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viernes, 20 de septiembre de 2024

Llueve a cántaros. (Audio)

 

Llueve a cántaros. (En Hoy por Hoy León, 20 de septiembre de 2024)

     Había una canción de Pablo Guerrero que cantábamos a pleno pulmón antes de que llegase la movida de los ochenta que decía que es tiempo de vivir y de soñar y de creer. Era el verso final de una estrofa que llevaba al estribillo quizá más conocido: tiene que llover, tiene que llover, tiene que llover a cántaros.

    No es que lloviese a cántaros ayer, pero cayó lo suyo. Por lo menos en mi barrio aquí en León. Y esa lluvia fuerte de la siesta me sacó del libro en el que me había dormido, porque tenía las ventanas abiertas y entraba en la casa el agua de la tormenta. A mí sí me gusta el olor de la tierra mojada. Ya sé que es un poco cursi, pero te reconozco que me gusta, que, cuando me levanté del sillón para cerrar las ventanas, me atrapó de golpe toda esa fragancia de la tormenta y me vinieron a la cabeza los versos de Pablo Guerreo: Tú y yo, muchacho, estamos hechos de nubes. Pero ¿quién nos ata? Y es eso, que, si estamos hechos de nubes, ¿qué es lo que nos ata?

    Nos ata la propia vida que llevamos, la incapacidad para extender una alfombra hacia el exterior de nuestras rutinas. Nos dejamos atrapar hasta por nuestras aficiones. Tengo que ir al gimnasio, tengo que hacer yoga, tengo que ir a clase de pintura, tengo que, tengo que, tengo que. Te propongo un ejercicio sencillo. El lunes, cuando te levantes para ir a trabajar, prueba a decirte lo siguiente: quiero ir a trabajar. Miéntete, si es que ese es el caso. Te lo tienes que decir con convicción y con calma, con una cosa de la que casi nadie quiere hablar en estos tiempos, una cosa que se llama fe. Ten fe en esto que te digo. No pienses que tienes que hacer la compra, solamente prueba a decirte que, en ese momento concreto, quieres ir a hacer la compra. Quiero limpiar los baños, quiero estudiar con mi hija cómo se resuelve una ecuación de segundo grado, quiero ir a la consulta con el otorrino.

    Esa diferencia entre “tengo que” y “quiero” es un modo de morder la cuerda que nos ata, un modo de acostumbrarnos a tomar las riendas de lo que hacemos. “Tengo que cerrar las ventanas porque está lloviendo a cántaros” es una obligación, una acción que me veo obligado a realizar por lo que sucede. “Quiero cerrar las ventanas porque está lloviendo a cántaros”, es una decisión que yo adopto a la vista de lo que sucede. Eso es decidir que la siesta se acaba, que es muy diferente de quedarse sin siesta. Se me acaba de ocurrir, no pienses que me estoy apoyando en una teoría neuro lingüística o que he estudiado la motivación del ser humano para poder darte consejos. Para nada. Es más, ni se me ocurre dar consejos. Es solo que me parece de cajón que cuando uno hace lo que quiere es más feliz y se acostumbra a decidir por sí mismo y que si se entrena la cuestión, pues al final resulta que uno acaba haciendo lo que quiere y ya no hace nunca más lo que tiene que hacer. 

    Por cierto, que, en esto de la lluvia a cántaros, los cántaros no están en el cielo echando agua, sino en el suelo, recogiendo la que cae.

viernes, 13 de septiembre de 2024

Darle la vuelta a la tortilla. (Audio)

 

Darle la vuelta a la tortilla. (En Hoy por Hoy León, 13 de septiembre de 2024)

     Hablaba ayer con una enfermera sobre el código deontológico de la enfermería y me subrayaba dos principios básicos: el de beneficencia y el de no maleficencia. Dos principios, decía ella, que siempre la han dirigido en su labor profesional. La conversación empezó porque yo la había oído hablar con otra compañera sobre una discusión que había mantenido con otra persona que también trabaja en el mismo hospital. Vamos, por aclarar las cosas, la enfermera parecía que estaba explicando que había desobedecido una orden o una indicación de alguien de rango superior porque lo que le pedían que hiciera iba contra el código moral de la enfermería.

    Ya me vas conociendo un poco después de tantos años: no me pude contener. Sin entrometerme en el asunto concreto, sí que le dije que me parecía muy interesante lo que estaba contando y ella me explicó rápidamente eso que te he dicho, que esos dos principios son sagrados y que hasta que ella no estuviese segura de que el enfermo en cuestión se encontraba en una situación adecuada, iba a seguir prestándole atención, porque el principio de beneficencia está por encima de cualquier otra consideración. Seguimos hablando un par de minutos y le dio tiempo a contarme los principios éticos fundamentales que ella piensa que deben dirigir todas nuestras acciones y me dijo que los había aprendido de su profesor de Filosofía. Valores que deben defenderse siempre. Hizo la siguiente enumeración: el amor; la tolerancia —que es amor, dijo—; la empatía —que también es amor, reconoció—; el respeto —que no deja de ser otra forma de amor, terminó afirmando—. Vamos que, tal y como ella entiende la vida, no vale la pena hacer nada si no se hace con amor.

