Me confiesa un amigo que ha pasado toda su vida “esperando a
Dulcinea”. Adoro la sonoridad de ese nombre. Es mi infancia. Dulcinea del
Toboso. Un sueño. Este amigo es un Quijote desolado, una especie de Sancho
Panza hecho caballero andante, olvidado de cualquier Ínsula. Y ayer por la
mañana me llegó su mensaje. Su pequeña confesión: “Soy feliz”, me dijo,
“después de tanto tiempo esperando a Dulcinea, por fin he estado con ella y
ayer se fue de mi lado y eso me ha hecho feliz, porque me ha despertado de mi
sueño de tantos años”. Hay una sonoridad parecida, pero no la misma: Cuando
Dulcinea, la sin par Dulcinea, deviene Aldonza Lorenzo a ojos de la realidad,
el sueño se esfuma y la vida vuelve con todo su aroma de porqueriza.
El olor de la realidad es tan intenso que apesta el perfume de los
sueños, lo decolora, lo desconcha, lo desala como ese bacalao que tienes en el
lebrillo, dejando todo su sabor en el agua del viernes de cuaresma, apartando
de sí el exceso que lo coloca en el puro estado de las cosas que se sitúan más
allá de la realidad. Ese bacalao, casi sin desalar, se comía a golpe de
mordisco con el frescor de un tomate entre los dientes, pero todo necesita de
la fuerza limpiadora del agua para poder ser digerido. Todo menos los ideales. Hay que ver qué mal huele cuando se pudre un
ideal. Me encanta esa frase. Es de Antonio Gala. La decía Jimena hablando
del Cid en Anillos para una Dama, una de sus obras de teatro. Me acuerdo de
ella porque me recuerda que Dulcinea es un ideal puro y limpio, mientras no se
mira con los ojos de quien solo sabe ver en ella a esa moza con tan buena mano
para salar puercos.
Pero déjame que te hable del ideal. Déjame que lo haga al hilo del
Día Internacional de la Mujer. Y déjame también que lo mezcle todo con lo que
pasó el miércoles en la Casa de Cultura de Vilecha. No sé si en el Día
Internacional de la Mujer es mejor bandera el ideal de Dulcinea que las manos
“de moza labradora de muy buen parecer” de Aldonza Lorenzo. Quizá habría que
enarbolar las dos, o quizá ninguna, porque quizá no sean necesarias las
banderas. Puede que el reconocimiento de la igualdad efectiva entre hombres y
mujeres esté todavía a cientos de años de distancia. Puede que esa deuda
infinita, ese “infinito vertical” que señala una bloguera anónima en referencia
al ocho de marzo, esté escondida entre los dedos de las que sostienen la vida.
Puede que todo esto sirva para desasnar Sanchos, para descabalgar Quijotes de
pura fachada retórica. Te digo, no obstante, que el miércoles, en las Tardes
Culturales de la Casa de Cultura de Vilecha, las mujeres eran la presencia real
de la vida, como casi siempre. Hubo un encuentro sencillo. Una reunión para
recordar viejas costumbres de Semana Santa, desde la compra de la Bula para
poder comer carne en la Cuaresma, hasta las canciones de cada uno de los días
de la Semana Santa. La actividad llevaba por título “Entre torrijas y matracas”
y sirvió para desconchar anécdotas como el bacalao que se desmiga en las Sopas
de Filete. No hace falta que te diga que había torrijas para un regimiento, y
frisuelas y rosquillas y anécdotas y risas y toda la fuerza de la vida en
Dulcineas de todas las edades, en especial en alguna de ellas que traía escrito
el ideal de la belleza en la luz de su mirada. Y no hubo quien nos diera la
matraca, aunque una niña de ochenta y dos años trajo una de su casa, por si a
alguno se le ocurría el matraca - traca.
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