Anuncia el Ayuntamiento de León su Plan Municipal de
Nevadas, con ciento cincuenta personas que se movilizarán de manera inmediata y
quinientas toneladas de fundentes para asegurar los dieciocho itinerarios clave
que permitan el acceso a escuelas y hospitales. Ya es oficialmente invierno,
aunque estemos en otoño. Yo no necesitaba saber de este plan para asegurarlo,
porque me lo dijo ayer el Paseo de Salamanca en el que conté hasta cuatro
conductoras que, a las ocho y media de la mañana, arrancaban con paciencia el
hielo del parabrisas de sus coches. Aunque siga siendo otoño, esto ya es el más
puro invierno.
La imagen de esas conductoras que rascaban el hielo
del parabrisas en una mañana tan soleada me descargó en el recuerdo campos
blancos desnudos bajo la helada extensión del horizonte. Una tierra incierta
bajo el manto del frío. Me parece que es una metáfora de lo que vivimos, como vida
escasa en la oportunidad del velo de la tierra que se tapa con el tul del hielo.
Siento como si ese fulgor, esa luz reflejada en la blancura inmaculada, no
fuera nada mío, como si lo que sucede en la realidad de cada día solo fuera una
apariencia al modo más puramente platónico. Escribir lo que se me ocurra,
dijiste o dije o dijimos. Escribir lo que se me ocurra en el sol del frío del
invierno y flotar el tiempo en la gélida tez de lo que pasa. Mujeres quitando
el hielo del parabrisas para mover el coche hacia el trabajo o hacia el cole o hacia
otro cuidado propio o ajeno. Cuidando el tiempo y la vida, como de costumbre.
Arrancando el hielo, fundiendo el frío. Ocupándose como siempre, tomando el pulso
a la mañana. Eran todas mujeres, sí. Sería una casualidad, pero lo eran y
anunciaban con su faena que este otoño ya es invierno y que el fuego que funde
las distancias está escondido en el lugar sagrado de las verdades mágicas.
Mujeres fundiendo hielo con alcoholes, arrancándolo con raspadores, asistiendo
al primer sol de la mañana. Una tierra incierta, más incierta que el propio
cielo, se escondía en los parterres más allá de las aceras y el giro hacia la
rutina del día me apartó de ese brillo de belleza y lejanía. Pensé en la ciudad
armada contra el frío, en la tarifa eléctrica, en el saco de pellets, en el
litro de gasoil, en la perversión del gas. En una estufa de butano, en una
estufa de leña, en una estufa de petróleo. En un modo más humano de abandonar
el frío. Pensé en eso, en un modo más humano de despejar el frío, salir del
hielo, pisar la tierra esponjosa tras la helada. Un futuro tras pandemia, tras
globalización, tras descarnado abandono, tras silentes guerras.
Me preguntaba ayer, al hilo de una discusión sobre lo
que significaba la palabra areté para los antiguos griegos, en qué
consiste el éxito en nuestro tiempo. Sentí la heladora verdad que anuncia que
el invierno ha invadido ya el otoño, la fría idea de que el éxito se cuenta por
millones. Millones de euros, de seguidores, de admiradores, de posesiones.
Millones es la palabra que hiela. Cientos de millones. Miles de millones. Millones
de millones. Un manto de escarcha sobre la realidad de millones de personas que
ven la vida en el brillo irisado del parabrisas cubierto de hielo en la mañana.
Me acordé de esa idea de éxito en la que perder es ganar. Me acordé del frío
intenso, de cuando rascábamos el hielo, de cuando éramos para la vida y no para
la fama. De cuando rascábamos el hielo y había un suelo que pisar.
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