    Al salir del hospital me senté en una terraza para tomar un café y el camarero me puso también un pedacito de tortilla. Entiendo que lo hizo con amor, o por lo menos así lo recibí yo. La mañana era agradable a pesar del viento. La gente iba y venía a sus quehaceres mientras yo estaba detenido en mis pensamientos: la enfermedad, el bienestar, el cuidado, la atención. Entonces la vi revoloteando alrededor de la tortilla. La avispa se movía en círculos cada vez más estrechos y se alejaba un poco cuando alguien pasaba cerca de la mesa. En esos momentos aprovechaba yo para comer sin quitarle el ojo al insecto. Era un juego como del escondite inglés. Yo comía cuando se alejaba y así me la pude ir terminado. Le dejé unas migajas en el plato y lo puse lo más lejos que pude de mí. Enseguida apareció de nuevo y creo que algo debió de comerse, aunque se veía que no estaba nada cómoda. Pensé si dejarle un poco de comida a la avispa había sido un acto de amor o de soberbia. Pensé en eso, en las migajas que picoteamos como si fueran un manjar. Migajas emocionales la mayoría de las veces. Creo que debería haber pagado yo los cincuenta céntimos esos que le cobrará el ayuntamiento al dueño del bar por tener una terraza. Disfruté mucho el momento. Quizá debería hacer un pago progresivo. No sé. De golpe tanta felicidad puede que haga daño.

viernes, 6 de septiembre de 2024

Lugar común. (Audio)

 

Lugar común. (En Hoy por Hoy León, 6 de septiembre de 2024)

El verano entero se encierra en una frase hecha; hablar del verano, de las vacaciones, de los viajes, es un lugar común que se monta sobre la suma de una serie indefinida de lugares comunes: ha hecho más calor que ningún año; hemos visto más medusas que nunca; traigo arena hasta en el cepillo de dientes; la casa rural era súper cómoda y estuvimos fenomenal. Y el mosquito del Nilo y la toxina del mejillón y el chuletón que nos cominos en aquel sitio y los paisajes y el aeropuerto y la maleta que se pierde y el tren que nunca parecía que fuera a llegar.  Y el cableado de las calles en la India o la serenidad del templo Senso-Ji cerca de Hiroshima.

Lo bueno del lugar común, aunque sirva para un roto lo mismo que para un descosido, aunque no aporte nada nuevo a lo que se está hablando, es que nos permite reconocernos en él, dejar que nos sintamos cómodos. Precisamente esa es su virtud y por eso lo usamos y creo que en ese estar a gusto con lo trivial, con lo sabido, ponemos de manifiesto nuestro deseo de vuelta a casa. Es un lugar común y hay muchas personas que lo dicen, aunque no es mi caso: lo mejor de las vacaciones es volver a casa. La casa, ese lugar común.

Este verano he vuelto a jugar al parchís. Me parece una alegoría de muchas cosas: eso de caer exacto, salvar el requisito de sacar un cinco para poder salir, hacer una barrera para que los demás no pasen. ¡Contarse veinte! Y, finalmente, meter todas las fichas en casa para ganar. La casa siempre al final, como el premio último. El lugar común en el que nos encontramos. Por el camino una lucha por comer y no ser comido —otro lugar común—, un desembarco de inquinas y carreras que, en ocasiones, pueden degenerar en conflictos, pero que, en mi caso, en las pocas veces que jugué, se resolvieron en risas, las risas de la casa, del estar en casa, del compartir con la gente de la casa. La casa, el bienestar de la casa, el lugar común. Otro asunto es lo de la oca, que ahí no hay manera de ponerse de acuerdo ni sobre las normas. Es la otra cara del tablero. Me parece más la calle. Será por los dibujos, los puentes, la posada, el pozo, la cárcel. El laberinto. Y casi al final, unos pasos antes del lago de la victoria, la amenaza de la muerte.

Usamos el lugar común para identificarnos. Pedimos en el bar un Prieto Picudo o simplemente un clarete. Decimos un Bierzo o un Rioja o un Ribera. Es raro pedir la marca cuando no estamos a la mesa del restaurante. Es un lugar común decir que el Ribera tal o que el Rioja cual. Y tú, que bebes blancos, ya nunca pides verdejo, porque eres de “godello” y esa es tu casa cuando quieres un vino. Solo que ahora parece que te pudieran meter gente en casa y lo mismo te dan un vino de Rueda si solo dices godello. Tendrás que aprenderte la marca de algún vino de Valtuille y pedirlo con total precisión. Como si tuvieras que sacar un cinco para salir del corral.