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viernes, 15 de octubre de 2021

A noventa duros. (En Hoy por Hoy León, 15 de octubre de 2021)

    Quiero dejar pasar la actualidad para hablarte de la noticia, una noticia que ha llenado páginas en los periódicos y minutos en las radios y una frase que dejó Ballesteros en León Deportivo: los reconocimientos hay que hacerlos en vida. No la encierro entre comillas porque no sé si es textual, pero tú lo entiendes y eso es lo que cuenta. Fíjate que yo no conocía a Manolín, el utillero de la Cultural que ha fallecido esta semana, pero conozco a su hermano, que fue futbolista, aunque ahora ande por ahí como Bale, dedicándose más al golf. Conozco a su hermano y quizá por la cercanía de la sangre me atreva a entender todas las anécdotas que se han contado del espíritu peculiar de Manolín, su ser cercano, y me llega —puede que me equivoque— que resumía la vida en pura anécdota. Una idea poderosa, la de la vida como anécdota, como un estar bien en lo que quieres y divertirte con los que están contigo.

    Me parece que es de eso de lo que te tengo que hablar hoy, de la facilidad para enganchar en una broma el momento que toca, esa habilidad que tienen pocas personas de encender la lámpara de la anécdota y hacer brillar una situación. Y lo tienen que hacer ellos, porque de nada sirve que yo te hable ahora de la hamburguesa perfecta, porque esa historia que me contaba hace poco en la calma de una de estas noches de otoño en una terraza de La Mancha un compañero profesor de instituto no tiene la más mínima gracia si no es él quien te la cuenta, porque decir que la clave está en el Idiazábal y que los pepinillos tienen que ser de oferta no tiene categoría ni de chiste, pero en su manera de contar, en su manera genuina de interpretar el mundo, la risa es imposible de contener y el momento afable te acoge y te relaja. Ya te digo que yo no conocía a Manolín, pero, por su hermano, me da que era de esta clase de genuinos creadores de la risa o de la sonrisa al menos o de la distensión, de la pérdida de la guardia alta en la que siempre vamos.

    Contaba este compañero del que te hablo que le había comprado su madre una toalla a noventa duros en la tienda de la Luisa de Reyes —cosas que se explican así en mi pueblo— y que la toalla todavía andaba en servicio, que había conocido muchos sitios, entre otros, las playas de Grecia y que quizá se tenía que haber quedado allí en algún museo. Hacía siglos que no escuchaba contar en duros, siglos que no oía mencionar el pomillo del jarabe, la untura, siglos que no me salía de la formal sucesión de los quehaceres. Y este profesor de Historia —¡callarse, chiquetes!— me colocó en media hora en el universo feliz de la broma. La seguridad de separarse unos centímetros de la aridez insensata de las obligaciones cotidianas para alcanzar el brillo extraordinario de los días de fiesta. El salto de la anécdota a la historia. Lo que separa la vida de los libros, lo que te lleva del consejo del utillero al verso del poeta. Juegos de la misma especie. El llanto sobre el difunto y el reconocimiento en vida. Vivir en la anécdota también es escribir la Historia, una forma de inmortalidad.

    Toallas a noventa duros, hamburguesas perfectas, confesiones en el vestuario, una poesía escrita en un día intenso, pero que se perdió en los recuerdos. Una poesía perdida y que al encontrarla te devuelve los mismos sentimientos del día en que fue escrita, otro Manolín debajo de la guasa. Gente proporcionada, no hay más que verlo.

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