivir en una ciudad que celebre un día como este. Adoro celebrar una noche que es una mentira en sí misma, porque no es la más corta del año, porque no es la del solsticio, porque no es la de la magia. Juana de Arco es fuego y Juan el Bautista es agua. Juan y Juana en el fuego y en el agua, perdiendo la cabeza. Derramando corazón sin saber si es fruta vana, sin darle al hecho de morir la más mínima importancia. Agua y fuego. Cabeza y corazón. Guerra y deseo. Ya sabes, Salomé: ¡quiero la cabeza de Juan! Me hubiera gustado tal vez llamarme Juan, ser poderoso como ellos, pero me ha tocado esta vara de sanar, esta oscura tragedia de limpiar el espíritu sin ver nunca los frutos. Una guerra de arma impropia, un San Juan sin fuego.
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