Este miércoles, a eso de las ocho y pico de la mañana,
latía la ansiedad en el Campus de Vegazana. Muchos llegaban caminando, en
pequeños grupos, haciendo comentarios sobre las previsiones del día o
aventurando un resultado final. La mayoría se encontraba con sus compañeros de
clase a la entrada de la Facultad, organizando pequeños corros alrededor de sus
profesores, esperando las últimas instrucciones, revisando documentos,
comprobando que todo estaba en orden.
Aparte
de los nervios de último momento, los jóvenes que el curso próximo estudiarán
en la Universidad se disponían a esa hora, en un día magnífico de sol, a pasar
por el tormento relativo de las pruebas de acceso a los estudios
universitarios, la famosa selectividad, con la seguridad de saber que alrededor
del noventa por ciento de los que se presentan en junio consigue aprobar. Los
que estaban nerviosos eran los padres. “Bebe agua, apaga el móvil, escribe lo
más claro posible. En cuanto termines me llamas para saber cómo te ha salido…”.
Creo que uno de los defectos que sufre nuestro sistema educativo es la
sobreprotección de los que se educan, si bien es cierto que, en los ámbitos en
los que el fracaso escolar es más acusado, siempre se señala como una de las
causas la falta de implicación de las familias. No, si ya lo decía Aristóteles,
que vicios semejantes son el exceso y el defecto. El caso es que me llamó la
atención ver tanto padre preocupado, arropando con su ala protectora al
polluelo que empieza a romper el cascarón para salir definitivamente del nido.
Quizá tenga que ver con la resistencia a envejecer, con la negativa a asumir
que nos hacemos mayores y que ahora ya los jóvenes son ellos. No sé por qué nos
empeñamos en hacer de la juventud un valor incuestionable, cuando una sociedad
inteligente debería favorecer el respeto a las personas mayores como fuente de
experiencia y sabiduría. En fin, este miércoles, en el Campus, se veía más
preocupación en el rostro de los adultos que en la cara alegre y confiada de
los jóvenes. Luego los padres se fueron. Se llenaron las aulas y fue el momento
de los chicos, que enfrentaron sus exámenes lo mejor que pudieron.
Otro
asunto fue el de ayer, en la prueba de matemáticas. A veces pienso que la vida
es así, como un mal examen de matemáticas, uno de esos malditos exámenes en los
que cada apartado se encadena con el anterior, de manera que si te confundes en
el primero, por mucho que sepas, ya tienes mal hasta el último, uno de esos
exámenes en los que una mala decisión compromete totalmente el resultado. Me
pregunto si este examen de matemáticas impedirá que algunos posibles futuros
médicos lleguen algún día a serlo, si las décimas que se les hurtan por ese
error pueril en un apartado, les obligarán a truncar su vocación. Quizá, si la
vida es realmente un efecto mariposa, algún día quien diseñó este examen se vea
privado de la intuición del médico que uno de estos chicos hubiera sido, pero
que nunca pudo ser. Me parece injusto que lo llamen selectividad, cuando se
trata de una selección, un filtro aleatorio, un vil embudo por el que entran
todos a mogollón y del que salen ordenaditos de uno en uno, quizá convertidos
en chorizos de carne picada como en el video-clip de Pink Floyd. Pero puede que
el problema sea en el fondo que, entre todos, hemos convertido en eso la tarea
tan bella que es la educación, construyendo, ladrillo a ladrillo, el muro de la
enseñanza.
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