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viernes, 9 de mayo de 2014

Todo lo que está en nuestras manos. (En Hoy por Hoy León, 9 de mayo de 2014)

He leído un verso que dice: “Vivo con tu ligereza entre mis manos”. Ya sabemos que la poesía no se explica, por mucho que pretenciosamente se instalen artificios entre las líneas de los poemas más premiados o más reconocidos por los literatos. La poesía es un golpe al corazón, un arrebato. No necesita explicación. Así es que, cuando leo  “vivo con tu ligereza entre mis manos”, ahora que tú lo escuchas del otro lado del hilo de la radio, no hay mucho que explicar, porque lo entiendes. La palabra es arte porque te entiendo. Y traigo hoy aquí, a este rincón de los viernes, ese verso aislado quizá por muchas cosas que hasta yo mismo desconozco, pero sobre todo porque llevo toda la semana pensando en lo que yo llevo entre mis manos. ¿De qué clase de ligereza o de qué pesada carga tienen que ocuparse mis manos?

Y te cuento más. Ayer miraba las manos de un chico de quince años. Manos huesudas, esqueléticas, manos arañadas por la ansiedad, tatuadas de cicatrices, enrojecidas de golpes, cortes, heridas, unas manos de uñas hundidas en la carne, mordidas hasta más allá de lo posible. Unas manos que dibujan sin pudor el paisaje de la angustia. Un chico de quince años encerrado en sus tensiones. Me acordaba, al ver sus manos, de la perfecta manicura de un viejo carpintero, unas manos blancas, finas, de dedos ágiles pero regordetes, de su agradable charla, de sus sabias opiniones. Me acordaba del ambiente mágico de su taller de carpintería condenado al silencio por causa de la jubilación. La luz de la tarde dibujaba la perfección de las formas bañando toda la estancia desde una claraboya. Los buriles, los punzones, los destornilladores, descansando en perfecto orden en sus exactos huecos subrayaban la plácida sensación de alcanzada perfección. Los olores de las maderas, el polvo acumulado sobre las cajas de tornillos en desuso, el banco de encolar, las sierras. Las manos del carpintero dibujando una explicación en el aire incierto. Los ojos cansados del carpintero hablando de su ictus, de su retiro temprano, de su escasa jubilación. Unas manos y otras. Un mundo este que se resuelve en Ikea un sábado por la mañana y aquel lento descubrir los muebles con las manos en el interior de la madera bruta. Y me dio por pensar que entre el chico y el carpintero jubilado hay un salto al vacío. Que hubiera sido estupendo para el muchacho poder sentarse a aprender todo lo que ese hombre sabio ha ido acumulando entre sus manos. Me dio por pensar que las manos vacías del muchacho de quince años, repletas de estampas del momento, eran impropias, tan impropias como las manos del jubilado, sin un rasguño, sin una cicatriz, con la tersura y el color de la piel de un bebé. ¿Por qué hemos tenido que saltarnos ese modo tan feliz de contagio que era la relación del maestro y su aprendiz? No te digo en qué calle de León está ese remanso de paz, ni te digo en qué barrio feroz tiene que vivir cada día ese adolescente. No quiero que sepas lo fácil que sería unir una cosa y la otra. No quiero que a nadie se le ocurra desenterrar la vieja idea de que los muchachos aprendan de los ancianos.


Mucho mejor llevarlos a la Plaza de Toros y montar un espectáculo de esposas, tiros, explosiones, detenciones a la americana en plan los Hombres de Harrelson como se hizo hace unos días para conmemorar los 170 años de existencia de la Guadia Civil. La foto del periódico era toda una declaración de principios. De verdad que a veces dudo si sabemos qué es lo que nos traemos entre manos.

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