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viernes, 22 de octubre de 2021

Ante malabarismo. (En Hoy por Hoy León, 22 de octubre de 2021)

Seguro que lo has visto al llegar al semáforo de Suero de Quiñones con Padre Isla. Hace unos días estaba haciendo malabarismos con las mazas mientras sostenía en el aire un balón al que daba cabezazos. Me pareció un milagro que no se le cayese nada al suelo, que el equilibrio y el control del movimiento fuesen tan exactos en medio del flujo inquieto de la tarde.

 Terminó su número justo en el momento en el que se puso verde el semáforo —lo tiene perfectamente medido— y los conductores que habían asistido en primera fila al espectáculo no arrancaron sus coches de inmediato como es habitual, sino que esperaron a que el malabarista se acercara hasta ellos, sombrero en mano, para recoger unas monedas. La impaciencia del día se detuvo, pero no como lo hace normalmente en los semáforos, porque se abrió un paréntesis en el tiempo y hubo un estarse quieto de las cosas en el movimiento de las manos del malabarista, esa magia de la fascinación que congela todo lo otro y hace que solo el juego malabar se mueva. Es una sensación que me lleva a aquellos circos de la infancia. Las manos del malabarista, las mazas, la pelota en su cabeza, eran estampas de aquellos saltimbanquis que se paraban en la plaza del pueblo o en la era o en la explanada delante del castillo y hasta a veces sin lona siquiera, sin la majestuosidad de la carpa ni el brillo de los focos, hacían que la vida monótona del quehacer diario se saliese del carril de lo previsto. Hasta el número de la cabra y el organillo era un brochazo de purpurina en el párpado de la rutina.

 Por eso me impresionó su mirada. Me di cuenta de que el malabarista mira todo menos lo que hace girar alrededor de sus manos y me quedé enganchado en ese punto de vista. Es verdad que luego el tráfico nos sacó de escena y el tiempo palpitó de nuevo en el reloj digital del salpicadero. Pensé que deberíamos programar varias sacudidas como esa al día. Una suerte de “azoterapia emocional”, algo que nos sacude y nos despierta, un tratamiento que nos coloca en la vida cuando nos despistamos, cuando dejamos que todo nos lleve a más velocidad de la que nuestra conciencia puede registrar. Y mira que sé que te estoy diciendo todo esto demasiado aprisa, que convendría un paso más lento para poder digerir lo que te cuento. Lo sé y creo que la velocidad forma parte del pequeño número que te presento cada viernes, como quien lanza las palabras en una rueda de malabares o las pone a girar como platillos chinos para crear un efecto hipnótico. 

El malabarista mira desde el eje del giro. El espectador danza con el movimiento de sus manos y pasa una y otra vez por el mismo punto. Y solo despierta cuando comprende lo que significa estar despierto y detiene en el aire todos los gestos. Esa toma de conciencia, esa presencia en la realidad no es tan fácil como parece, porque viajamos más cómodos en las manos del que nos mueve y darse cuenta y pararse obliga a una toma de posición que nos cuesta. Mientras todo en nuestro universo esté en marcha, marchamos con él sin hacer preguntas, sin querer saber qué ocurre al recoger en una mano las manzanas y detener el juego. No te hagas preguntas incómodas, no vaya a ser que las sepas contestar. Los conductores dieron monedas al malabarista, me parece que ya lo había dicho. Es lo apropiado y ayuda a dormir mejor.

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