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sábado, 9 de octubre de 2021

Desde un paraíso particular. (En Hoy por Hoy León, 8 de octubre de 2021)

En los papeles de Pandora sale retratado algún leonés que, por otra parte, según he podido leer en la prensa, es supuestamente insolvente. Entiendo que es casi una ofensa subrayar la circunstancia de que el nombre de una persona que, como te digo,es supuestamente insolvente pueda aparecer en una lista de sociedades con sede en paraísos fiscales. Pero esas cosas pasan. El mundo en el que vivimos lo permite y, de hecho, no estoy seguro de que algo así no pueda ser absolutamente legal. Ser insolvente y ser a la vez dueño de sociedades opacas al fisco con capitales de millones de euros no es un imposible. Esa circunstancia, esa posibilidad de que ser rico e insolvente pueda aparecer a la vez en la misma tarjeta de visita, me ha hecho pensar en el significado de los términos. Me detengo en tres: insolvente, millonario, paraíso.

De la insolvencia me declaro seguidor. No porque quisiera ser insolvente desde un punto de vista económico, sino porque veo la insolvencia como una oportunidad. El que es solvente ya tiene cerrada la existencia. Quien es solvente se maneja en la seguridad de lo que tiene. Puedes, si te parece, extender la acepción de solvencia más allá de lo económico, para decir que el solvente se maneja sin dificultades en la perfección de su elevada moralidad, o de su cualificación profesional o de su compromiso humano. Se me ocurre que esa solidez de la solvencia te ancla como una roca y te impide la exploración de posiciones más allá de la seguridad de lo mucho que se tiene. Por el contrario, los que nos movemos en la arena de la insolvencia somos de pie ligero, de mudanza fácil, de mirada exploradora y alma en danza. No sé si es mejor. Seguramente no, pero es lo que me pasa.

La palabra millonario no la entiendo. Me seduce el impulso de decir que los que conocemos nuestras propias limitaciones solo sabemos hasta ocho por cinco, como le dice Miguelito a su maestra en una tira de Mafalda. Ser millonario es saber responder a esta pregunta: ¿cuánto necesitas para no necesitar nada nunca más?

Y paraíso es lo que interesa. Me gustó siempre aquella frase de una canción de los ochenta que hablaba de “otear el paraíso”, ya sabes, “para ti, que solo tienes quince años cumplidos”. Supongo que eso es el paraíso, quizá no salir de los quince años, quizá no llegar nunca a tenerlos, quizá haberlos olvidado hace más de cuarenta. El paraíso y el miedo son caras de la misma moneda, porque no hay edén sin reglas, de manera que el paraíso está unos metros por debajo o por encima de sí mismo y te obliga a estar atento a las filtraciones, manzanas, mitos, abogados no tan firmes en el secreto como uno piensa. Los paraísos tienen siempre lugares prohibidos, esconden verdades encubiertas y descubren, a la larga, lo peor de uno mismo. Hay una serie que cuenta la vida de unos millonarios en un hotel del paraíso, una serie en la que se destapan todas las desviaciones del espíritu en estado de máxima excitación paradisíaca. Un retrato de las formas más abyectas de la debilidad de la riqueza.

Por eso elijo, desde mi insolvencia, un paraíso particular para enterrar mi cabeza, un pecho en el que soñar. Un paraíso sin arquitectura financiera, una forma única de ser absolutamente millonario. 

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