Buscar este blog

viernes, 12 de febrero de 2021

Uñas. (En Hoy por Hoy León, 12 de febrero de 2021)

     Detrás de la mascarilla lo único que estaba eran sus ojos. No había nada más. Su cuerpo entero, su pelo, su  presencia toda se quedó diluida en esa mirada cuando supo que en sus ojos se había quedado presa la realidad. Ella era sus ojos y lo otro, los hombres y los muchachos que estábamos allí, despojados de cualquier asomo de verdad, éramos solo un desorden de ropas, pieles, huesos pulcramente separados en cada silla a la distancia pedida por la seguridad del distanciamiento social. Había brillado la luz en sus ojos y los nuestros se fueron encendiendo por simpatía, asumiendo un estado de derrota vacilante, una emergencia animada en las baterías de la culpa.

    Yo no sé ellos, pero yo, que era quien controlaba la situación, quien había puesto en marcha los resortes para el diálogo y la solución del conflicto, empecé a ver, desde que sus ojos se encendieron, que aquellos pobres muchachos, aprendices involuntarios de acosador, se habían dejado llevar por el viento de nuestro día a día y se habían integrado en el juego de las vallas publicitarias, los anuncios de la tele, los programas de moda, los gestos insolidarios de yutúber, los sueños mágicos de estrella de fútbol a razón de cinco millones de euros el contrato, unos trescientos ochenta mil brutos al día, algo menos de dieciséis mil a la hora o, lo que es lo mismo, más de doscientos sesenta euros por minuto.

    En un mundo que pone el foco en estas cosas es normal que los muchachos no vean lo que pasa y que para ellos eso que estaban haciendo no fuese ni por asomo algo que pudiera entenderse como acoso. Ellos sintieron que le podían hablar así, que podían hacer aquellas bromas, que podían, porque así es la sociedad, pavonear sus cuerpos atléticos y fibrosos para hacer reír, para reír, para reírse de ella que no se ajusta al canon de belleza de los anuncios. Hasta que se enfrentaron a sus ojos en ese momento brillante en el que una lágrima los fulminó y, de inmediato, comprendieron lo salvaje, lo primitivo, lo estúpido, lo agresivo, lo indecente, lo inaceptable de su conducta. Lo hermoso es que nadie se lo tuvo que decir y que ese castillo de clichés que tenían en el velo imperceptible de su desprecio se desmoronó como uno de esos castillos que construimos en la arena de agosto.

    A veces me acomodo en el ensueño de la playa, en la perfección de los días repletos de imágenes y de emociones con el gozo de los que están y la pena de los que faltan y miro a los niños con los que construyo los castillos que el mar derribará y pienso en toda la arena que ha pasado por mis manos, los puentes que hemos tendido, las torres que hemos levantado, las escaleras que hemos construido, los muros que hemos reforzado, los fosos con los que hemos llamado al mar para que se lo lleve todo y me pregunto en medio de tanta bonanza qué resortes son los que se sueltan para que esta muchacha de hoy tenga que sufrir el desprecio de estos nuevos vándalos devastadores. Me veo en la inocencia infantil de la arena, arañando la verdad del suelo y me miro en las uñas todo lo que traigo enterrado, ese borde repleto de pequeños granos incrustados que no se sueltan, lo único que tengo y que perderé en el primer baño. Uñas clavadas en el sufrimiento silencioso de esta niña que no debería tener que fulminar nunca más a nadie con su mirada. Uñas para rasgar el universo.

No hay comentarios:

Publicar un comentario