Me gusta de la
mañana el olor del gel en la piel de quienes te cruzas. Pero me gustan esos
olores sencillos, a jabones y crema hidratante, algún champú poco agresivo,
olor a limpio. Y no puedo soportar esos desodorantes que tapan todo, el after
shave del tipo “atufa o no macho” o las colonias que impregnan el mundo con su
esencia. Como decíamos ayer, es dudosa la necesidad del estado, es dudosa la
extensión y alcance del ámbito de lo privado, es dudosa hasta la existencia del
propio individuo como “yo” independiente de todo lo otro, si es que lo otro
existe, porque, puestos a pensar en términos siderales, lo mismo da ocho que
ochenta. Y es verdad, y lo observo, pongamos por caso, en los bares.
Sé que te has
fijado, porque es inevitable, que los bares de siempre se reconvierten o
desaparecen. Pienso, por ejemplo, en ese que estaba a la entrada del Húmedo,
ese que pisaba la grieta que se abre en el punto más alto del suelo de León,
ese que se cerró hace ya algún tiempo y ha estado en obras y que debe estar a
punto de abrirse, si no es que está abierto ya, bajo la reforma de las nuevas modas
del estándar decorativo de los bares: esa invasión de maderas y cristales, esa
luminosidad de marcas comerciales, cervezas la mayoría, que franquician locales
intercambiables entre cualquier ciudad de España, no sé si del mundo. Un bar de
León con las señas de identidad de la misma cervecera que decora uno de
Torrelodones o la franquicia de bocata rápido y barato que llama a los clientes
por su nombre: Paul Newman, Miss López, señor Mazinger, Afrodita. Los mismos bocatas en el mismo entorno y en todos
los locales que quieran animarse a extender el éxito de una fórmula que
triunfa, sin importar la idea de lo que significa el espíritu local: “aquí se
vende morcilla y se vende así; ¿No te parece bien? Ahí tienes la puerta”.
En cambio, frente
a la rudeza leonesa que es más una pose de fiereza que una realidad, la
franquicia te regala el mismo olor en un centro comercial de Miguelturra que en
su gemelo cazurro, algo que ya inventaron las hamburgueserías en otro siglo y
que se extiende como la gangrena. Lo que decíamos, que no hace falta estado,
pero el estado —en toda su extensión— es lo único que hay y su presencia
devoradora devasta toda aldea. ¿Toda? ¡No! ¡Aún hay reductos que resisten
todavía y siempre al invasor! Hace unos días traté de llevar a unos amigos a algunos
de estos héroes resistentes y me los encontré todos cerrados. Quise creer que
era por descanso.
Por cierto, que, como te
decía al principio, me gusta el olor de gel fresco en la mañana. Es una pena
que la uniformidad sea el estado que también conquista nuestra higiene. “Hueles
a gel de Mercadona”, nos dijimos en el ascensor.
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