Hay
cuatro muchachos sentados en la hierba. Es una de las zonas verdes de Eras de
Renueva, pero podría ser cualquier otro sitio de León, de España o del mundo.
Desde mi perspectiva están muy cerca unos de otros, en una distancia inadecuada
para esta fase cero en la que habitamos todavía, incluso inadecuada para
cualquier otra fase, porque parece ser que es algo con lo que vamos a tener que
lidiar en la nueva normalidad, “ene ene”: la distancia. Claro que uno dice la
distancia y sale Roberto Carlos con su chaqueta color crema de corte cruzado, con
las mangas arremangadas por encima del codo y su melena, sobre todo su melena,
esa melena como la del Puma —pavo real, Maritere, in memoriam—. Es esa idea de
que somos inmortales, esa impresión de que nada nos toca a los dieciocho años y
por eso estamos aquí sentados, hablando como si todo lo que pasa a nuestro
alrededor fuese un mal sueño. La distancia.
Tengo
apuntado desde hace días en mi libreta decirte que, como tú, tengo la cabeza
amartillada. Cabeza sobre cabeza dispuesta al disparate, al disparador, al
disparadero; cabeza en la cabeza de gatillo fácil, lengua amartillada que se
suelta. Cabeza junto a cabeza en la distancia de mucho más de dos metros. Cabeza
contra cabeza en la pantalla táctil de la tableta, del móvil, del portátil. ¡Qué
ilusión de realidad tocar la pantalla en la que apareces, sin poder tocar ni el
aire que desplazas al moverte! Sutilezas del miedo. Otra vez esa distancia
eterna.
Los
muchachos, sentados en la hierba, exhiben su inmortalidad porque sienten que
son intocables, que no hay un sitio para ellos en la cola del fin del mundo.
Otra idea que se me amartilla en la cabeza antes de dispararse y que vuelve y
vuelve como una reiteración intensificadora: la cola del fin del mundo, ese
disparate en el pasillo del centro comercial con una penumbra siniestra para
entrar al supermercado, guardando en silencio la distancia —Roberto Carlos— y
esperando de uno en uno el turno para el hidrogel. Una y otra vez esa imagen de
la “ene ene” que hemos asumido como si nada, como si lo razonable no fuera
estar sentados en la hierba charlando de nuestras cosas, como si fuera verdad
que solo podemos vivir guardando las distancias, como si esos grillos que
chillan en mi conciencia no tuvieran nada que decir en tus videoconferencias;
esas en las que no participo y que se te cuelan en las esquinas del día como
sin querer, como se cuela en nuestra normalidad esta “ene ene” insoportable a
miles de años luz de distancia de lo que somos, porque somos todo menos
distancia.
Tendremos
que aprender a vivir como esos muchachos que se mantienen quietos en la hierba
con todo su esplendor sin más madera que la de su inconsciencia. Alma
amartillada en el ensueño, grillos en mi cerebro, viajes sin dueño desde mi
piel hasta la tuya. Un sin vivir de “ene” kilómetros desde “ene” momentos.
Intocables todos.
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