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viernes, 3 de noviembre de 2023

Ad calendas graecas. (En Hoy por Hoy León, 3 de noviembre de 2023)

    Me decía una compañera que tiene en casa un francés que ha venido de intercambio que había estado de visita en la catedral y que se había vuelto a emocionar mirando las vidrieras. Lo hemos dicho mucho, que es obligatorio mirar la ciudad de vez en cuando con los ojos del turista, que no podemos acostumbrarnos a lo extraordinario y darlo por ordinario por mucho que lo veamos todos los días. Pasará en Segovia con el acueducto y en Granada con la Alhambra recortada en el cielo del atardecer. No digo yo que estemos sobrecogidos a toda hora en un síndrome de Stendhal permanente, solo digo que vale la pena mirar lo que tenemos a la mano con los ojos de la primera vez.

    En general, vale para todo y no solo para lo bello. Mirar la realidad con ojos nuevos es recrearla, no sé si me entiendes. Que ya nos tenemos muy visto todo, lo sé, te lo concedo. Es solo que creo que esa sensación de cosa usada, como de pomo de puerta desgastado por el roce de mil manos, con la que terminamos interactuando con lo cercano —personas, cosas, patrones, rutinas, hasta ensueños recurrentes y pesadillas pertinaces— nos impide disfrutar de nuestro estar vivos con la fuerza brillante de un fogonazo de novedad. Y, por otra parte, adoramos la comodidad segura de lo conocido, lo que nos da circunstancia, lo que nos enchufa a la tele del salón, al sofá bendito de todas las tardes de viento espantoso que se quedan al otro lado de la ventana. Volad vosotros, que inventen ellos. En el escritorio de un colega, un águila volando junto a otra en reposo, el recuerdo de que el quehacer debe abordarse de ese modo: a la vez en la celeridad y en la calma. Vale, de acuerdo, hagámoslo así, busquemos el hueco que nos reconforta. Eso es bueno, nos hace moderadamente felices.

    En cambio, más allá de esos quehaceres, la siempre pospuesta libertad nos grita descarada y nos empuja hacia el misterio. Esa fábrica de miedo que nos ata hace que dejemos para otro rato el esfuerzo por recuperar la mirada limpia de la primera vez y apartamos con desdén ad calendas graecas la toma en consideración de la novedad de lo de siempre.

    Te vi subir la escalera y pensé que te veía por primera vez. Comiste aquellos garbanzos como si fuese la primera vez que lo hicieras. Me apreté en mi novela cubana escuchando en mi interior los sonidos de La Habana de la mano del escritor, como si fuese la primera vez que me llegaban. Te hablo hoy como si nunca antes lo hubiera hecho, con la convicción de que es urgente rescatar el poder de la mirada, el poder del compromiso con lo que uno sienta, piense y crea. Me pasó el martes por la noche —muchas cosas me pasan los martes, ahora que miro con mirada nueva—, que bajaba por la calle Ancha con la idea de resolver un viejo problema enquistado con un amigo de muchos años. Se me ocurrió pensar que había que resolverlo en ese instante y apareció de frente nada más girar en la esquina de San Marcelo. Me dirás que por los miles de veces que piensas del mismo modo y no sucede nada. Es verdad. Por esos miles de veces te digo que puedes ejercer tus poderes o abandonarlos ad calendas graecas.

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