Yo sé que a ti también te pasa. Sé que cuando estás al borde, cuando te sitúas en una altura y miras desde la baranda la posibilidad de la caída, hay un impulso que te lleva a lanzarte al vacío, a la vez que sientes un empujón interior que te sujeta. Es un movimiento simultáneo: el vacío que te sale del estómago, la mariposa que te eleva, y el golpe seco que te agarra desde el pecho, el ancla que te sujeta.
Casi
siempre puede más el ancla y siento recordar ahora situaciones en las que ha
tenido más poder la mariposa. Damos un paso atrás, nos recomponemos en el
horizonte y nos mudamos a la seguridad de la pisada en firme. Ese impulso está
en todos, aunque lo neguemos, y nos pone a salvo de oscuros deseos.
El
problema empieza cuando nos salimos de la seguridad de lo firme y no tenemos
caída, cuando nos vemos en la obligada situación de tantear lo incierto. Ese es
el territorio incómodo. Saltar fuera o quedarse dentro nos deja siempre en un
momento resuelto, una seguridad definida. Lo que me interesa es ese vacío del
volatinero, esa cuerda floja, el temblor de lo que es verdaderamente nuevo, el
momento imposible de quedar suspendido en el viento. Es la elegancia del vuelo
del buitre, que solo necesita extender sus alas para ascender en la corriente
de aire que lo libera.
Decía
Descartes que el alma reside en la glándula pineal, que es ahí, en esa pequeña
singularidad biológica escondida en lo más profundo de nuestra cabeza, donde se
produce la conexión entre el cuerpo y el alma, habida cuenta de su concepción
dualista de la naturaleza humana. Spinoza que, en mi opinión, era más serio, pensaba
que eso ni el propio Descartes se lo creía, porque en realidad es cierto que
Descartes mismo se había descalificado como autoridad en la materia. Pero ¿y si
fuera verdad la apuesta cartesiana? ¿Y si se pudiera fijar un lugar de
residencia en la base de nuestro cerebro para albergar el espíritu? Yo no sé si
dejaría que me tocaran la glándula pineal, pero, si me viera en situación de
algún trasplante, hay una lista de pineales que no quiero.
Quizá
me gustaría una glándula pineal de buitre o de águila, de cualquiera de esas
aves que se mantienen en el vacío del abismo, que, en realidad, no es tal
vacío, pero que tanto nos asusta, que nos inquieta. Mantenerse a flote en el
espacio intermedio entre la caída y el suelo firme. Mantenerse en vuelo.
Mantenerse. Recuerdo el espectáculo de aquellos buitres señalando el cielo,
creo que los vimos cerca del Chorco de los Lobos, antes de llegar a Caín, en la
Ermita de la Corona. Hablo de aquel día como podría hablar de otros, pero
señalo estos nombres para no olvidar su sonora belleza: Posada de Valdeón,
Caín, Chorco de los Lobos, Ermita de la Corona. Quizá el alma leonesa, si es
que eso existe, esté encerrada en una pineal de azul imposible, como ese del cielo
del invierno o en un nombre nevado de musical historia.
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