Me
llegó al correo electrónico una foto de las rodaduras del camión en el
empedrado de la Plaza del Grano, había llovido. Ahora la maquinaria pesada ya
no pasa, se queda en las calles adyacentes. Las fotos muestran cómo avanzan los
trabajos y se ve, pegada a una de las vallas de las obras, un cartel escrito a
mano que insta a mantener la protesta: “Salvemos nuestro patrimonio”.
Nuestro
patrimonio se recoge en la caja de los afectos y no ocupa tanto como nos
gustaría. Perdona el atrevimiento. Es que empecé a escribir una novela y en la
primera frase dije: “Cada vez que veo ese sofá, recuerdo que un día se quemó mi
casa”. Y pensé en lo que significa perderlo todo, perder, como dicen, el
patrimonio. A Diógenes le dio por vivir en un tonel, porque decía que cualquier
posesión, cualquier patrimonio, no genera otra cosa que no sea sufrimiento. Frente
a la idea cínica del abandono de toda posesión, todos nos sentimos más seguros
en el tener. Tengo la sensación de estar mezclando las cosas, de enredarme en
los diferentes usos de la palabra “patrimonio”, aunque creo que, en el fondo,
todos se refieren a esa idea de “tener”. Claro que aquí no hablamos de
patrimonio a secas, sino de patrimonio histórico, es decir, aquellos bienes
acumulados a lo largo de la historia que merecen una especial protección
legislativa. Por eso es oportuno el sentido del cartel en la foto. Hagámoslo,
salvemos nuestro patrimonio. Incluso alguien que sienta que ya no tiene
patrimonio alguno, que no tenga claro que quiera tenerlo, debería sentirse
impelido a defender el patrimonio histórico, porque se guarda en un bolsillo
oculto en el doble fondo del baúl de los afectos. Es la foto del tiempo, de
manera que cada vez que ves esas piedras recuerdas que un día se abrasó tu
corazón o se incendió tu memoria. Las piedras disparan las catapultas del
tiempo. Te descalabran la mirada y destapan la memoria, como esas fotografías
exactas que determinan tus deseos.
Cada
vez que veo ese sofá, cada vez que veo esa foto, cada vez que piso el empedrado
de la Plaza del Grano, cada vez que me acerco a la oscuridad de la muralla,
cada vez que me acuesto mirando el destello de una bombilla que no se apaga,
cada vez que sueño, destapo un rincón de patrimonio. Patrimonio parahistórico,
con perdón de la palabra, porque son sentimientos que vuelan al margen del
tiempo.
Y
sí, tiene mucha razón Magris al afirmar que es difícil elegir una foto que nos
defina. ¿Cuál es la foto que retrata nuestra vida? El
escritor italiano dice que la fotografía que te retrata de verdad no es una que
te hicieron de niño, ni la que te puedan hacer siendo ya un anciano. “La
verdadera foto para contarnos es la que nos retrata diez años antes de los que
tenemos ahora”. Esa sincronía que es diacronía es un juego que me encanta,
porque la foto que no me retrata ahora, lo hará dentro de diez años. Y la foto
de hace diez años que me retrata ahora, no servirá para explicarme en un par de
días. Por eso la necesidad de fijar el tiempo; por eso la lucha por conservar
el patrimonio: para que la foto de la Plaza del Grano sea una foto fija, como
la de la Catedral o la de San Isidoro; para que dentro de diez años siga
siendo la misma estampa la que nos decora.
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