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viernes, 10 de octubre de 2025
Fallecer. (En Hoy por Hoy León, 10 de octubre de 2025)
En
la Plaza de Regla, en el balcón de la Fundación Sierra Pambley, en una de esas
mañanas de sol que deslumbran las vidrieras de la catedral, hay una pancarta
que nos recuerda que hoy es el Día Mundial de la Salud Mental.
Siento
que no debería decir mucho más. Solo eso, que es el Día Mundial de la Salud
Mental y que ayer, en una mañana preciosa de sol, vi una pancarta que lo
recuerda. Sentí que toda esa belleza de la catedral hacía abstracción del enjambre
de turistas y de abnegados leoneses trabajadores o paseantes. La perfección del
momento escondía todo lo que pudiera arañarme. Pese a todo, una sombra —no
sabría decir de dónde ni por qué— cubría algún rincón inadvertido.
Más
abajo, en la oscuridad de la Plaza de San Martín, un batallón de camiones se
ocupaba del reparto a los bares, mientras la sirena de una alarma —eran las
nueve y media de la mañana— se despertaba a gritos esperando la llegada de la
persona encargada de apagarla. Cajas y cajas de cerveza apiladas en una
carretilla esperaban el momento de entrar en los almacenes con la docilidad
propia de lo inerte, esa docilidad contagiosa a personas y cosas que llegará
cuando el frío esté ya en los cristales de los botellines. Apreté el paso,
dejando atrás la caverna, como en el símil de Platón.
En
el Día Mundial de la Salud Mental, el verbo que se me ha venido a la cabeza es
el verbo “fallecer”; no en el sentido usual de “morir”, sino en el menos usado
de “carecer y necesitar de algo”, porque veo la enfermedad como una carencia y
una necesidad a la vez: carecer y necesitar es lo que nos genera esa falsa
sensación de culpabilidad a los enfermos, una culpa de la que nos debemos
liberar. Sé que va en grados, sé que no a todos nos pasa. Te concedo todas esas
objeciones, pero yo sé que ese “fallecer” culpabiliza y es un poco sentirse
morir, dejarse morir, abandonarse a esa suerte. Lo he visto especialmente en
enfermos depresivos, que encima tienen que soportar que todo el mundo les diga
que se animen, algo que los mata definitivamente. A nadie que le duele una
muela le decimos que se ponga a masticar. El problema de la salud mental es ese,
que nos cuesta reconocer su carencia y su necesidad. No reconocerse en la
enfermedad —física o mental— es fallecer.
Extrañar. (En Hoy por Hoy León, 3 de octubre de 2025)
Hay
un cielo en el que perderse. Cada uno sabe dónde está el suyo. Yo me lo imagino
como un flotar infinito, un deshacerse en nubes sin espuma, un modo de entrar
en lo hondo de lo que verdaderamente quieres. Desaparecer en ese cielo,
perderse en él, es entenderse con el mundo. Extrañar ese cielo duele en las
costuras que esconden la arquitectura material de las cosas.
Paseas
por los Jardines de San Francisco, con el despliegue de camiones de comida
callejera y la música de la fiesta, y miras a la cara a Neptuno y ves en él el
deseo de un cielo de aguas y tritones, un azul de sirenas y sueños de espuma.
La costura material de la alegría está en la espuma de las cervezas y en el
olor de la carne abrasada de buey, porque el pulso de lo terrenal no extraña nada
que no pueda acostarse en el pan de una hamburguesa.
Es
verdad que ese cielo es el mismo de San Isidoro, destapado en mercado medieval
y manos artesanas que hacen pan o pequeñas joyas, o manejan brasas bajo otras
carnes que no necesitan cama o tantas y tantas posibilidades de extrañare en
ese universo inmediato de la vida: pasear, jugar, charlar, entretener, comer… Verbos
impropios de este extrañamiento, este extrañar protagonista de un pensamiento tan
insensato como propiamente extraño.
Y
eso que lo verdaderamente extraño es poder respirar sin ese cielo en el que
conviene perderse, poder continuar con la tarde a pesar de ese chorizo que
vuelve una y otra vez por el esófago recordándote que lo material te envuelve,
que la grasa de las fiestas es un producto ignífugo, que el azúcar de las
golosinas es fuego en el páncreas y que la lona de las carpas es un espejismo
de blancura.
Extrañar
el cielo es olvidarse. Extrañar el suelo, abandonarse. La frontera entre el
olvido y el abandono es muy sutil. Es un riesgo que nunca debe correrse. Por
eso creo que perderse en el cielo es triunfar, porque es el modo de no poder
salir ya nunca de él y, por el contrario, asegurar un suelo en el que pisar es
negarse cualquier camino más allá de lo que se pueda masticar.
Extrañar
lo imposible. Beberse el mar.