Al
pasar por el entorno de la estación de FEVE de León, por esa calle de
urbanización limpia y moderna que se abre al parque y a la zona de juegos, que
regala estampas bucólicas de familias disfrutando de la tarde, cuando se llega
a la estación propiamente dicha uno puede observar el reloj del andén detenido
y no sé si digo detenido el andén o detenido el reloj o detenido todo, hasta la
estampa bucólica de los jardines y unas parejas sentadas en los bancos a la
espera de ningún tren. Todo congelado en el calor de una tarde de primavera.
El
reloj de la estación marca las doce en sus dos esferas. Entiendo que ha sido
voluntariamente colocado en esa hora y que no ha querido el capricho del
destino que haya detenido su marcha en una melancólica medianoche o en un
luminoso mediodía. Al ver las manecillas apretadas contra las doce, algo en mí
también se ha detenido, como buscando un tiempo en el que llegaban los trenes,
un tiempo en el que todo aquello era aparcamiento; uno ya va teniendo memoria
de la ciudad y eso da miedo porque te hace ver lo cerca que pudieran estar esas
manecillas paradas para algo que no fuera el tren.
Y
digo yo que la entrada en el andén del ferrocarril no rompería esa estampa
bucólica, sino que le añadiría un extra de dinamismo, más allá de los columpios
y los juegos infantiles. Las manecillas del reloj no deberían moverse hasta que
circulen los trenes. Deben permanecer en señal de protesta señalando al cielo
para ver si hay algo que se mueve y rompe esta estampa de belleza estática;
pero debe llegar el día en el que por fin se muevan, el momento en el que ese
paseo delicioso desde Álvaro López Núñez hasta la Universidad por el trazado de
la vía estrecha sea un paseo imposible porque el tren de la montaña vuelve a mover
el tiempo en el centro de León.
Es
un reloj precioso. La estación luce hermosísima. Está faltando el tiempo para
que el tren vuelva a movilizar ese hermoso dibujo y conservarlo como oro en
paño porque es identidad leonesa.
No hay comentarios:
Publicar un comentario