Hay
personas que piensan que todo gira a su alrededor. A mí me han dicho muchas
veces que me pasa eso, que me creo el ombligo del mundo, que soy una persona
con un ego insoportable y que pienso que todo lo que no sea yo y mis intereses
no existe. Me resulta duro reconocerme en ese espejo, pero, a medida que me voy
viendo viendo las arrugas, comprendo que algo de eso siempre ha habido, si no
mucho.
El
caso es que me voy dando cuenta de ese defecto de mi personalidad y cada vez
procuro más hacerme a un lado y dejar espacio para las demás personas y lo que
ocurre cuando hago eso es que se me reprocha falta de compromiso o interés,
desapego, displicencia. Y me da la sensación de que no encuentro el sitio
ajustado entre la fría distancia y el afán de protagonismo, con lo que entiendo
cada vez mejor la postura de adorables cascarrabias como la genial Rosa María Sardá
o el también genial Fernando Fernán Gómez. La cosa está en defender tu posición
aún a riesgo de parecer antipático o directamente serlo. La bonhomía está muy
sobrevalorada.
Hay
personas que necesitan sentir que son buenas personas. La duda es si lo podemos
ser, si realmente esa bondad existe. Era mil novecientos ochenta y seis. En
aquella época yo todavía no sabía bien dónde estaba el centro del mundo, si en
mí o en los otros o si el mundo está totalmente descentrado. Me importaba poco,
porque eran los años de la estética y el bon vivant era preferible al santo y estábamos
en los debates de la entrada o no al mundo civilizado por las fuerzas del orden
y la paz y cruzábamos de las “tiendas chic” de Almirante a los tugurios de
Malasaña. Aquí en León eran otros nombres que yo todavía no me sé, pero que
vosotros recordáis sin duda, quizá La Mandrágora o el Toison. Momentos
Cardíacos o de Flechazos. Es igual, te lo traigo a la memoria porque en
aquellos días del ochenta y seis, no sé decirte si antes o después del
referéndum, una noche pálida del María Guerrero sonó un tambor con la muerte de
una de las hijas de Anna Fierling. Un tambor que terminó en un estruendoso
silencio. Y allí estaba la Sardá, interpretando una Madre Coraje que siempre me
viene una y otra vez al recuerdo. Allí estaba la mirada de la Sardá. Sus
movimientos tirando del carro en un escenario que giraba como las ideas en la
cabeza de Lluis Pasqual. Un mundo sin centro para nadie, solo para el dolor.
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